Por Abel Pérez Zamorano
El concepto de darwinismo social fue acuñado por Joseph Fisher en 1877, pero expuesto en su forma clásica por Herbert Spencer; esta corriente sigue orientando las decisiones de gobiernos y clases gobernantes de muchos países.
Para su comprensión arroja luz el libro La historia de El origen de las especies, de Charles Darwin (Debate 2008), escrito por Janet Browne, profesora de la Universidad de Londres y la de Harvard, y donde analiza la secuela de la obra de Darwin y la enconada polémica surgida aún en vida del autor y proseguida después de su muerte, acaecida en 1882. Cito algunos párrafos.
“Tras la publicación de El origen de las especies, la famosa doctrina del “darwinismo social” adoptó la idea del éxito para justificar las políticas sociales y económicas en las que la lucha era la fuerza motriz” (Browne, p. 115). Sobre las variantes del darwinismo social dice:
“La panacea de ‘la supervivencia del más apto’ de Spencer se ajustaba bien para describir la expansión económica, la rápida adaptación a las circunstancias y la colonización” (Browne, pp. 115-16).Extralimitando a Darwin, los darwinistas sociales pretenden que en la sociedad es también “natural” el sometimiento de los más débiles por los fuertes, y que son “normales” la explotación, la pobreza y la injusticia, tan “normales” como la caída de los cuerpos por gravedad o la salida del sol.
Dice después: “Como fuere, la estrategia económica dominante de las naciones desarrolladas durante la segunda mitad del siglo XIX tomó forma en el período posterior a la publicación de El origen de las especies. Era habitual el libro directamente para legitimar la competencia existente durante el capitalismo victoriano de libre empresa […]
Las ideas de Darwin fueron bien acogidas por muchos magnates industriales. A finales del siglo, los hombres de negocios, los filántropos y los capitalistas sin escrúpulos que planearon y llevaron a cabo el desarrollo de la industria norteamericana estaban aplicándolas; sobre todo J. D. Rockefeller y el propietario de ferrocarriles James J. Hill, que utilizó incluso como eslogan la expresión “supervivencia del más apto” […]
Otros, como Andrew Carnegie, el escocés emigrado que amasó una inmensa fortuna y pasó el resto de su vida dilapidándola, adoraban a Spencer.
Aquellas convicciones presentaban un marcado sesgo hacia la derecha política. Pocos de estos pensadores creían en el socialismo o en el apoyo del Estado a los más pobres. Se presuponía que un Estado del bienestar o una industria subvencionada fomentarían la ociosidad y ocasionarían un número cada vez mayor de personas o empresas “no aptas” para sobrevivir, con lo cual se debilitaría el progreso social y económico y la salud pública; se trataba de un evidente resurgir de las ideas originales de Malthus… [cursivas, APZ] (ibíd. 116-17).
Es decir, todo apoyo a los sectores sociales débiles es un desperdicio, pues por necesidad natural están condenados; deben optimizarse los recursos apoyando solo a los “triunfadores”, los fuertes. Para ellos, todo, la riqueza y el respaldo del Estado.
Sigue la cita: “La ‘supervivencia de los más aptos’ apoyaba la creencia en diferencias ‘raciales’ innatas y parecía justificar en el plano internacional las continuas contiendas violentas por la conquista de territorios y poder político. El éxito de los europeos blancos en la conquista y colonización de Tasmania, por ejemplo, parecía ‘naturalizar’ el exterminio masivo de los indígenas tasmanios.
La conquista era considerada un elemento necesario del progreso”. Karl Pearson (1857-1936), el biólogo darwinista convencido y estadístico londinense, expresó una idea bastante corriente en aquella época.
Nadie debería lamentar, afirmó en 1900, que “una raza competente y fornida de hombres blancos reemplace a una tribu de piel oscura que no es capaz de utilizar su territorio en beneficio global de la humanidad, ni contribuir con su cuota correspondiente al acervo común del conocimiento humano” (ibíd., 117).
Este discurso puede ser puesto hoy en día en boca de los halcones del Pentágono o de gobernantes ultraderechistas de muchas naciones. Pero concluyamos con la cita. Páginas más adelante escribe:
“Los pobres, los trastornados, los débiles y los enfermos acabaron por ser considerados cargas biológicas para la sociedad. Por el bien del país, se decía, debían introducirse políticas que impidieran reproducirse a este tipo de seres” (ibíd., 135).
Vemos aquí expresadas las ideas de Thomas Malthus, de Nietzsche y, a la postre, del nazismo, cuya base teórica es seguida hoy a ultranza por los gobernantes del mundo capitalista.
Estas teorías, más bien prejuicios ideológicos, son hoy tan defendidas como antes, aunque ciertamente, no tan descarnadamente, pues resultaría subversivo, pero siguen guiando a la alta clase empresarial del mundo, incluidos muchos de nuestros gobernantes de todo color y pelaje.
Quienes gobiernan y detentan el poder económico siguen creyendo para su coleto en la inferioridad de las razas, y la inconveniencia de ayudar a los débiles, quienes merecen su situación de pobreza, ignorancia, hambre y abandono.
Su suerte es ser alimento de los fuertes. Por ello consideran que el uso más racional de los recursos es subvencionar a “los exitosos”, a las grandes empresas, a los que han probado en la lucha por la existencia ser los más fuertes y merecer por ello el premio; de ahí la tozuda negativa de muchos gobernantes a aplicar recursos públicos al progreso de los pobres, “un verdadero desperdicio”.
Desde el punto de vista científico, la debilidad del darwinismo social es que pretende aplicar leyes de la naturaleza al movimiento social, siendo que este último se rige por otro sistema de leyes. No puede reducirse al hombre a un integrante más del reino animal donde, sí, como descubrió Darwin, priva la lucha por la existencia, la sobrevivencia del más apto y el exterminio de los débiles.
El darwinismo social es una extrapolación ilegítima de leyes naturales más allá de su dominio. El hombre, además de su naturaleza física establece con sus semejantes un nivel de relaciones superior al simplemente biológico, determinadas por su participación en la producción, y por su conciencia; ellas incluyen la ética, la filosofía, la educación y la solidaridad humana con los débiles, vistos no como una carga a ser eliminada, sino como hermanos que, aunque quizá enfermos o ancianos (que en su juventud contribuyeron con sus esfuerzos a crear riqueza), merecen el trato generoso y humano de sus semejantes, los hombres, y no el destino de presa de un implacable depredador, como predica el darwinismo social y practican nuestros gobernantes; la feroz ley de la selva, la ley del más fuerte.
En resumen, el darwinismo social pretende cubrir con manto “científico” la salvaje explotación del hombre por el hombre y la discriminación de unas razas por otras; legitimar, como cuestión “natural”, las guerras de conquista de las potencias contra los países árabes, asiáticos o latinoamericanos, considerados inferiores y que deben ser civilizados así sea por la fuerza.
Así se ha sometido por siglos a los pueblos indígenas de América, despojándolos y condenándolos a la más despiadada explotación y a la más atroz ignorancia, al fanatismo y la degradación.
En fin, pese al darwinismo social (tan influyente hasta hoy en los medios oficiales), a la postre, por una necesidad dialéctica la solidaridad humana y la conciencia del hombre primarán sobre la conducta animal y quienes hasta hoy la admiran y practican.
Algún día el humanismo triunfará sobre la brutalidad animal encarnada en los sectores más cavernarios de la especie humana; las leyes del desarrollo social en su ineluctable devenir se impondrán y arrojarán al basurero de la historia todos los prejuicios que justifican la injusticia y la destrucción del ser humano.