Opinión de Abel Pérez Zamorano
- Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico- administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo.
En el presupuesto recién presentado por Donald Trump para el próximo año fiscal, el gasto (en miles de millones de dólares) varía así: en Defensa, de 521.7 a 574, un 10 por ciento más, el más grande de todos los rubros y con el mayor aumento desde los años ochenta; Seguridad Nacional, muy ligado al anterior, de 41.3 a 44.1 (siete por ciento más), en Veteranos, también relativo al ejército, de 74.5 a 78.9 (seis por ciento más). Asigna 2.6 para construir el muro.
En cambio, a Transporte se le reduce de 18.6 a 16.2 (13 por ciento); a Educación, de 68.2 a 59 (14 por ciento menos); a Sanidad y Servicios Sociales, de 77.7 a 65.1 (16 por ciento); Justicia, de 20.3 a 16.2 (20 por ciento); Agricultura, de 22.6 a 17.9 (21 por ciento); Trabajo, de 12.2 a 9.6 (21 por ciento menos); Programas para el Desarrollo, de 38 a 27.1 (29 por ciento), y a la Agencia del Medio Ambiente, de 8.2 a 5.7 (31 por ciento).
La aportación al financiamiento de la ONU cae en 25 por ciento; investigación sobre el calentamiento global y energías limpias, en 31 por ciento. Reduce el rubro de la cultura y la ciencia. Como gritara el general franquista José Millán-Astray a Miguel de Unamuno: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”
Para entender la lógica del proyecto: “Le preguntaron por ello al director de la Oficina del Presupuesto, Mick Mulvaney, y fue rotundo […] Es un presupuesto de poder duro, no blando, y es algo intencionado. Éste es el mensaje que queremos enviar a nuestros aliados y adversarios. Éste es un Gobierno fuerte y poderoso” (El País, 17 de marzo).
En una primera lectura, de esta forma el gobierno de Trump pretende comprar la incondicionalidad de las fuerzas armadas al entregarles la tajada más grande, para afianzar su gobierno. Es asimismo una amenaza para el mundo, pues envía un mensaje agresivo que lógicamente provoca reacciones defensivas en otras naciones.
El gasto militar norteamericano es de por sí el más alto del mundo (más de 600 mil millones). Los países que más gastan (en miles de millones de dólares): Estados Unidos (EE. UU.) 596, China 215, Arabia Saudita 87, Rusia 66 y Reino Unido 55 (BBC, 27 de febrero, Stockholm International Peace Research Institute).
O sea que EE. UU. gasta más del doble que China y Rusia juntas; no podría justificarse entonces diciendo que se siente rebasado. “Se estima que el gasto militar total estadounidense, de cerca de 600.000 millones, es mayor que el presupuesto militar combinado de las 8 naciones que le siguen en recursos bélicos” (ibíd).
No hay en realidad, pues, una amenaza. Este año China registra su menor incremento en gasto militar en los últimos siete años, y en 2016 el crecimiento fue el menor en 26 años. EE. UU., en cambio, gasta el 36 por ciento de todos los gastos militares mundiales (RT, 25 de febrero de 2015), y sin tener capacidad económica sustentable para ello.
Según Joseph Stiglitz, la guerra de Irak y Afganistán costó a EE. UU. arriba de tres billones de dólares. Y, estancado el crecimiento económico, este enorme gasto ha debido sufragarse con empréstitos, haciendo así a EE. UU. el país más endeudado: en 2015, la deuda pública superaba los 18 billones de dólares, arriba del 103 por ciento del PIB anual.
O sea que el gobierno aplica en esos inmensos gastos militares un recurso que no tiene, hipotecando el futuro y condenando a los ciudadanos a pagar cuantiosas sumas en intereses, principalmente a Japón y China, sus más grandes acreedores, y menos obsesionados por el gasto militar. Con este último EE. UU. tiene un gran déficit en la balanza comercial, causa también de endeudamiento.
