Por Nydia Egremy
La política exterior de la nueva presidencia estadounidense es impredecible, pero no carece de coherencia en su afán imperialista. Hace 64 años que Estados Unidos (EE. UU.) y la República Popular Democrática de Corea (RPDC o Norcorea) viven en estado permanente de guerra verbal, en la que se muestran el músculo con ejercicios militares, uno despliega acorazados y lanza súper-bombas mientras el otro hace pruebas misilísticas. Para EE. UU. provocar a un “Estado-paria” es la vía para retener su hegemonía en Asia, aunque implique enfrentar a China y Rusia, las potencias regionales.
Desde 1953 el espacio formado por Corea-Japón-China-Rusia es una zona inflamable donde se escenifican cíclicos juegos de guerra.
Para controlar esa región del Pacífico, EE. UU. construyó una narrativa destinada a crear percepciones en la opinión pública como las de que el gobierno de Pyongyang es hostil a Occidente y que, por ende, puede lanzar inesperadamente ataques de gran violencia; que las armas norcoreanas destruirían Seúl y Tokio –con lo que la ofensiva sería regional– y que detrás del líder en turno de Norcorea están los intereses estratégicos de Rusia y China.
No obstante, las alertas estadounidenses se activaron en los últimos 30 años tras el crecimiento económico-militar-industrial de China y su cada vez más influyente diplomacia regional. Por ello, Washington decidió aumentar la presión sobre Beijing.
No es casual que hace 20 años, un grupo de republicanos y ultraconservadores fundara el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, cuyo objetivo es mantener el “liderazgo mundial”de EE. UU. en esa región.
Geoestrategia y ambición
En 2004, el Pentágono renovó esa doctrina con el informe Fortalecimiento en la Posición de Defensa Global (2004), al que siguió otro en 2006 donde se sostenía que la expansión militar china “es tal que ya altera los equilibrios militares regionales”.
De ahí que EE. UU. haya construido una impresionante red de bases, desplegado miles de efectivos y sofisticados equipos bélicos, además de tejer una amplia red de pactos de “ayuda mutua” y “acuerdos de libre comercio”con esos aliados.
Hoy, como en el pasado, el norte de la Península de Corea sirvió de barrera protectora para el noroeste chino, pues la República Popular Democrática de Corea (RPDC) mantiene ese rol defensivo contra posibles ataques de EE. UU.
Hoy el renovado equipo del Consejo Nacional de Seguridad –integrado también por ultraconservadores– refrenda la tesis de provocar y responder a toda acción de Pyongyang para marcar la presencia estadounidense y limitar la influencia de China.
Los Estados de la región desempeñan un rol geoestratégico para la proyección imperial de EE. UU. Desde 1945 le son vitales dos aliados: Japón, cuyo gobierno no ha firmado la paz con Rusia y exige la devolución de las islas Kuriles, y que también reclama a Beijing las islas Diaoyu. El otro es Surcorea, desde cuyo territorio EE. UU.
Puede lanzar un ataque contra China con impacto en cuestión de minutos, a diferencia de las 16 horas que tardaría en llegar un cohete impulsado desde California, cinco desde Guam y dos desde Okinawa. Ese frío cálculo militar está detrás del rechazo de EE. UU. a la reunificación de los dos Estados en la Península.
Por ello, el Comando del Pacífico estadounidense (USPACOM, en inglés) controla la zona y el Pentágono ha desplegado gran parte de sus fuerzas de combate en sus numerosas bases de Surcorea, Japón, Filipinas y Guam, entre otras.
En contraste, la prensa corporativa ha silenciado que Pyongyang ha ofrecido firmar un tratado de no agresión y suspender las pruebas nucleares, a cambio de que suspenda las maniobras que simulan su aniquilación.
Crisis sin guerra
- UU. inició su nueva ofensiva el 11 de abril, cuando realizó esas maniobras con Surcorea y, tras considerarlas un ensayo para invadir su territorio, la RPDC anunció nuevas pruebas de misiles y la sexta prueba de su bomba nuclear.
Los estrategas mediáticos del Pentágono –con la invaluable ayuda de The New York Times, The Washington Post, The Telegraph, The Independent, Der Spiegel, El País y otros medios corporativos– construyeron la percepción de amenaza e imparable agresividad del líder norcoreano Kim Jong-un.
Ese contexto de agresión contra la RPDC recuerda que no se trata de lanzar una guerra, sino de crear situaciones de guerra, desestabilizar con pequeñas agresiones y fuerzas especiales (o grupos paramilitares) para crear confusión y terror.
De acuerdo con el análisis de la directora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, Ana Esther Ceceña, esas agresiones se acompañan de campañas mediáticas que “inflan” los conflictos para presentarlos “en el límite”.
Ante esas verdades mediáticas, los habitantes de esos países y en el exterior pierden el sentido de realidad hasta llegar a pensar: “ya no sé qué es cierto, todo es un caos”.
