Columna invitada. Por: Abentofail Pérez.- La lucha por la sobrevivencia es en nuestros días la principal preocupación de más del 90% de la población en el mundo entero. La ley del equilibrio y de la autorregulación que tanto pregonaron los economistas de los siglos XVIII y XIX ha fracasado rotundamente y las consecuencias de la inequidad son cada vez más terribles en el seno de esa gran mayoría, que se quedó esperando eternamente a que la riqueza que el “egoísmo constructivo” de unos cuantos permeara hacia los estratos de la sociedad que se encuentran debajo de los grandes potentados y cuya única esperanza era esperar la filantropía inconsciente de estos.
Este enfoque económico y social, aceptado como válido hasta ahora, queda en palabras de Adam Smith más claro: “Los ricos sólo seleccionan del conjunto lo que es más precioso y agradable. Ellos consumen apenas más que los pobres, y a pesar de su natural egoísmo y avaricia, aunque sólo buscan su propia conveniencia, aunque el único fin que se proponen es la satisfacción de sus propios vanos e insaciables deseos, dividen con los pobres el fruto de todas sus propiedades. Una mano invisible los conduce a realizar casi la misma distribución de las cosas necesarias para la vida que habría tenido lugar si la tierra hubiese sido dividida en porciones iguales entre todos sus habitantes, y así sin pretenderlo, sin saberlo, promueven el interés de la sociedad y aportan medios para la multiplicación de sus deseos”.
Smith no tuvo la oportunidad de ver cómo su ilusoria idea fracasaba con la contundencia que en este siglo nos ha tocado observar. El radical alejamiento de la realidad ha caracterizado el trabajo de muchos economistas y teóricos de la sociedad que la describen y la estudian con la misma certeza y convencimiento con la que Homero narró las épicas batallas entre aqueos y troyanos, así como los innumerables enfrentamientos entre dioses, librados en el Olimpo, mismos que sólo un hombre ciego pudo atestiguar. De la misma forma y con la misma certeza, los economistas y sociólogos han buscado interpretar la realidad sin conocerla en su totalidad. Se restringen al microcosmos en el que les tocó existir. Y es desde esta mutilada perspectiva desde la que hoy en día un cura habla sobre el amor y la familia, o “expertos” en economía que desde universidades como Chicago o Harvard proponen soluciones casi puramente matemáticas para resolver problemas como el hambre, la pobreza y la desigualdad que desde su perspectiva se manifiestan como puras variables numéricas sin tener la más remota idea de lo que esto verdaderamente representa.
Es en este contexto en el que hoy recibimos los resultados obtenidos por México en el actualizado Índice Global de Competitividad realizado por el Foro Económico Mundial que celebra el puesto 51 alcanzado por nuestro país, el mejor en la última década. Dicho índice señala que México se encuentra entre los 10 países con mayor crecimiento en el mundo entero gracias al “avance en la mejoría de sus mercados, la competencia interna y su política comercial”. En los demás rubros el avance fue también significativo respecto al 2015 y se dio de la siguiente manera: “Educación superior (del 86 al 82), eficiencia del mercado de bienes (del 82 al 70), eficiencia del mercado laboral (del 114 al 105), desarrollo del mercado financiero (del 46 al 35), sofisticación de los negocios (del 50 al 45), e Innovación (del 59 al 55).”
Estas cifras representan para los encargados de llevar las riendas de la política nacional un verdadero triunfo. En cifras México ha progresado. Ante el mundo entero nos encontramos si no entre los países más avanzados y desarrollados, sí en un lugar que les permite a estos hombres salir con la consciencia tranquila y los bolsillos llenos después de una pésima gestión nacional, misma que no se restringe al último sexenio sino que se remonta mínimamente a las dos últimas décadas.
El ciudadano de a pie al observarlas quedará perplejo si las compara con la triste y desolada realidad que le rodea. Solo a modo de ejemplo, lo que ellos llaman pomposamente “eficiencia del mercado laboral” significa para los millones de trabajadores mexicanos la garantía de una explotación más lacerante y el pago de salarios de hambre que hacen posible que los capitales extranjeros prefieran producir en México, país en el que sus utilidades se incrementarán millonariamente, antes de acudir a una nación que priorice la integridad y felicidad de sus trabajadores, a las de los grandes empresarios.
Sólo el pueblo sabrá valorar objetiva y crudamente los resultados que en materia económica y social ha tenido nuestro país y, sin lugar a dudas, el balance contrastará radicalmente con el que ahora nos presentan organismos académicos y políticos que buscan vendernos una realidad ilusoria y totalmente opuesta a la que vive nuestro país. Adam Smith dejaba abierta una salida a todos aquellos que no hayan podido, por cualquier razón, beneficiarse del egoísmo generoso de una minoría, coloquialmente conocido como “ley del embudo”: “La única consolación que le queda al hombre abatido y desgraciado es apelar al tribunal supremo del Juez clarividente e incorruptible de los mundos”. Esta salida es la misma que los economistas consagrados y los políticos experimentados le proponen hoy en día a los miles de millones de pobres que se encuentran entre los “hombres abatidos y desgraciados” y que son ya más del 90% de la población en el mundo entero. Es tarea del mismo pueblo invertir la posición del embudo y lograr que un día, que se descubre cada vez más cercano, “la equidad se siente en el trono del que huya el egoísmo”.