Enviada Especial, Minerva Flores Torres.- Y dijeron los indios… “que corra la sangre”.
De todo el reino de la Nueva Galicia sólo hubo un grupo indígena al que nunca venció el ejército realista español en la gesta independentista de México: los indios de Mezcala.
A mediados de 1810, el cura Miguel Hidalgo y Costilla envió al exadministrador de haciendas y fiel colaborador, el culto guanajuatense José Antonio Torres (“Amo Torres”), para que levantara en armas a la gente de la región que había entre Pénjamo, Guanajuato, y Guadalajara, Jalisco.
Los rebeldes indígenas (en su mayoría nahuas y cocas) acudieron al llamado del sacerdote, luego de que éste decidiera no atacar la Ciudad de México. Y se levantaron en franca rebelión contra el Gobierno opresor del virrey Francisco Javier Venegas.
El virrey, por su parte, mandó al frente de la avanzada realista a los implacables y sanguinarios generales Félix María Calleja y José de la Cruz.
El liderazgo del célebre incitador y cabeza de la primera revuelta popular en la América española fue breve.
El éxito del cura Hidalgo en la Alhóndiga de Granaditas (Guanajuato) se repitió en distintos pueblos (en Monte de la Cruces, Estado de México, contra el general Torcuato Trujillo), pero no en las decisivas batallas de Aculco, San Luis Potosí (el 7 de noviembre de 1810), ni en Puente de Calderón, paraje cercano a Guadalajara (el 17 de enero de 1811), contra el mariscal de campo Calleja.
Ochenta mil insurgentes contra ocho mil realistas no bastaron para ganar en Puente Grande. Por un descuido estalló la carroza de pólvora de la tropa del Amo Torres, provocando una gran desbandada de los insurgentes campesinos, peones, esclavos e indios, y los realistas ganaron ventaja.
Hidalgo regresó a Valladolid para fortalecer a su ejército libertador y partir hacia Estados Unidos por más armamento. En su camino hacia el norte del continente fue aprehendido en Chihuahua, enjuiciado con base en el derecho canónico y civil y fusilado el 30 de julio de 1811.
Hidalgo murió, pero los ideales independentistas de los criollos mexicanos, no. Los pocos indios despavoridos, oriundos de la ribera del Lago de Chapala, regresaron a sus comunidades para emprender la pelea más heroica y prolongada contra el ejército virreinal, donde resistieron denodadamente la guerra, el bloqueo y el hambre.
Los reinos
El Virreinato de la Nueva España (hoy México), al mando de la corona Española, había fundado el Reino de México y dos reinos autónomos: Nueva Galicia (que comprendía los estados de Jalisco, Nayarit, Aguascalientes, Zacatecas y Colima) y Nueva Vizcaya (Durango, Coahuila y Sinaloa).
La Nueva Galicia se convirtió luego en la Intendencia de Guadalajara bajo el mando del gobernador José de la Cruz, quien haría sufrir a diario y durante cuatro largos años a los osados e inquebrantables indios de Mezcala.
Testigo invaluable y mudo
El de Chapala es el lago natural más grande de México. Es un mar impasible, de fuertes vientos y furioso oleaje. De sus 80 kilómetros de longitud y 18 kilómetros de ancho máximo, el 90 por ciento le pertenece a Jalisco y 10 por ciento a Michoacán.
De oeste a este, la parte septentrional comprende los municipios y comunidades ribereños de Jocotepec, Ajijic, Chapala, Santa Cruz de la Soledad, San Nicolás Ibarra, San Juan Tecomatlán, Tlachichilco, Mezcala, San Pedro Itzicán, Agua Caliente, Poncitlán y Ocotlán.
Algunos de estos pueblos fueron artífices de la lucha contra el dominio español en la región del Lago y los otros sus grandes detractores.
La laguna tiene tres islotes: uno a la altura de Chapala y dos en el centro del lago frente al municipio que le da nombre: la isla Grande de Mezcala y la isla Chica. Ambas fueron testigos volcánicos de la valentía y bravura de los isleños.
