Opinión de Aquiles Córdova Morán
Por lo que leo, oigo y veo, parece que el nacionalismo ha pasado de moda y hoy es una antigualla que solo defienden quienes no han sabido evolucionar al ritmo que la propia realidad social impone. No hace ni un mes que leí un artículo en el que se asegura que los mexicanos de hoy ya no debemos pensarnos como tales, sino como ciudadanos “globalizados”. Quiero comenzar declarando enfáticamente que yo no comparto en ninguna medida este punto de vista, y trataré de dar algunas de mis razones.
No es raro encontrar gente normalmente bien informada que, a pesar de ello, confunde el concepto de globalización con el de mercado mundial. Y no es así. El mercado mundial, grosso modo, acabó de formarse con el descubrimiento de América por el imperio español en 1492 y con la ruta a las islas de las especias (las Molucas) por los portugueses casi al mismo tiempo. Esto quiere decir que el mercado mundial nació y se desarrolló en pleno mercantilismo, bajo el monopolio del comercio de las metrópolis con sus respectivas colonias y bajo el feroz proteccionismo económico de las naciones más avanzadas. Y no a pesar de esto, sino justamente por esto, la naciente economía de libre empresa creció, se afianzó y floreció en las metrópolis coloniales, con Inglaterra a la cabeza. De esa manera, se convirtieron en los amos del mundo.
El dicho florecimiento y poderío nacieron del súbito incremento de la demanda de productos elaborados debida a la ampliación del mercado a escala realmente mundial, misma demanda explosiva que forzó una revolución en la producción de bienes y servicios para poder satisfacer sus necesidades. Tal revolución productiva se dio en dos frentes: el interno y el exterior. En el frente interno, hubo que elevar drásticamente la eficiencia para alcanzar el volumen requerido por el mercado mundial, objetivo que se consiguió mediante una mayor división del trabajo, incluso al interior de las fábricas, y el acelerado desarrollo de la ciencia aplicada, de la tecnología, al proceso productivo. Esto, a su vez, aceleró y agudizó la competencia entre los distintos productores y la frecuencia de las crisis de sobreproducción; ambos fenómenos, hijos legítimos de la libre competencia inicial, causaban con cada vuelta una mortandad de empresas pequeñas y abrían espacio al desarrollo y fortalecimiento de las más grandes y eficientes, hasta que terminaron por eliminar, en lo fundamental, esa misma libre competencia, para sustituirla por la dominación de los monopolios. Hoy, en efecto, los gigantescos monopolios industriales, comerciales y financieros dueños del mundo, pueden contarse con los dedos de las manos.
Este proceso elevó a niveles nunca vistos la riqueza material producida por las economías monopolizadas y cartelizadas, lo que provocó, a su vez, un gigantesco incremento de las utilidades que fueron a parar al sistema bancario, fortaleciendo su papel como nunca antes. La producción industrial y las reservas de capital en los bancos pronto rebasaron la capacidad de consumo y de inversión del mercado interno y se hizo inevitable la ampliación significativa del mercado mundial de productos y capitales más allá de las dimensiones que ya tenía entonces. Los países ricos se lanzaron a la conquista frenética de nuevos espacios para sus productos y capitales sobrantes, lo que aceleró el reparto del mundo entre ellos. Y en esta carrera frenética por nuevos mercados, pronto fue evidente que la soberanía nacional de los países débiles, así como sus defensas legales y arancelarias y el fomento de la producción nacional eran un estorbo para la expansión de las economías avanzadas. En los primeros tiempos (fines del siglo XVIII y todo el siglo XIX), la carrera por los mercados utilizó, aparte de la “colonización” de territorios “despoblados”, armas económicas (mejores precios, mayor calidad, capitales dispuestos a respetar las prioridades de la nación huésped, etc.) digamos “legítimas”; pero cuando estas se mostraron agotadas, las naciones ricas no vacilaron en emplear recursos menos ortodoxos. Se entró así de lleno en la época (primeros años del siglo XX) de los golpes de Estado y las guerras modernas de conquista, disfrazadas de defensa de la democracia, la libertad y los derechos humanos, pero, preferentemente, contra la “dictadura comunista” después de 1917. Sin embargo, entonces como hoy, el verdadero motivo de tales abusos era y es el deseo de monopolizar mercados, oportunidades de inversión y fuentes de recursos energéticos y materias primas en favor de las economías hegemónicas. Es a esto a lo que la verdadera ciencia política y económica ha dado el nombre de imperialismo moderno, para distinguirlo de los imperios antiguos y medievales.
