Opinión invitada. Por. Aquiles Córdova. Aunque no es del dominio común, no por eso es menos cierto que la economía de libre empresa o de libre mercado, al llegar a su fase de “imperialismo agresivo” como la llamó Hobson, no es de ningún modo partidaria de la libertad y la democracia sino todo lo contrario: empujada por la elevadísima concentración de la riqueza en unas cuantas manos, se vuelve fanática irreductible de la dictadura de estas minorías privilegiadas, que la necesitan y reclaman como la mejor garantía para la conservación y el incremento de su riqueza. Sin embargo, estas minorías saben que, para conservar a la vez el poder económico y el político sin grandes problemas, necesitan contar con el apoyo (voluntario y hasta entusiasta si fuera posible) de las grandes mayorías empobrecidas; y con este fin han revivido y actualizado la “democracia” de los griegos de la época clásica convirtiéndola en la ficción del “poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, pero, al mismo tiempo, cuidándose muy bien de poner a punto mecanismos eficaces de manipulación para inducir el voto popular hacia los candidatos previamente seleccionados por ellas para cuidar y engrandecer sus inmensas fortunas.
Esta situación no es nueva; nació, repito, junto con la fase monopólica del capital, esto es, grosso modo, a principios del siglo XX. Antes, en su fase ascensional, cuando necesitó del apoyo popular para combatir los residuos feudales y el absolutismo que los representaba, el capital y sus ideólogos eran partidarios sinceros de la democracia, como lo prueban el voto universal y el derecho de las masas a compartir con ellos, en alguna medida, el poder político. Pero, como se lee en las obras de Chamberlain y Hobson, político y economista respectivamente, ambos nacidos en Gran Bretaña, tan pronto como el dominio del capital fue completo y se anunció ya claramente su fase monopólica, imperialista, comenzó el auge del “darwinismo social”, teoría “científica” del imperialismo que niega el derecho de las masas (de la “plebe”, dicen ellos) a participar en el gobierno y a exigir mejoras en su nivel de vida, y coloca en el centro la “lucha por la existencia”, la cual, como puede comprobarse en la naturaleza, garantiza el triunfo del más fuerte mientras obliga a los “débiles” a someterse o a desaparecer. Toda la clase rica de Inglaterra, casi sin excepciones, se hizo de inmediato partidaria del “darwinismo social” y, bajo cuerda, comenzó a presionar a su gobierno para que obrara en consecuencia. Así nació y se fortaleció el primer gran imperialismo de la época capitalista, el imperialismo británico, que era (es) una “monarquía constitucional” en la forma pero una dictadura del capital financiero, industrial y comercial en los hechos.
Pero ya a fines del siglo XIX, es decir, cuando aún los rasgos esenciales del imperialismo no habían madurado, Nietzsche echó las bases de la verdadera “filosofía” del auténtico “progreso social”. Tal filosofía niega y “supera” el “darwinismo social” porque, a su juicio, lejos de eliminar a los débiles e inútiles de la “horda”, de la “plebe”, consolida y fortalece su influencia precisamente gracias a la democracia, que no es otra cosa, dice, que la dictadura del número sobre la calidad o, lo que es lo mismo, el triunfo de los débiles sobre los fuertes, lo que llevará a la humanidad, tarde o temprano, al desastre y a la aniquilación total. Por tanto, ¡guerra a la democracia, guerra a muerte al poder de la plebe! Nietzsche afirma que la compasión y la ayuda a los “débiles”, a los inválidos, a los incapaces, es un grave error, un terrible daño a la sociedad, porque torna imposible el verdadero progreso humano, es decir, el de los fuertes, los poderosos y los creadores. Para él solamente hay un futuro deseable y posible: el dominio de “los señores de la tierra”, el del superhombre. Lo mejor para los inválidos, para los débiles y defectuosos, es privarlos de todo, y en primer lugar, del “derecho a reproducirse”, con el fin de acabar de raíz con este lastre, con esa carga inútil para la sociedad; a los que sobrevivan hay que eliminarlos sin contemplaciones. Al mismo tiempo, deben fundarse centros de selección y reproducción de los mejores ejemplares de la raza humana, centros de creación y reproducción del “superhombre” para poblar con ellos la tierra entera. Con todo el horror que esto produce con solo leerlo, no hay duda de que esto fue lo que intento hacer, sobre poco más o menos, el imperialismo alemán encabezado por Hitler.
