Por Ana Kerlegan
Con la filosofía del absurdo el escritor franco-argelino Albert Camus admite que en el mundo todas las experiencias son indiferentes, en consecuencia, ninguna de nuestras vivencias pueden otorgárseles tan excesiva carga moral. Es entonces que la existencia absurda cobra vida con Mersault, personaje controversial de su más célebre novela El extranjero (1942), quien experimenta que la vivencia del deber es tan legítima como su contraria, por lo cual es posible ser virtuoso sólo por capricho. Aquí algunas acciones pueden parecer carentes de sentido, a lo sumo, buenas o malas.
En El extranjero, Camus restituye esa condición absurda de la existencia e impugna el hecho de fijar principios o valores morales que, por un lado, dicten lo que debemos hacer, y, por el otro, permitan juzgar nuestra conducta. Cabe preguntarnos si ¿esto significa que no hay prohibición alguna? Asumir el absurdo no significa que todos los actos sean permitidos, según el Premio Nobel de Literatura (1957) en el Mito de Sísifo (1942):
Lo absurdo devuelve solamente su equivalencia
a las consecuencias de los actos. No recomiendo el crimen,
sería pueril, mas desvuelve su inutilidad al remordimiento.
Junto a Mersault, el filósofo-escritor se ha emancipado de Dios al prescindir de esta tendencia patriarcal hacia lo eterno, pero no así de seguir un código de conducta. Tener autorización para actuar libremente no implica necesariamente adoptar una posición inmoral. Pues es inexistente el nexo lógico entre la libertad de acción y la inmoralidad. Autor y personaje proponen la renuncia a todo tipo de esperanza en el sentido cristiano de la palabra, o sea, vivamos al margen de Dios.
¡Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado la muerte de su madre! La condena es irrevocable. Quien necesita de las más nefastas creaciones del hombre: la confesión y el arrepentimiento. Aun así la bondadosa sotana busca repuesta en Mersault: «Quería aun hablarme de Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez que me quedaba poco tiempo. No quería perderlo con Dios.»
El asumir la muerte simbólica, lo absurdo de la existencia, debe conducirnos a tomar conciencia de que las consecuencias de nuestro actuar carecen de sentido alguno y, en efecto, la culpa no tiene razón de ser. Y es a través de la costumbre que Camus alegoriza esa muerte libre de culpa cuando Mersault recuerda a María por primera vez después de estar separado por tanto tiempo de ella, y a la que termina por olvidar por la costumbre de su ausencia, además de aceptar con lucidez su pronta ejecución:
Hacía muchos días que no me escribía. Esa tarde reflexioné y me dije que quizá se habría cansado de ser la amante de un condenado a muerte. También se me ocurrió la idea de que quizá también estuviera enferma o muerta. Estaba dentro del orden de las cosas. ¿Cómo podría saberlo yo puesto que fuera de nuestros cuerpos, ahora separados, nada nos ligaba ni recordaba uno al otro? Por otra parte, a partir de ese momento el recuerdo de María me hubiera sido indiferente. Muerta, no me interesaba más. Me parecía cosa normal, tal como comprendía que la gente me olvidará después de mi muerte… En el fondo no existe idea a la que uno no concluya por acostumbrarse.
En fin, la filosofía y la narrativa de Albert Camus proponen actuar con coherencia hasta las últimas consecuencias, es decir, unificar verdad y acción. De ello depende nuestra valía y, de alguna forma, el sentido de nuestra vida. La unidad indisoluble entre certeza y acción es el fundamento de la moral rebelde y la libertad absurda.