Terror español
Los poblados ribereños eran asolados por el ejército realista a fuerza de horribles atentados: quema de casas, asesinatos, torturas, decapitaciones y amputaciones de manos y pies y arrastramientos a caballo a fin de sembrar terror y desolación en las comunidades. Todo el que apoyara a la causa insurgente debía ser pasado a cuchillo, ahorcado o muerto a como diera lugar.
Las cabezas de los indígenas con grado de teniente, coronel o capitán tenían precio: 500 pesos, lo cual aumentó el deseo de persecución y avaricia de los soldados realistas.
De ello se encargaban los subordinados del gobernador De la Cruz: los coroneles Pedro Celestino Negrete, del Río y José Navarro; el brigadier Manuel Pastor; el teniente Ángel Linares; los capitanes José María Íñiguez y don José Antonio Serrato, entre otros; aunque al final ninguno salió vivo a manos de los insurgentes.
Del lado de los indios habían quedado como caudillos los guerrilleros indígenas Encarnación Rosas, de Tlachichilco, y José Santa Ana, de Mezcala, y el antiguo cura de Sahuayo, Michoacán, Marcos Castellanos, entregado desde noviembre de 1810 a la insurrección contra la monarquía española, y que lideraba a los indios oriundos de la ribera.
Aunque pocos, los aguerridos indígenas barrieron sin piedad a cuanto realista llegó a sus comunidades mediante el uso de hondas, machetes, palos, piedras, uno que otro sable y el único fusil que tenían, utilizado por su líder Encarnación.
Cientos de muertos realistas y un rico botín en armas de guerra fortaleció a los indios para resguardarse en la isla de Mezcala y construir sus fortificaciones y edificios desde donde habrían de resistir de 1812 a 1816.
De 500 combatientes insurgentes el bastión llegó a sumar mil hombres contra ocho mil realistas.
El padre Castellanos, hombre instruido y con talento militar innato se encargó de aleccionar a los ignorantes indios en el uso de las armas españolas, de idear las defensas que rodearían la isla y de organizar el constante acopio de víveres de los pueblos cercanos y amigos.
El millar de hombres de Mezcala, Tlachichilco, San Pedro Itzicán y Agua Caliente, y de la parte sur de Tizapán del Atio, Tuxcueca y Michoacán se amotinaron, con mujeres y niños, en la isla para resistir y no dejarse morir a manos de las fuerzas realistas.
Tizapán enviaba carne y San Juan Tecomatlán, maíz, trigo, frijol y garbanzo; mientras los sureños, municiones y alguno que otro alimento.
Guerra de deshonra
La constante humillación de la que era víctima el ejército realista por parte de los insurgentes, además de las continuas bajas y disminución de su armamento, obligaron a José de la Cruz a enviar asiduamente refuerzos militares a la zona, construir lanchas, barcos y buques en el puerto de San Blas, Nayarit, para una ofensiva contundente, y a establecer observadores en la zona para detectar el momento oportuno de aplacar definitivamente a los invictos indios.
Golpeado en su orgullo, De la Cruz envió al teniente coronel Ángel Linares para que se apostara a la altura de Tizapán, en el lado sur de la isla, a fin de resguardar el área mientras estuviese listo el equipo para el ataque.
Linares desobedeció la orden, mandó quemar Tizapán (por enviar víveres a los defensores de Mezcala), se acercó a la isla con su tropa y en poco tiempo fue destrozado, sólo unos cuantos soldados salieron con vida. Linares fue conducido a Tizapán, ahorcado y su cadáver arrojado a la laguna.
A dos años de constantes enfrentamientos, en los que casi siempre salió victorioso el ejército comandado por el cura Castellanos, José de la Cruz aceptó que “en todo el reino no conservan los rebeldes otro punto militar que el de la laguna de Chapala, lo que no tardará en ser un sepulcro”, y ordenó extremar las medidas para bloquear definitivamente el ingreso de suministros a la isla quemando todos los pueblos que surtían a los rebeldes.