Y cada día se documenta mejor que las clases poderosas de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, lucharon contra Hitler simplemente porque su plan de dominio mundial pretendía someterlos y eliminarlos a ellos también, pero no porque discreparan en esencia de sus planteamientos. Por eso, derrotado Hitler (más por la acción de la URSS que por los “aliados occidentales”), de inmediato ocupó (discretamente al principio) su lugar EE.UU.; y desde entonces comenzó a prepararse, a crecer económica y militarmente con el fin de culminar con éxito el viejo sueño nazi de la conquista planetaria para crear el imperio más fuerte, poderoso, rico y eterno jamás visto por la humanidad. Así, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hemos vivido bajo esta visión hegemónica del imperialismo norteamericano. Todas las atrocidades que desde entonces ha visto y padecido la humanidad, desde el holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki hasta la actual invasión y destrucción de Afganistán, Irak, Libia, Tunes, Yugoslavia, Siria, Ucrania, etc., pasando por el genocidio de los palestinos y la siembra de bases militares con misiles capaces de transportar bombas nucleares por toda Europa y el Lejano Oriente, tienen un solo propósito y una sola explicación: la al parecer irrevocable determinación de EE.UU. de hacerse dueño y señor del mundo. Y la sangre y el sufrimiento, las crueldades sin nombre cometidas por los ejércitos invasores, armados y financiados por el imperialismo norteamericano cualquiera que sea el rótulo y la “causa” con que se disfracen, son mucho peores y mucho más gigantescas que todo lo hecho por Hitler, aunque los crímenes de éste tampoco deban empequeñecerse con vistas al olvido y al perdón.
Así las cosas, pienso que no hay motivo ni justificación verdadera para toda la histeria y el alboroto mediático que se han levantado, en México y en el mundo, por la victoria de Trump. Es de suponer, aunque habrá que esperar a tener datos y hechos duros para un juicio definitivo, que el nuevo presidente norteamericano no quiere ni busca otra cosa que el mismo predominio mundial de su país que han defendido sus antecesores en el cargo; y la única diferencia o singularidad que hoy podemos atribuir con seguridad a Donald Trump (algo que quizá haya que agradecerle más que condenar), es el hecho de haberse quitado la hipócrita careta de sus antepasados, incluido el lenguaje “amable, diplomático”, cuidadoso de las formas, para decir sin pelos en la lengua lo que se propone hacer en un lenguaje prepotente, rudo, brutal pero claro y directo. Así, nadie podrá fingirse ignorante o sorprendido en el momento en que el señor pase de las palabras al cumplimiento en los hechos de sus promesas de campaña. Pero nada más. Lo más cruel, brutal, peligroso e inhumano que pueda hacer Trump, será apenas imitación digna de sus antecesores, solo que llamando pan al pan y vino al vino. Y como a escala mundial también se cumple aquello de que los débiles se someten a la ideología de los poderosos, en México ya hay síntomas de que la clase poderosa también está descuidando las formas y los métodos, antaño tan meticulosamente elaborados y pulidos, para esconder y ejercer su dictadura de clase, y comienza a hablar sin máscara y sin disimulos verbales. De un lado, desde la “izquierda”, ya salió a la luz que quien está diseñando el “modelo alternativo de nación” que López Obrador aplicará en caso de llegar a la Presidencia de la República, no es la “intelectualidad revolucionaria” que tan entusiasmada andaba con su nuevo Mesías, sino el riquísimo industrial regiomontano Alfonso Romo, quien declara que le encanta producir riqueza “para repartirla” (¿en dónde? ¿a quién?); y del otro, desde la derecha, se “filtra” la noticia de que ya se “acordó” entregarle la Presidencia al líder panista Ricardo Anaya porque, se dice, Trump y su gabinete lo ven “como uno de los suyos”. Así que la disputa del 2018 será, como siempre, entre dos poderosos sectores de la clase adinerada. Se acabó el discurso falsamente radical y democrático de Morena; se acabaron las ilusiones de la “honestidad valiente”, solo quedó la descarnada y escueta lucha por el poder, como era previsible.
Así pues, en ambos lados de la frontera la consigna parece ser: ¡fuera máscaras! ¡“Al diablo” las formas cuidadosas que ya estorban y salen sobrando! Hablemos claro y las masas que se sometan o que se suiciden si no les gusta lo que hacemos. Muy bien. Pero aquí, como en cualquier carnaval, al quitarse las máscaras se están dejando ver los verdaderos rostros de sus dueños y… ¿qué vemos en ambos casos? Un modelo neoliberal brutal, injusto, ineficiente y corrompido, decrépito en todos sentidos, que busca prolongar sus días mediante un cambio cosmético de hombres en el poder para seguir sangrando a las masas sin correr demasiados riesgos. Y si Trump resulta ser un verdadero neonacionalista y neoproteccionista que cause severos daños a nuestra economía y empeore el nivel de vida de las mayorías, resulta urgente y necesario que la opinión pública del país se pregunte si lo que en esta coyuntura necesitamos es un diseño empresarial de país o, peor aún, un presidente cuyo mérito principal es ser considerado por Trump y su gabinete como uno de los suyos. ¿Ya decidieron los poderosos entregar el país a sus enemigos en vez de aprestarse a defenderlo con uñas y dientes? Es una simple pregunta.