Por Abel Pérez Zamorano
Nuestros ecosistemas se deterioran aceleradamente. Según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), en el mundo, en el último medio siglo, se han degradado dos tercios de los suelos agrícolas, y se han perdido alrededor de 25 mil millones de toneladas de suelo.
En México, el 45 por ciento de los suelos está degradado, debido, en un 18 por ciento, a actividades agrícolas mal conducidas, y en la misma medida, al sobrepastoreo (¿Y el medio ambiente? Problemas en México y el Mundo”, Semarnat, 2007).
Existen, asimismo, dos mil 583 especies animales y vegetales en algún nivel de riesgo; el 80 por ciento de las pesquerías se encuentra a su máxima capacidad de explotación, con riesgo para su sustentabilidad. En los últimos 50 años se ha perdido el 37 por ciento de la cubierta forestal; la “huella ecológica” (necesidad de recursos naturales e impacto social sobre ellos), se asocia en un 46 por ciento a la quema de combustibles fósiles y en un 27 a la agricultura (superior al resto del mundo, 22 por ciento); el impacto ambiental de nuestra ganadería representa el 13.3 por ciento, muy por arriba de la ganadería mundial, 6.3 por ciento (Semarnat, 2007), evidencia, todo esto, de una legislación y sistemas tecnológicos atrasados y ecológicamente dañinos.
Los asentamientos urbanos producen un impacto ambiental inferior al estándar mundial: 2.8 por ciento, contra 3.6, en abierta contradicción con las profecías apocalípticas de quienes ven en ellos un mal de lesa naturaleza.
En este orden de cosas, en una proyección realizada por Semarnat (Estimaciones del Impacto del cambio climático, desde el sistema de cuentas económicas y ecológicas de México, 2010-2100, Semarnat, 2009), al ritmo de explotación actual, nuestras reservas de petróleo se agotarán para el año 2033, la polución del aire aumentará en 190 por ciento, y el agua estará cinco veces más contaminada.
En lo que hace a las causas, no es que “todos somos culpables”, como pregona tendenciosamente la propaganda oficial (o de ser así, no es, ni de lejos, en la misma medida). Ciertamente, la pobreza empuja a los pobres a estrategias de sobrevivencia lesivas para el medio ambiente: el hambre les lleva a buscar el sustento en la naturaleza. Es el derecho a la vida, amenazado, de 21 millones de personas en pobreza alimentaria que para sobrevivir se ven en la necesidad de vender, por ejemplo, huevos de tortuga, aves exóticas o reptiles en peligro de extinción, no por falta de cultura ecológica (aunque algo pueda haber de ello), o por “poco amor a la naturaleza”, sino por hambre, por desesperación, enfrentados a una disyuntiva de hierro: o la extinción de las tortugas o la de los niños.
Pero el actual sistema distributivo no solo daña al medio por esta vía. El capital destruye al hombre y al ecosistema convirtiendo la degradación ambiental en factor de ganancia. En aras de producir y vender lo más posible, se explotan desmedidamente los recursos naturales, como materias primas y energéticos, y las empresas ahorran costos contaminando aire, suelo y agua, en daño a la salud humana y a los niveles de bienestar.
Pero las empresas hacen eso gracias a la tolerancia oficial y a una legislación ambiental laxa, que permite los peores desmanes en aras de atraer Inversión Extranjera Directa, con lo que resulta peor el remedio que la enfermedad: así se interpreta el principio liberal del laissez faire, laissez passer, el famoso “dejar hacer, dejar pasar”. Y no es de extrañar que cuando se reportan las tasas de crecimiento del producto interno bruto, nunca se descuentan del valor creado los recursos naturales destruidos ni los daños a la salud; a juicio de quienes diseñan y manejan las cuentas nacionales, no merecen ser considerados.
Mucho se ha dicho que con el impuesto piguviano se resuelve el problema: el que contamina paga; muy justo en apariencia, pero en el fondo no lo es, pues para tales efectos fiscales, ¿en cuánto se cotizaría una vida? ¿En cuánto el dolor de la sociedad? ¿En cuánto el futuro de la humanidad, o cada especie extinguida? No niego la utilidad de ese mecanismo fiscal, mas no es la panacea.
El problema debe ser abordado en forma integral, pues es mucho más complejo, y no se resuelve con un impuesto (que, además, dados los altísimos niveles de corrupción imperantes, resulta impracticable). Solo para dar dos ejemplos. Nuestro modelo agrícola, basado fundamentalmente en una estructura minifundista, que es fuente de hambre, es factor subyacente del deterioro ambiental, pues genera destrucción de suelos y bosques, y propicia incendios forestales ocasionados por el método de roza, tumba y quema.
La agricultura de subsistencia, como el cultivo de maíz en terrenos no aptos, sobre todo los ubicados en laderas de pendiente pronunciada, es factor de erosión. Pero también la agricultura capitalista deteriora suelos, por sobrexplotación y por empleo desmedido de pesticidas y otros productos químicos contaminantes.
Otro ejemplo es el sector petrolero, que sufre el mismo manejo irracional. Se están explotando las reservas a un ritmo enloquecido: diariamente se extraen 2.5 millones de barriles, sin pensar en las futuras generaciones ni en la soberanía energética.
Pero este desenfreno se debe al imperativo económico de maximización de la ganancia, a todo trance, y a la presión de la industria de Estados Unidos, que demanda petróleo, y “estimula” su saqueo con el ingreso fácil y cuantioso que éste rinde a las arcas gubernamentales: 36 por ciento del total. Sin duda, una política económica miope.
En resumen, se requiere de una política petrolera nacionalista y popular, diseñada y aplicada por verdaderos estadistas. Debe restructurarse el sector agrícola, y poner en práctica una legislación ambiental que obligue a los industriales a asumir sus costos, en lugar de cargarlos a la sociedad.
La competitividad debe buscarse en el desarrollo tecnológico, fomento de la infraestructura, educación, no mediante externalidades depredadoras. Y debe distribuirse mejor la riqueza, para liberar al hombre de la necesidad de atentar contra la naturaleza para subsistir. Por ahí debe pasar la solución de fondo. Solo así tendremos un mundo limpio, que haga más feliz la existencia del ser humano.