Según el equipo de Trump, éste es un presupuesto “fuerte”, pero más bien exhibe la debilidad del imperio, incapaz de sostenerse mediante la competitividad y la eficiencia económica que tanto pregona, compitiendo con precios bajos, obtenidos limpiamente con alta tecnología; en lugar de eso, se abre paso en los mercados a cañonazos.
Eso no es ser economía fuerte. Habría que preguntarse además: ¿Qué tan “fuerte” será un presupuesto que reduce el gasto en educación, salud, servicios sociales, justicia, trabajo, programas de desarrollo, medio ambiente y agricultura? ¿Así se construye (o reconstruye en este caso) la fortaleza sustentable de una nación? ¿Aislándose de su vecino y agrediéndolo? Mientras EE. UU. hace esto, otros países competidores suyos promueven el desarrollo de la ciencia y, como los BRICS, tienden puentes en vez de levantar muros, buscando mayor integración económica y amistad entre los pueblos.
De esa forma sí se fortalecen la presencia, el prestigio y el respeto en el mundo. En realidad, en el largo plazo esta estructura presupuestal y la mentalidad que le subyace causarán estancamiento económico y, como consecuencia obligada, debilitamiento político.
Y agudizan la inconformidad interna, las contradicciones sociales y políticas, los enconos de clase y de raza. Cuántas obras de beneficio social podrían hacerse con el exceso de gasto armamentista: hospitales para los pobres de EE. UU., escuelas, viviendas para los homeless, etc.
Y es que con más armas, soldados y equipo militar sofisticado no se resuelven los gravísimos problemas de los pobres y la clase media, tan acuciosamente documentados ya por Joseph Stiglitz en su obra El precio de la desigualdad.
Por el contrario, se complican. Así no se construye armonía social (base de la fortaleza de una nación) que podría alcanzarse atenuando las diferencias de ingreso mediante el gasto público, ni se consolida la unidad nacional; antes bien, se ahondan: recuérdese que seis de los ocho hombres más ricos del mundo son norteamericanos.
Confirma también el presupuesto, que EE. UU. depende en creciente medida del gasto militar y la industria armamentista como factor fundamental de crecimiento. Es una economía basada en la muerte, que necesita matar para sostenerse.
Y para hacer funcionar ese macabro mecanismo hace falta inventar guerras, con cualquier motivo, como “defender la democracia”, salvar a uno u otro país de “feroces dictadores”, llevar “los derechos humanos y los valores occidentales a países atrasados”, etc.
Solo así pueden justificarse conflictos por todo el orbe, e incubar grupos terroristas títeres a los cuales luego “combatir”, como Al-Qaeda y el Estado Islámico, al que simulan atacar hoy en Mosul, durante meses de “fieros combates”, y a donde fluyen ríos de dinero, más caudalosos que el mismo Éufrates, destinados a las empresas armamentistas y sustraídos a los contribuyentes.
Para esto inventaron el mito de “las armas de destrucción masiva” de Sadam Hussein, jamás halladas. Por eso invariablemente aparece en los medios el presidente de Corea del Norte, divertido, rodeado de torvos mílites, lanzando cohetes como deporte, como si solo a eso se dedicara.
Igual crean el fantasma de los “peligrosos mexicanos” que amenazan la integridad de los estadounidenses, para así justificar el muro, infraestructura de seguridad, armamento y más militares en la frontera.
Para ello arguyen, en fin, que Venezuela, Cuba, o antes Granada, representan una “gravísima amenaza para la seguridad de EE. UU.”. O sea, construyen enemigos imaginarios (o los exageran) para asustar a la población y justificar así un gigantesco gasto militar “para defender al país”, obviamente, con recursos escamoteados al pueblo, al que deberían llegar en forma de gasto social.
Con esa propaganda paranoica consiguen la aprobación de una parte de la población para armarse hasta los dientes, y su anuencia para ir a matar y matarse en otras tierras, sacrificándose en aras de la industria militar y del capitalismo norteamericano en general.
En fin, el mundo corre hoy más peligro en la medida que el imperio, económicamente extenuado, halla en el armamento y en sangrientas guerras una forma de prolongar su existencia.