Para la también experta en conflictos armados, la situación de guerra tiene dos características, que se cumplen entre EE. UU. y la RPDC: la simultaneidad de distintos operativos, para confundir e impedir la toma informada de decisiones y el avasallamiento, por ejemplo lanzar una ofensiva tan vigorosa que resulte casi imposible enfrentarla.
Pese a ese ciclo de provocaciones y aunque hasta ahora sea un enigma la agenda coreana de Donald Trump, hay consideraciones que inducen a pensar que el magnate no ordenará una guerra contra ese Estado asiático. En principio, es improbable una guerra relámpago de EE. UU. a miles de kilómetros de sus fronteras, además de que el Pentágono no está dispuesto a confrontar a otra potencia nuclear.
Por otra parte, Norcorea no es Siria, donde Trump hizo una exhibición de fuerza al bombardear el aeropuerto de Shayrat con misiles Tomahawk.
Es claro que esa operación no esperaba una reacción de Bashar al-Assad, cuyo Ejército es infinitamente inferior en número y equipamiento al de la RPDC. EE. UU. carece también de patrocinadores para financiar una guerra con Pyongyang, a diferencia del respaldo económico que tuvo su ofensiva contra Al-Assad. Y, por último, está visto que Surcorea y Japón prefieren la diplomacia, pues resultarían víctimas en una confrontación bélica.
En otro altibajo de esa crisis, en la tradicional búsqueda de huevos de Pascua en los jardines de la Casa Blanca, el 17 de abril, Trump recomendó a Jong-un “Portarse bien”. Pese a tal sugerencia, el portaaviones nuclear Carl Vinson viajaba hacia la Península de Corea como parte de nuevas maniobras entre EE. UU. y Surcorea, en cuya capital el vicepresidente estadounidense Mike Pence anunciaba el fin de la “paciencia estratégica” de la potencia.
Al finalizar abril y tras el fracaso del lanzamiento de un misil KN-17, el vocero de Pyongyang ante Occidente, Alejandro Cao de Benós, declaró al canal TN que si EE. UU. osaba lanzar un ataque preventivo –como hizo en Afganistán o en Siria– “la RPDC responderá”.
Una guerra nuclear puede suceder; está en manos del presidente Trump”. En ese nuevo repunte de la tensión, Trump advirtió que todas las opciones estaban en la mesa para enfrentarse a Pyongyang, incluida la militar. Ante la cadena CBS hizo un inesperado perfil de Kim Jong-un, al que calificó de “tipo resistente y despabilado”.
Rusia y Moscú
China aspira a tener fronteras terrestres y marítimas pacíficas, por lo que trabaja por estabilizar la región. El 27 de abril, en voz de su canciller Wang Yi hizo tres demandas: que EE. UU. y Surcorea concluyeran sus maniobras militares, que Norcorea pusiera fin a su programa de armas nucleares y que Washington y Pyongyang reanudaran sus negociaciones mutuas. Inusualmente fuerte, Yi advirtió que “Norcorea no es Medio Oriente y que en caso de guerra “habrá consecuencias inimaginables”.
Pragmático, Beijing apoyó las sanciones a la RPDC de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en represalia a sus ensayos nucleares; en febrero dejó de importar carbón y en abril suspendió sus vuelos a Seúl.
No obstante, no es imparcial ante las cíclicas hostilidades entre Pyongyang, Seúl, Japón y Washington. Esa aparente imparcialidad le permite mediar entre todos esos actores, de ahí que para Donald Trump la ficha china sea indispensable para evitar que la crisis descarrile, apunta la analista iraní Nazanín Armanian.
Por ello en su pasada visita a EE. UU., el presidente chino Xi Jinping fue recibido con una inesperada cordialidad por el magnate, quien le habría ofrecido distender su larga disputa comercial a cambio de interceder para que el líder norcoreano no realice nuevas pruebas nucleares.
Sin embargo, la multicentenaria Beijing tiene su propia agenda y hoy su prioridad es que EE. UU. desmantele su escudo antimisiles THAAD en Surcorea, el cual apunta a territorio chino y tiene capacidad para lanzar 48 misiles al mismo tiempo.
El añejo conflicto entre EE. UU. y la RPDC se ramificó globalmente. Rusia y China sostienen que la proximidad de las bases estadounidenses en Asia Pacífico amenaza a su seguridad, pues solo en Filipinas y Surcorea hay más de 60 mil soldados estadounidenses.
Para encarar esa amenaza, Beijing ha construido bases militares en islas artificiales del archipiélago de las Spratly, en el Mar de China Meridional, para desde ahí alcanzar blancos de EE. UU.
En septiembre de 2016, ambos colosos realizaron maniobras en el sur del Mar de China para mostrar su músculo a Occidente.