Por Abel Pérez Zamorano
Aunque resulta una obviedad, ésta es de las que deben ser reiteradas: las enfermedades están asociadas al entorno social, a los niveles de ingreso y nutrición, a la calidad y cobertura de los servicios médicos, al nivel de satisfacción en materia de vivienda, drenaje, agua potable, electricidad, calefacción y otros servicios básicos.
Asimismo, dependen en gran medida de los niveles educativos: una sociedad educada mejora su salud, y la falta de educación propicia contagios y enfermedades.
La enfermedad no es, pues, el comportamiento fortuito de los organismos, que casualmente se contagian o trastornan. Y esto incluye no sólo padecimientos físicos, sino mentales.
En la antigüedad, la Edad Media y ya en el capitalismo, la humanidad ha sufrido de manera recurrente epidemias e incluso pandemias, algunas de ellas verdaderamente devastadoras. Durante el siglo XIV, Europa fue devastada por la peste negra, que causó la muerte de una tercera parte de la población. Entre 1665 y 1666, Inglaterra sufrió la llamada Gran Plaga, con un saldo de 70 mil a 100 mil muertes.
El 20 por ciento de los habitantes de Londres murieron. En el México Colonial, la población indígena fue dramáticamente diezmada por epidemias traídas por los conquistadores, como la viruela, que se propagaron rápidamente, debido a la falta de resistencias inmunológicas de la población nativa, pero sobre todo a su extrema pobreza, desnutrición y extenuantes jornadas de trabajo.
Podría pensarse que aquellas catástrofes fueron parte de una remota y espantosa historia, debidas al atraso de la ciencia y al precario desarrollo de sistemas sanitarios. Mas, contra esa explicación, vemos hoy cómo en nuestros días, en condiciones de gran desarrollo de la ciencia y la tecnología, la humanidad sigue atormentada por esos flagelos, poniendo así de manifiesto la existencia de causas sociales y económicas que aún perviven, a saber: pobreza, sobreexplotación, hambre, suciedad.
Ocurren aún epidemias de cólera, como aquélla que asoló Venecia y que fuera consagrada en la inmortal novela de Thomas Mann. En estos días, en Haití se expande aceleradamente otra (al parecer, la bacteria fue introducida al país por soldados de la ONU procedentes de Nepal), que ha cobrado hasta hoy mil 250 vidas, y 20 enfermos hospitalizados. Una verdadera amenaza regional.
Según la ONU: “hasta 200 mil habitantes podrían contraer la enfermedad…”; el doble de los registrados entre 2008 y 2009 en la epidemia en África, que dejó cuatro mil 287 muertos (Reforma, 13 de noviembre).
Atrás de la enfermedad en Haití está la extrema pobreza, el hambre, y cientos de miles de haitianos viviendo hacinados en campamentos después del sismo; ése es el fermento social en que se propaga. Pero no es ésta la única epidemia actual. Un alto porcentaje de la población en África vive infectado de Sida: 25.3 millones de personas, 70 por ciento de los enfermos de ese mal en todo el mundo.
En Botswana, el 35.8 por ciento de la población adulta está infectada. En Sudáfrica, hace dos años, el porcentaje era de 12.9, y ahora, de 19.9, con un total de 4.2 millones de enfermos, la cifra más alta por país en el mundo.
La tuberculosis (TB) es otro mal de los pobres; según la OMS, en 2009 causó 1.7 millones de muertes, sobre todo en África y Asia, de un total de 9.4 millones contagiados. Atendida a tiempo, la TB es una enfermedad curable, pero progresa rápidamente si se incuba en organismos débiles.
En México, las enfermedades relacionadas con pobreza y consumo de alimentos de ínfima calidad son, también, preocupantes. Ocupamos el primer lugar mundial en obesidad infantil y el segundo en adultos, gracias a que somos, junto a Estados Unidos, el primer consumidor mundial de Coca- Cola. A ello se asocia el incremento de enfermedades cardiovasculares y diabetes; sobre esta última, Reforma del 13 de noviembre reporta que:
“Según estimaciones oficiales, cada hora mueren nueve mexicanos por esa enfermedad”, y según la Secretaría de Salud, causa más de 75 mil muertes al año, cifra 10 veces superior a la registrada en 1970. En los últimos 10 años, ha aumentado en 63 por ciento el número de muertes por diabetes.
En el fondo sigue estando la pobreza: la semana pasada, la Secretaría de Desarrollo Social admitió un aumento en el número de personas con hambre en México en el último año.
Personas débiles por mala nutrición, que viven en ambientes contaminados e insalubres, con pésimas condiciones de vivienda y servicios públicos, y sometidas a jornadas laborales extenuantes, son pasto fácil de cualquier enfermedad.
La pobreza, es, pues, la principal causa de estos males, y su curación es cosa, ciertamente, de médicos y medicinas, pero también, y sobre todo, de una mejoría sensible en las condiciones económicas, en los salarios y en los niveles de bienestar social.
En los tiempos que corren se explora el universo y se inventan y construyen sofisticados automóviles de lujo, aviones y cruceros que llevan a bordo a la crème de la crème de la aristocracia mundial; todo ello entre mil portentos más de la ciencia y la tecnología que maravillan a la humanidad; pero es un agravio social que, junto al boato en que viven los ricos del mundo, sigan muriendo millones de personas en África, América Latina y Asia por enfermedades perfectamente curables.
Esta barbarie puede frenarse; para ello se requieren buenos y suficientes empleos, distribución de la riqueza y mejor calidad en la alimentación, vivienda, servicios públicos y atención médica. Recursos hay, pero concentrados.