Las complejidades del desarrollo histórico han levantado obstáculos reales a la dominación imperialista, el más visible y peligroso de los cuales fue el socialismo que encabezó la extinta URSS. Esto obligó a sus personeros a buscar nuevos camuflajes y recursos para disfrazar sus afanes de hegemonía mundial absoluta; y es así como se han visto obligados a convertirse en paladines verbales de la democracia, la libertad de los pueblos, la paz mundial, etc., y enemigos “irreconciliables” del terrorismo, el narcotráfico, la violación a los derechos humanos y de los “dictadores genocidas” como Gadafi en Libia, Hussein en Irak o Bashar al Assad en Siria. Estos fetiches han dado buenos resultados a sus creadores en la tarea de engañar y manipular a la opinión mundial, pero al mismo tiempo les ha atado las manos y han reducido su margen de maniobra para atacar directamente a países que se les oponen con armas democráticas, pleno respeto a los derechos humanos y amplio respaldo popular, como es el caso de Venezuela en nuestro continente.
Esto los ha obligado a nuevos esfuerzos para inventar recursos que permitan proseguir la conquista del mundo (sin abandonar del todo el uso de la fuerza), y uno de ellos es, precisamente, la globalización, que presentan como la ruta más corta y eficiente para acabar con las desigualdades y la pobreza en el mundo. ¿Y qué es la globalización? A diferencia del mercado mundial, la globalización no tolera el nacionalismo económico ni político; es enemiga radical de la soberanía nacional, de los aranceles y otras medidas “proteccionistas” de la economía de cada país, de todo control, reglamentación y condicionamiento de las inversiones extranjeras; de toda política laboral, salarial y ecológica que pueda reducir las utilidades del capital, sobre todo del proveniente de las naciones imperialistas; de toda intervención, por leve que sea, del Estado en la economía para paliar las injusticias del mercado. Todo esto lo sintetizan con la palabra nacionalismo, término al que acusan de ser fuente de aberraciones como el supremacismo, el chovinismo y la xenofobia, que casi siempre –dicen– degenera en racismo.
Y, como dije antes, sobran ingenuos que se sientan “modernos” haciendo coro a tales falacias. Se olvidan de que una verdadera globalización, realmente equitativa y justiciera, debería incluir, en primerísimo lugar, la libre circulación de las personas y de la mano de obra, lo que traería inevitablemente la igualdad salarial universal; olvidan que debería incluir una auténtica y reciproca libertad de comercio, es decir, que los países pobres deberían tener igual derecho de llevar sus productos a los mercados de los ricos sin ningún tipo de trabas ni argucias; y, en fin, que la verdadera globalización debería significar igual o parecido nivel de desarrollo económico, cultural, educativo, de salud, de vivienda y otros servicios, de tecnología aplicada a la producción en toda la faz de la tierra. Los “modernos” globalizadores cierran los ojos ante el hecho craso de que Donald Trump, al tiempo que grita contra el proteccionismo y el nacionalismo, amenaza con levantar un muro en su frontera sur para impedir la libre circulación de los mexicanos; que condena sin tapujos el TLC justo porque beneficia a México (eso dice) y no a su país; que amenaza con elevados aranceles a los autos hechos en México para obstaculizar su comercialización; que con todo y TLC, los EE.UU. han obstaculizado siempre el libre tránsito de los camiones mexicanos por su territorio, el paso del atún, el aguacate, las hortalizas y no sé cuántos productos mexicanos más para proteger a sus productores nacionales; que cada vez que promueven una guerra o “sancionan” a una nación soberana, no se inmutan al declarar que lo hacen en defensa de los legítimos intereses de su país. O sea, la globalización solo para los países pobres y débiles, pero no para los imperialistas que intentan someterlos a su dominio.
Creo sinceramente que si la humanidad ha de sobrevivir en este planeta, deberá eliminar sin falta las fronteras y las desigualdades nacionales y crear una sola república mundial, en donde todos los hombres y todas las mujeres, sin distinción de raza, color, cultura o credo, gocen de los mismos derechos e idéntico bienestar. Esa sería una auténtica y deseable globalización. Pero una cosa así jamás será posible mientras exista un imperialismo rapaz, egoísta, depredador y nacionalista a ultranza, que pretende para sí y en su provecho la unificación del mundo y no para el bien de toda la humanidad. Mientras exista este imperialismo, los países débiles no pueden renunciar a la que es, probablemente, su mejor defensa: la unificación de sus pueblos para defender lo único que tienen, es decir, su territorio, sus recursos, su pueblo trabajador y su cultura, en una palabra su patria. Renunciar a este NACIONALISMO con mayúsculas mientras el buitre imperial acecha es algo más que una idiotez, es un crimen de lesa patria, de lesa soberanía y de leso derecho de los pueblos a la sobrevivencia.