Por Abel Pérez Zamorano
En una economía capitalista todo se convierte progresivamente en mercancía; es esta una ley del desarrollo a la cual no escapa la educación, que, en nuestro país, no obstante ser declarada laica y gratuita por la Constitución, en el modelo neoliberal quien quiere educarse debe pagar, sin esperar nada gratis, pues eso es considerado como “populismo”; para el modelo “no hay cabida para caprichos demagógicos” como se concibe a las becas, albergues estudiantiles, comedores, apoyo en transporte, etc. Se ha convertido casi en delito que los estudiantes soliciten estos servicios. Por otra parte, calculadamente se propicia la decadencia de la educación pública, privándola de recursos como la infraestructura básica y pagando salarios miserables a los profesores; así se la incapacita para competir con las instituciones privadas. Como consecuencia, cada día gana más terreno la escuela-empresa; pero como todo, esta tendencia debe provocar una reacción en sentido contrario: en este caso, el esfuerzo de profesores y estudiantes por mejorar la calidad académica de la educación pública superior y defenderla políticamente; es esta una resistencia decisiva no solo para el crecimiento económico nacional sino para la equidad distributiva. La educación pública enfrenta grandes obstáculos pero puede ella misma ser muro de contención ante los excesos del capital y sus efectos destructivos.
Y es que progresivamente este último impone su poder, desde el diseño de los planes de estudio, formulados en muchos casos exactamente a tenor con las necesidades y exigencias de las grandes empresas, para servirles, con el argumento de que “estas sí saben qué debe enseñarse” para no caer en la escolástica. Se plantea así una falsa disyuntiva: o someterse al interés de la empresa o caer en la enseñanza “libresca”, excluyendo, obviamente, otra alternativa: la de usar la ciencia para explicar y resolver los problemas sociales. Y no está mal que las universidades establezcan relaciones con empresas y contribuyan a resolver sus necesidades; el problema es subordinar la educación a ellas y renunciar al análisis crítico de los problemas de los pueblos, dando la espalda a la sociedad, sobre todo a los sectores de más bajos ingresos. Conforme el poder del capital aumenta, impone sus exigencias al sistema educativo, aun a las escuelas públicas, y el contenido de la educación lo resiente. Se enseña a explotar al máximo al trabajo para “optimizarlo” y extraerle la mayor plusvalía. Enseguida algunos ejemplos en ciertas disciplinas del conocimiento.
La enseñanza de la Economía se orienta a atender problemas de las empresas: aumentar utilidades, abrir nuevos mercados, innovar, reducir costos, mejorar la competitividad y la productividad, etc. Todo ello, obviamente, muy importante, pero ¿y la sociedad, los trabajadores, sus familias? Si para elevar utilidades hay que automatizar procesos y como secuela despedir a miles y millones; si hay que reducir salarios y deteriorar las condiciones de trabajo, ¿no habrá que pensar en el impacto de esto en las condiciones de vida de la clase trabajadora? No lo creen así. Según los cánones teóricos del modelo, la fuerza de trabajo es simplemente un “insumo” más cuyo suministro debe ajustarse estrictamente a las necesidades de la producción, sin que sobre ni falte. Cuando mucho se considera aplicar paliativos mediante programas asistencialistas.
En la enseñanza de la mercadotecnia no se ponen tanto los acentos en orientar al consumidor y elevar su satisfacción, sino en inducirle a comprar, incluso mercancías lesivas para su salud y su economía; el caso es venderle, lo más posible, para aumentar la utilidad de las grandes empresas, de las que pueden pagar costosas campañas publicitarias. Se promueve el consumismo como símbolo de realización personal, y también la obtención de dinero fácil, y su acumulación, por sobre toda consideración ética y humanista y de cualquier atisbo de auténtica solidaridad social como no sea la filantropía barata e inútil. En el mismo tenor, se enseña un modelo de felicidad egoísta, que procura la satisfacción individual a costa de la sociedad. Se desdibujan los conceptos de patria, valores cívicos y nacionalismo, y se eleva a la categoría de principio moral el menosprecio al trabajo manual, deificando el intelectual y postulando el ocio como ideal de felicidad. El capital necesita moldear a los ciudadanos y consumidores que requiere, y la escuela es el mecanismo de reproducción.
En cuanto a la concepción del mundo, el modelo neoliberal promueve en las escuelas el desdén hacia la “teoría”, hacia toda cosmovisión que permita comprender las leyes más generales del desarrollo de la naturaleza, las regularidades sociales y las tendencias históricas. Las grandes concepciones filosóficas se desechan, y en su lugar quedan “microteorías” de lo local e inmediato, el posmodernismo (que aunque no se lo vea está allí), el pragmatismo y el positivismo, donde valen únicamente lo útil y lo tangible; lo demás son especulaciones inservibles, rebajadas a nivel de lucubraciones, teorizaciones inútiles, carentes de aplicación práctica, que solo distraen a la ciencia o la confunden. Así, la filosofía deviene estorbo para las ciencias particulares, y muchas veces la forma misma en que se la enseña provoca el rechazo natural de los estudiantes. Se pierde rigor lógico y se aceptan acríticamente las más vulgares falacias. La educación deja de ser crítica y se vuelve servil al poder, lo justifica y actúa como su escudero intelectual. Por eso, no basta con que la escuela sea popular y acepte a jóvenes de bajos ingresos, si no es a la vez crítica para transformar conciencias, pues ocasiona desclasamiento, renuncia y abandono del origen social de los estudiantes, cuya pérdida de identidad es una tragedia. Como es sabido, la ideología dominante es la de la clase dominante.
De lo anterior se concluye que en tanto no cambie el modelo económico, la educación seguirá registrando, cada vez más acusadamente, las tendencias señaladas. Es bueno que la universidad promueva la eficacia productiva, pero no a costa de renunciar a la capacidad reflexiva de lo trascendente ni a la visión holística de los grandes problemas sociales, como la destrucción de los recursos naturales, la acumulación de la riqueza, la depauperación acelerada, la guerra, etc. Y está visto que, en el ámbito educativo, solo desde las instituciones públicas es posible someter a crítica la realidad económica y política y proponer soluciones de raíz, tareas que, por su propia naturaleza de empresas, no pueden ser asumidas por las instituciones privadas, pues son pieza fundamental del aparato de poder económico y político; incluso su misma composición social así lo determina. Por eso, la educación pública es un invaluable patrimonio popular que debe defenderse.