Por Abel Pérez Zamorano
En nuestros días la guerra amenaza con generalizarse, peligro potenciado por el desarrollo tecnológico de las grandes potencias: una espeluznante sofisticación armamentista (mientras sigue faltando investigación científica para fines humanitarios), que permite combatir a miles de kilómetros con gran precisión, desde el espacio incluso; pertenecen al pasado remoto de la épica las batallas entre guerreros; ahora, drones, misiles inteligentes, robots, bombas teledirigidas de potencia inimaginable, son dispositivos mortíferos que de emplearse a toda su capacidad podrían eliminar todo rastro de vida humana, convirtiendo al planeta en páramo inhabitable; ello, además de que aun en las guerras convencionales van siempre a morir los pobres; los ricos las provocan y los pobres las sufren.
Pero aunque así lo parezca, las guerras no son en el fondo un resultado de ideologías, “locuras” de políticos belicosos, fobias u otros motivos superestructurales, sino continuación y consecuencia de la economía capitalista; expresan afanes de apropiación y acumulación de riqueza.
A Hitler no le movía, fundamentalmente, su “odio a los judíos” u otras minorías, como la historiografía convencional y banal pretende: buscaba destruir a la URSS y rescatar de la postración económica al empresariado de Alemania mediante la guerra, y conquistar territorios y mercados que antaño, por su atraso industrial, el país no había tenido, a diferencia de sus poderosos vecinos europeos.
Tampoco son religiosas las causas, como pretenden los Bush o los Trump, que hablan en nombre de Dios, autoproclamándose su brazo ejecutor contra los infieles a quienes debe enseñarse, así sea mediante el terror y la muerte, la verdadera religión; igual pretexto se utilizó en la conquista de México para justificar la destrucción de la civilización azteca y ocultar la causa principal: la búsqueda obsesionada de oro y la apropiación de las tierras de los indios.
Tampoco buscan “defender la legalidad”, como se pretextó en la invasión a Panamá, y menos el ideal de justicia. Bush arguyó que debía “salvarse” a los iraquíes y al mundo de un feroz Sadam Hussein supuestamente poseedor de armas de destrucción masiva; éstas jamás existieron, pero sí se hizo una guerra que devastó Irak, dejando, entre marzo de 2003 y agosto de 2006, un saldo de 601 mil muertes violentas, alrededor de 14 mil iraquíes cada mes (Revista The Lancet, octubre de 2006), una auténtica carnicería humana, todo en aras de “castigar al malvado Hussein”.
También se destruyó Libia, la nación más desarrollada y próspera de África, y se asesinó a su presidente, Muamar Gadafi.
En los días que corren vemos un episodio más del mismo teatro: se acusa al presidente de Siria de ser un sanguinario dictador al que Estados Unidos, salvador del mundo, debe detener por razones “humanitarias”; con ese argumento se ha sumido al país en la guerra durante seis años, con un saldo de 400 mil muertos (ONU), hasta hoy.
El seis de abril, Donald Trump ordenó lanzar misiles contra una base siria porque, declaró, “había visto fotografías de niños muertos” (sic), en un ataque con armas químicas en Jan Sheijun, pero sin tomarse la molestia de averiguar sobre la supuesta responsabilidad del gobierno de al-Assad (simplemente la decretó); después, expertos norteamericanos explicaron que técnicamente era imposible que el gas letal hubiera sido lanzado en ataque aéreo como afirmó la prensa occidental: fue puesto ahí por manos criminales para “motivar” el bombardeo norteamericano.
Otra ficción de Washington ha sido dividir a los terroristas en “buenos” y malos, para justificarse, pero no hay “buenos”; los que ha engendrado han terminado volviéndose contra su creador. Especialistas, como Thierry Meyssan, sostienen que el origen de los talibanes, su financiamiento y entrenamiento fueron obra de Estados Unidos en Afganistán; de ahí resultaría al Qaeda y después, en la misma línea genealógica, el Estado Islámico, que hoy inspira o comete atrocidades en Europa y en el propio territorio norteamericano.
Pero como si nada de esto ocurriera, en días pasados Donald Trump visitó al rey de Arabia Saudita, y ¡hasta bailó la danza de las espadas con los jerarcas de la monarquía! ¡Pero son precisamente los saudíes wahabitas, ultrarradicales sunitas, junto con Qatar, quienes protegen al Estado Islámico para enfrentarlo al Irán chiita, a la Siria de al-Assad, a Europa y a Estados Unidos mismo!
Son ellos también quienes atacan Yemen. O sea, Trump fue a arreglarse con los patronos regionales del terrorismo, de ese que en Mosul hace meses la coalición estadounidense aparenta atacar, y al que Rusia es el único país que verdaderamente combate, en defensa propia, de Siria, de Europa y de Estados Unidos.
Contrasta con tanta beligerancia el pacifismo de China. En las guerras que hoy sacuden al mundo, no ha invadido ningún país; se defiende, eso sí, de la amenaza que significaría una invasión a la vecina Corea del Norte, que pondría al enemigo a sus puertas. China está cercada por la fuerza militar de Estados Unidos, que para ponerla en jaque, en 1949 apoyó la creación de Taiwán como país por Chiang Kai-shek y la derecha derrotada por la revolución china.
Luego, en la Guerra de Corea (1950-52) Washington promovió la partición de la península en dos, para usar al sur como ariete contra Pyongyang; y ahora, para ahondar el conflicto entre ambas naciones hermanas, instaló el sistema antimisiles THAAD, en amenaza directa a China.
Asimismo se sanciona a Irán por desarrollar su industria nuclear, algo que hacen muchos países; en el caso iraní es con fines pacíficos, como evidencian las supervisiones practicadas in situ por organismos internacionales especializados. Finalmente, Rusia, por su parte, se protege del cerco que Estados Unidos y la OTAN estrechan en su entorno inmediato o muy cercano usando a los gobernantes nazis de Ucrania, enviando contingentes militares a Polonia, fomentando el terrorismo en el Cáucaso, etc.
En resumen, el trasfondo económico de las guerras es la anarquía en la producción, asociada con un desenfrenado desarrollo tecnológico de los países capitalistas avanzados, fuente de enormes masas de mercancías que no pueden absorber los mercados nacionales, por grandes que sean, ni los bloques de países como la Unión Europea: ni esa escala ampliada basta a la desorbitada capacidad productiva capitalista; el mundo le ha quedado chico.
De ahí la imperiosa necesidad de expandir mercados, por las buenas o mediante guerras. La guerra es entonces consecuencia necesaria de un capitalismo desarrollado que ya no encuentra espacio para desahogar sus excesos; su propia dinámica histórica, llegando hasta sus últimas consecuencias, lo empuja a la guerra.
De ello se colige que solo habrá paz cuando esta circunstancia desaparezca y la producción se destine a cubrir necesidades sociales; cuando haya racionalidad económica y no sea necesario forzar a unos países a comprar los excesos de otros u obligarlos violentamente a proveer materias primas y energéticos.
Y como todo implica su contrario, se abre paso en contraposición un proceso histórico en el que cada vez más países reclaman, y conquistan sumando fuerzas su derecho a vivir en paz, optando por una vía soberana hacia el progreso, libres de la subyugación de los grandes capitales; en esa alianza destacan: Rusia, Siria, China, Venezuela e Irán.
Es evidente, el mundo corre peligro de guerra generalizada, y ante ello, la voz y la fuerza de los pueblos independientes unidos debe levantarse para conjurar esa amenaza. La verdadera paz solo puede ser obra de los pueblos.