Por Abel Pérez Zamorano
Nada permanece inmóvil; en un incesante devenir, los fenómenos nuevos surgen de otros anteriores, no en forma acabada sino embrionaria, inicialmente con una definición difusa de sus rasgos y contornos, y con sus contradicciones inherentes más o menos atenuadas, algunas incluso en estado latente; mas con el desarrollo éstas se ahondan y se expresan plenamente, y lo que fue un simple matiz termina en abierta ruptura.
Así ocurre en la naturaleza, pero también en los procesos sociales, como es el caso del desarrollo del capitalismo. Varias de sus tendencias negativas no se manifestaban en forma tan marcada en las etapas de gestación, en la cooperación simple y la manufactura: se hicieron patentes y se profundizaron a partir de la Revolución Industrial y la gran industria mecanizada y han continuado hasta hoy.
Por ejemplo, el desfasamiento de la oferta de bienes con respecto a la demanda, causa de las crisis de sobreproducción, no existió, no podía existir, por lo incipiente de sus medios de producción, en el capitalismo inicial; y menos aún era posible en el seno del régimen gremial, donde el equilibrio era garantizado por la existencia del número exacto de talleres necesarios para producir la cantidad precisa de bienes manufacturados requeridos por cada burgo o villa. Tampoco podía manifestarse en la infancia del capitalismo la bárbara acumulación en las magnitudes hoy registradas, ni las crecientes masas de seres humanos que se debaten en la pobreza, la peor calamidad que padece la sociedad moderna.
A partir del siglo XVI, impulsado por la acrecida demanda provocada por los grandes descubrimientos geográficos, y por las ventajas que le ofrecía el régimen colonial, el capitalismo cobró impulso, pero sin exhibir aún de forma tan acentuada como hoy todos sus desajustes estructurales.
En la manufactura misma aún no se rompía del todo la armonía entre oferta y demanda: en 1776 Adam Smith describió al mercado como un modelo de equilibrio, y con razón, pues hasta entonces la industria no se había maquinizado, y la base de la producción eran las herramientas manualmente empleadas.
Smith publicó La Riqueza de las naciones en 1776, y falleció en 1790, sin haber visto la gran crisis de sobreproducción que, en 1825, exhibió por vez primera las profundas contradicciones y las fallas estructurales del sistema. Su tesis del equilibrio era correcta, hasta su época, pero luego de que la Revolución Industrial dio un impulso formidable a la capacidad productiva, la producción se disparó a niveles sin precedente, y en un ambiente de competencia y anarquía sobrevino el desfase crónico entre la oferta y la demanda.
A partir de entonces se hicieron cada vez más evidentes las contradicciones del capitalismo, con fuerza de leyes.
Primero, que la ganancia, imperativo económico, en el marco de la competencia reclama el constante abatimiento de costos, condición para que las empresas puedan vender lo más posible, maximizar sus utilidades y desplazar a sus competidores; asociada a la competencia está la anarquía en la producción, que permite a cada fabricante individual producir las mercancías que quiera, en el tiempo y las cantidades que a su interés convengan, desplazando trabajadores, gracias a un desarrollo tecnológico constante que acelera vertiginosamente el proceso productivo; finalmente, le caracteriza una sostenida e irrefrenable tendencia a la acumulación en pocas y gigantescas empresas que le permiten alcanzar economías de escala admirable. Sin embargo, y como nada es absolutamente positivo, estas características que le convirtieron en el sistema productivo más exitoso que haya existido hasta hoy, llevan en ellas la semilla de profundos conflictos internos.
El primero de ellos: al estar basado en la propiedad privada, el progreso tecnológico provoca desempleo, útil ciertamente para el capital dentro de ciertos límites, pues crea al ejército industrial de reserva, pero dañino cuando ocurre en exceso; la automatización de los procesos reduce la necesidad de fuerza de trabajo viva y abate los costos de producción, de ahí que para maximizar la ganancia sea ventajoso sustituir el trabajo por procesos mecánicos; pero al despedir trabajadores en masa, aumenta la pobreza y se reduce tendencialmente la capacidad de compra y la demanda de bienes, con lo que el capitalismo, que nació creando mercados, ahora paulatinamente los destruye.
Por otra parte, en un ambiente de competencia, la elevación de la productividad a escala global hace que el ámbito nacional resulte demasiado estrecho e insuficiente para absorber la producción, y empuja a las potencias industriales a buscar nuevos mercados para vender sus productos y obtener materias primas, mediante invasiones militares a países débiles, con lo que la dinámica económica se convierte en causa de guerras.
Paradójicamente, en las condiciones descritas, el desarrollo de la productividad conduce a las crisis, como las recientes en Estados Unidos y Europa, o la estanflación en Japón, que siendo una potencia tecnológica se encuentra estancado, víctima de su propio éxito.
Finalmente, la pobreza, derivada de lo anterior, eleva los niveles de delincuencia y con ello los costos de seguridad y de transacción, que frenan el funcionamiento del sistema.
Asimismo, la dialéctica del proceso conduce inexorablemente hacia la concentración del capital en monopolios y oligopolios, que mediante barreras a la entrada impiden el surgimiento e ingreso de empresas pequeñas en el mercado, haciendo imposible el principio básico de la libre competencia.
Así, al desarrollarse, el sistema se niega a sí mismo como paradigma de sociedad de libre iniciativa, accesible a la creatividad; además, el monopolio, pináculo de este proceso, permite la elevación arbitraria y la fijación de precios por arriba del valor real de las mercancías, en detrimento del bienestar social.
Finalmente, en su afán de acumular ganancias, empujado a vender y producir lo más posible, el capitalismo incurre en una desaforada y destructiva sobreexplotación de recursos naturales no renovables, con la consiguiente amenaza no solo para la reproducción del sistema, sino para la sociedad entera.
Mientras el desarrollo tecnológico fue limitado, lo fue también su efecto depredador, pero hoy ha alcanzado una gran capacidad para destruir y perturbar la naturaleza, mas no porque la tecnología sea perniciosa en sí misma, sino porque es guiada por el propósito de obtener la máxima ganancia inmediata, dejando de lado las consecuencias de largo plazo en el equilibrio ambiental a nivel planetario.
En fin, mediante la acción correctiva de la sociedad y el Estado, y por el bien de la sociedad entera, es necesario limitar los excesos y efectos negativos del desbocado desarrollo capitalista, en aras de alcanzar una producción racional y un uso sensato de la tecnología, que pongan de nuevo en el centro del interés las necesidades sociales, sin los excesos provocados por el afán de ganancia.
Son éstas condiciones indispensables para recuperar el equilibrio económico y ambiental y mejorar los niveles reales de felicidad social.