Por Abel Pérez Zamorano
En el centro neurálgico de la vida de las universidades están los estudiantes. Por ellos y para ellos existen; para educarlos se han construido edificios y se contratan profesores y trabajadores, como personal de apoyo, y es una distorsión poner a estos últimos en el centro.
La universidad existe, principalmente, para formar profesionistas, para impulsar el progreso social, y si egresan mal preparados, pobre ayuda daremos al pueblo.
Los estudiantes son, además, por sus circunstancias la fuerza potencialmente más progresista en las universidades.
Por su juventud, no tienen aún tantos intereses creados, como familia, casa, empleo; y los hijos de los trabajadores nada poseen.
Y por su edad son precisamente los portadores de futuro; pueden ver con más optimismo el porvenir, y son los más interesados en mejorarlo; pueden todavía dar alas al pensamiento y soñar, y luchar, por un mundo diferente y mejor.
No sucumben aún a la resignación senil; todavía en ellos late el sentimiento natural de rebeldía. Aunque a este respecto, conviene vivir advertidos ante el manido lugar común de que “los jóvenes son el futuro de México”, formulación abstracta e inocua, sin contenido concreto definido. ¿A cuáles jóvenes se refiere? ¿A cuál futuro? ¿A los jóvenes ricos? ¿Al futuro gerente, presidente o gobernador, o al futuro peón, mendigo, vendedor ambulante o presidiario? ¿Al futuro hambriento o al futuro ahíto?
Yo me refiero aquí en forma inequívoca a los jóvenes de cuna humilde, a los hijos del pueblo, y a su futuro; a ellos, víctimas del abandono en que el actual sistema tiene a la educación superior pública, y que debieran exigir que se amplíe la capacidad de las universidades para abrir sus puertas a los cientos de miles de jóvenes que cada año ven truncadas sus esperanzas de estudiar.
Ellos pueden, y deben, luchar por un nuevo modelo educativo, académicamente superior y que dé oportunidad a todo aquel que verdaderamente desee estudiar. El ejemplo está hoy a la vista en la lucha del estudiantado chileno.
Sin embargo, ni juventud ni pobreza son condiciones suficientes para que los jóvenes adopten una actitud progresista. Muchos obstáculos se interponen.
Está la deformación de su conciencia, una de cuyas manifestaciones es el famoso “rebelde sin causa”, que se opone a todo, pero sin una alternativa superior de cambio, ni visión de futuro que le guíe. Protesta vistiéndose de manera estrafalaria, o no bañándose, destruyendo instalaciones, grafiteando paredes limpias, y se siente revolucionario insultando.
El estudiantado debe ser rebelde, sí, pero orientando su rebeldía hacia un fin superior, constructivo.
Quienes conocen el potencial transformador de los estudiantes, se han empeñado en convencerlos de que la juventud es “para divertirse”, para la frivolidad; con ello evitan que asuman responsabilidades y maduren, desviando así a muchos jóvenes talentosos a fiestas, alcohol, el cómodo refugio de la Internet o a un academicismo casi patológico, en el que se encierran para negarse a ver y enfrentar la realidad.
En fin, los educan en la idea de insertarse en el régimen, de encontrar en él “un buen lugar, un buen puesto”, y a ser zalameros y obsecuentes para conseguirlo. No se los enseña a cambiar su realidad, sino a acomodarse a ella.
También despolitizan a los jóvenes, identificando siempre a la política como sinónimo de corrupción. ¡Horror, ése pertenece a un grupo político! Ésta es expresión común en las universidades. Pero, en el colmo de la hipocresía, los mismos fariseos que lanzan esos anatemas son integrantes de partidos, y su intención es convencer a los jóvenes de que no se acerquen… a otro grupo.
Lo que es virtud en ellos es, así, delito en otros. Pero los jóvenes deben aprender a hacer política y a comprenderla, como ciencia que es; a participar en la toma de decisiones, pues si ellos no lo hacen, dejarán que otros lo hagan en su lugar, y habrán renunciado a su derecho a decidir sobre sus propios asuntos.
La política está presente en todos los ámbitos de la vida social: en la religión, el deporte, la ciencia, las escuelas, el arte, y no es posible huir de ella.
Cuando egresen de la universidad, aun de las carreras más técnicas, los jóvenes van a incorporarse a un mundo político, y fracasarán si no se capacitan para ello desde las aulas. Debemos enseñarles, pues, que la solución de sus problemas individuales exige resolver los comunes.
Además, toda esa inconciencia inducida, que no es culpa de los jóvenes, les lleva muchas veces a no comprender incluso la importancia de exigir una calidad académica superior y un mejor desempeño de sus profesores, personal administrativo y autoridades.
Su apatía es la peor debilidad de los estudiantes. Urge que esto cambie. Ellos deben exigir una buena formación académica, y también cultura general; deben aprender a hablar bien, para desarrollar su personalidad; leer y escribir correctamente, fortalecer su autoestima y desplegar todas sus capacidades creadoras.
Arte y deporte son fundamentales en la formación del hombre nuevo y superior, y los jóvenes deben exigir las condiciones para hacerlo, algo imposible mientras sigan inconscientes y desorganizados.
Deben autentificarse las organizaciones estudiantiles ya existentes, o crearse nuevas que representen los intereses genuinos de todo el alumnado, y donde los líderes no se dediquen a buscar prebendas o a servir a otros intereses.
En manos de los estudiantes, y, por supuesto, de aquellos profesores que simpaticen con su causa, está el futuro de la educación en México, y despertar su conciencia es la tarea más grandiosa que pueda emprenderse en una universidad, pues de ahí vendrá el desarrollo.
No basta, pues, con instruir al estudiante, dotándole de conocimientos concretos y habilidades; es necesario educar, esto es, cambiar su concepción del mundo, su forma de ver y vivir la vida. Pongamos nuestro esfuerzo en ello, sabiendo que poderosos intereses se verán afectados y reaccionarán. Hacerlo habrá valido la pena. No queda otro camino.