Nadie podía contra la furia y decisión insurgente. Cualquier campamento que se acercaba a la isla era desbaratado. Su asalto nocturno a los campamentos para robar armas y provisiones siempre tuvo éxito, al tiempo que dejaba diezmado, sin fuerzas y cansados a los soldados españoles en su intentona de repeler el ataque.
Diez y siete cañones fueron confiscados, 15 operaban en la isla Grande y dos en la Chica, fusiles, armas, pistolas, cientos de cajones de parque, canoas, falúas y botes llegaron a tomar los insurgentes; incluso, edificaron una fábrica de pólvora bajo la instrucción del presbítero Castellanos, quien ya había derrocado a los experimentados militares José Antonio Serrato en San Pedro Itzicán, a Rafael Hernández en Poncitlán y al inclemente cura y defensor de la corona, Francisco Álvarez en Mezcala.
José de la Cruz ofreció una y otra vez el indulto a los bravos indios insurgentes y éstos siempre respondieron con rotunda negativa: “ustedes regrésense a su tierra, nosotros estamos en la nuestra”.
José Vargas y Trinidad González, de Michoacán, quienes en un inicio fueron fuertes y fieles refuerzos de los insurgentes en el exterior, se indultaron y dejaron de enviar alimentos y municiones, hecho que agudizó la crisis de subsistencia vital en la isla.
La epidemia de cólera –diarrea, calentura, vómito, escalofrío, entumecimiento de piernas, deshidratación y postración– asolaba la isla desde 1813, pero los defensores isleños la resistieron hasta el último año de la guerra. En 1816 la situación era crítica y casi insostenible.
Nadie pudo contra los indios. Ni el coronel José Navarro ni el teniente de fragata don Manuel de Murga ni el alférez de fragata don Agustín Bocalán ni el mismísimo De la Cruz (que se había propuesto exterminar a todo indio sinvergüenza) pudieron con la inteligencia militar del sacerdote Castellanos ni con los indómitos indígenas mezcaleros, que siempre tuvieron mejores ideas para defenderse.
Sin embargo, la peste, la escasez de alimentos y el hambre comenzaron a disminuir la resistencia de los isleños, aunque no su valentía. Y en la obligada vigilia se negaban a dejar de cuidar sus fortificaciones.
José de la Cruz, consciente de haberlos debilitado por la vía del bloqueo y la eliminación de todas las fuentes de suministro de víveres, envió un parlamento ofreciendo por enésima vez el indulto, pero nuevamente fue rechazado por todos.
Ante la incapacidad del ejército realista para vencer por las armas, José de la Cruz ofreció al indígena Santa Ana la entrega de la isla a cambio de una serie de promesas a favor de los insurgentes.
Santa Ana volvió a la isla, platicó con el cura Castellanos de los ofrecimientos del gobernador y la mañana del 25 de noviembre de 1816 se embarcaron hacia la playa de Tlachichilco a encontrarse con José de la Cruz.
Ambos llegan a un acuerdo de paz en el que acordaron que serían tratados con toda consideración (ningún defensor de la isla sería castigado), les devolverían sus pueblos y casas, recibirían semillas y animales, suministro gratuito de sacramentos (bautizo, casamiento y sepultura), serían exceptuados del pago de tributo (que hasta la fecha subsiste, no pagan ningún tipo de impuestos) y el teniente coronel Santa Ana sería nombrado gobernador de la isla de Mezcala.
Los inquebrantables indios regresaron a sus comunidades, el cura Castellanos a su curato en Ajijic y Encarnación Rosas murió en combate.
A 200 años de este episodio glorioso de sus ancestros, nadie ha vuelto la mirada seriamente sobre los descendientes de esta casta victoriosa.
El único recuerdo de esa gesta extraordinaria es el festejo reciente que los municipios traidores a la causa insurgente –Jocotepec, Chapala, Poncitlán y Ocotlán– organizaron para celebrar el bicentenario del fin de la resistencia indígena; reminiscencias de luces y colores y un dispendio multimillonario, mientras en las comunidades mezcaleras, como hace 200 años, vuelve a campear la más hórrida miseria, las enfermedades, el hambre y la muerte.
