Por Abel Pérez Zamorano
La unión hace la fuerza, dice un refrán que sintetiza la experiencia acumulada por el pueblo en cuanto a la superioridad de la colaboración entre personas con intereses comunes.
En su actividad, los hombres se relacionan uniendo fuerzas para resolver sus problemas, o enfrentándose entre sí como individuos; obviamente, no se trata aquí del deseo subjetivo de hacer cooperar a todos con todos, pues no siempre los grupos sociales tienen intereses comunes en torno a los cuales puedan unir esfuerzos.
Pero la disyuntiva entre acción colectiva o competencia no es cuestión de gusto. Como muestra la historia, hay determinantes reales. En la comunidad primitiva la cooperación fue una necesidad vital, pues el carácter incipiente de los medios de producción imponía la necesidad de su uso colectivo; el individuo formaba parte orgánica de la comunidad y fuera de ella no habría sobrevivido; por ejemplo, nadie podía cazar un mamut solo.
Después, durante el esclavismo y el feudalismo, se abrieron paso la propiedad privada y la producción individual, pues las nuevas herramientas y técnicas permitían a personas aisladas producir satisfactores y excedentes.
En la sociedad capitalista, conforme madura, hay un retorno cada vez más vigoroso a la cooperación, pero a un nivel superior.
Al desarrollarse las herramientas y procesos productivos, el trabajo colectivo se impone como una necesidad; por ejemplo, nadie puede tripular solo un trasatlántico, manejar una ensambladora de coches u operar una refinería de petróleo. Hemos vuelto, pues, a la cooperación, pero ahora no por la debilidad de las herramientas, sino, paradójicamente, por su formidable desarrollo.
En la antigüedad y la Edad Media, la escala de los medios no permitía el trabajo en cooperación como forma predominante en la producción; ahora lo exige, pues solo así pueden moverse las gigantescas instalaciones creadas por la industria moderna.
Y como los procesos productivos son cada vez menos divisibles, se hace menos factible que, como en el taller artesano o la economía campesina, puedan ser realizados por una sola persona.
De ahí que la acumulación del capital y el surgimiento de gigantescas fábricas vengan a eliminar la producción en pequeño, individual, es decir, la libre empresa privada: en su propia dinámica, la economía de mercado la va cancelando.
En congruencia con esto, frenar el desarrollo tecnológico implica preservar las relaciones de producción precapitalistas, arcaicas, basadas en la individualidad aislada, e impedir el progreso hacia las colectivas, resultantes del capitalismo avanzado.
El progreso social se asocia al mencionado cambio de relaciones de producción, hacia la cooperación de los individuos, que potencia la capacidad de realización de los hombres en todos los ámbitos de la vida social. Genera emulación, es decir, el deseo de hacer mejor las tareas, motivado por la fuerza del ejemplo de los demás, y el orgullo de mejorar el desempeño individual.
El trabajador colectivo es como si tuviera cien brazos como Briareo, o cien ojos, como Argos. Todo individuo tiene debilidades, pero al coordinar sus esfuerzos con otros, eleva su capacidad, pues las insuficiencias de unos se ven compensadas con las cualidades y fortalezas de otros.
En la producción, la cooperación permite realizar tareas críticas en periodos breves, aplicando grandes cantidades de trabajo sobre un objetivo en un tiempo preciso. La experiencia de la humanidad enseña que al coordinar esfuerzos surge una fuerza nueva que supera la suma de las individuales.
A eso hoy se le llama sinergia. Estas ventajas se hacen patentes en todas las áreas de la actividad humana, como en la política, que es por definición cuestión de colectivos, o la ciencia y el deporte, donde la acción conjunta permite alcanzar resultados superiores.
Por cierto, bien harían nuestros deportistas en racionalizar mejor la importancia de la acción colectiva y su superioridad sobre las “estrellas”, que en aras del lucimiento personal hacen fracasar las acciones colectivas. El egoísmo se convierte, así, en un freno a la creación.
Hay quienes dicen que esto significa cancelar la libertad; sin embargo, bien vistas las cosas, el hombre se hace más libre en la medida que, cooperando con otros, sea capaz de crecer.
La libertad, o mejor dicho, la ficción de libertad que resulta de la acción individual, es muy limitada.
El hombre se hace verdaderamente libre cuando, en unión de otros, desarrolla sus fortalezas, su capacidad de realizar obras superiores que individualmente jamás habría siquiera soñado.
Pero, a pesar de sus ventajas, la acción colectiva enfrenta una fuerte barrera ideológica en el individualismo, alentado por los dueños del poder, que separa, e incluso enfrenta, a quienes sufren los mismos problemas, impidiéndoles unificar fuerzas para resolverlos.
Nuestra sociedad, inspirada en el criterio egoísta de felicidad, tiene como base la competencia, una feroz competencia entre individuos, en la que se induce a las personas a la realización personal, incluso, a costa del bienestar y la felicidad de los demás.
Mientras las relaciones sociales sean así, la humanidad seguirá incurriendo en un creciente dispendio de recursos y en irracionalidad en su aplicación.
En resumen, vemos cómo el desarrollo de los medios de producción determina la forma de organización del proceso productivo, y cómo la realidad actual empuja hacia formas de acción humana basadas cada vez más en la cooperación.
Por ello, quienes padecen las mismas dificultades deben ser capaces de superar la pulverización social y generar agregados sociales que unifiquen intereses, fuerzas y acciones de grandes grupos. Cobrar conciencia de esto significaría un avance hacia el progreso.