* Todos los hechos descritos están basados en entrevistas realizadas y en los relatos de Exciquio Santiago Cruz, cronista de Mezcala, y de los descendientes de los indómitos indios de Mezcala, partes de guerra de la Colección de documentos para la historia de la Guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, tomos II, IV, V y VI de Juan E. Hernández y Dávalos, México a través de los siglos y el Romancero nacional de Guillermo Prieto.
Isla de Mezcala o Isla del presidio
Al centro del Lago de Chapala se encuentran dos islotes (la isla Grande de Mezcala y la isla Chica), testigos de piedra de tres procesos históricos sumamente relevantes para los mexicanos, pero injustamente olvidados y casi borrados de la memoria colectiva.
Los descendientes más viejos de los indígenas mezcaleros se niegan a perecer olvidados y con ellos su historia, por lo que a través de la cuasi fallecida tradición oral, siguen contando su vida y sus glorias pasadas a cuanto visitante se acerca a conocerlas.
La isla de Mezcala pertenecía al reino de Nueva Galicia (en honor a la Galicia de España), de acuerdo con la división territorial establecida por el Gobierno de la Nueva España.
La ruta más corta para llegar a ella es saliendo del muelle del pequeño malecón de Mezcala.
En la isla se levantan los restos de fortines de piedra volcánica construidos por los indígenas (de 1812 a 1816) para defenderse del ejército virreinal que se oponía a la Independencia de México.
Cuesta arriba, del lado derecho, se encuentra una capilla de piedra y tabique en mal estado, y en el izquierdo grandes cercas de piedra, de las que ahora sólo quedan ruinas de lo que fueron las comandas (dormitorios de la gente de rango: capitanes, coroneles, teniente coronel, sacerdote, etcétera) y escombros de cuadrilongos al aire libre a lo largo de la costa, que albergaron las fábricas de pólvora y los talleres de tenería, hilados y tejidos y que servían a su vez de fortalezas contra el enemigo.
En el centro de la isla se eleva el edificio más grande e imponente de la isla, construido por orden virreinal a partir del 19 de mayo de 1819.
El Gobierno español erigió ahí su administración, tres años después del acuerdo de paz con los indómitos indios de la ribera de Chapala. Es un cuadrado cuya área está formada por grandes y altos cuartos de piedra y cal, que la humedad comienza a hacer estragos, y que se utilizaron como oficinas administrativas con sus respectivos cuartos para el sacerdote, los marineros, el médico, capitán, coroneles y soldados, incluida su propia cocina.
Un alto y frondoso árbol de amate decora el extenso patio del edificio y un puente levadizo es la puerta de entrada y salida.
En el costado derecho se levanta el faro y en la parte trasera se levanta uno de los tres vestigios prehispánicos que alberga esta isla, que hace cientos de años fue centro ceremonial prehispánico.
El más grande y famoso vestigio es un elevado cuadrado de concreto amarillo que está ubicado en la parte central de la isla y tiene tres etapas de la Historia de México: la base del edifico es prehispánica y en él se adoraba a Tláloc (dios de la lluvia). De 1812 a 1816 sirvió como campanario o base del vigía y de 1819 a 1856 fue la celda de castigo para los prisioneros que incumplían las normas.
Cuesta abajo, en la parte sur de la isla con forma de pato, un rectángulo de piedra dividido por un muro de piedra no terminado, forma dos largas y enormes galeras que se convirtieron en la cárcel de máxima seguridad de la época.
Más de 200 presos llegaron a cumplir sus penas en esos insalubres galerones sin techo y sin sanitarios. Conviviendo con sus propios excrementos y la escasa comida diaria.
A un costado se encuentra la isla Chica, actualmente inhabitada.
“Piedras mudas de un pasado glorioso que ya no es”. Donde los jóvenes hoy grafitean sus nombres sobre las ruinas y dejan muestra de su injustificada rebeldía, mientras los viejos y pequeños guías se aferran al rescate de este espacio histórico, testigo mudo de la gloria de sus antepasados victoriosos contra el dominio de la Monarquía española en México.