La lucha por preservar el medio ambiente en el planeta no avanza como sería deseable porque no existe un Estado que impida a las grandes corporaciones trasnacionales producir los altos niveles de contaminación que causan el calentamiento global; la dilución de los milenarios hielos polares; la sucesión de huracanes cada vez más violentos y destructivos; la polución incontenible de ríos, lagos, mares y océanos; la reducción de la fauna y la flora marinas que en unos cuantos años pondrá en riesgo de extinción a la especie humana y, entre otras cosas, la muerte de casi un tercio de las abejas en el mundo, lo que pone en gravísimo peligro a la agricultura mundial, pues el uso de pesticidas y fertilizantes son mortales para tan importantes agentes de la biodiversidad. Pero a la ausencia de Estados fuertes que sometan a las corporaciones, se suma el hecho de que la lucha cotidiana por la conservación ecológica está siendo enarbolada por organizaciones civiles que, en el mejor de los casos, resultan impotentes frente al inmenso poder de las grandes empresas capitalistas y que, en el peor, son cómplices enmascaradas de éstas porque las patrocinan a fin de que no hagan una verdadera defensa de la naturaleza o que enfoquen sus acciones y críticas hacia otros factores o actores menos responsables de la depredación ecológica. Ésta es la razón por la que la mayoría de las organizaciones ambientalistas no logran frenar el gran deterioro del medio ambiente mundial y la lucha ecologista carece del respaldo político que necesita del Estado.
Bueno, amigo lector, esta prédica mía se debe a que acabo de ver la cinta del connotado cineasta alemán Werner Herzog, La sal y el fuego (2016), en la que se presenta un alegato en contra de la contaminación e intenta hacerse, en forma metafórica, una reflexión sobre la relación entre esa naturaleza cada vez más degradada y la “condición humana”. Matt Riley (Michael Shannon) es el director de una corporación multinacional que ha provocado la salinización de un inmenso territorio en Bolivia, debido a que desvió dos ríos y acabó con un gigantesco lago. Esta catástrofe ambiental, sin embargo, amenaza con extenderse a las regiones más próximas del territorio afectado. Tres científicos buscan las causas del crecimiento incontenible de la salinización: Laura Somerfeld (Verónica Terres), Fabio Cavani (Gael García Bernal) y Arnold Meir (Volker Michalowski). Pero cuando llegan a Bolivia son secuestrados por Matt Riley. A los dos hombres los encierra aparte y les provoca una fuerte diarrea por la vía de alimentos infectados.
A la doctora Somefeld la trata de forma más benévola, conversa con ella e incluso le expone algunas de sus inquietudes morales sobre el gran desastre natural que la empresa ha causado. Repentinamente, Riley lleva a Laura a un isla que se encuentra en un punto del gran desierto salado y la abandona ahí junto con dos niños indígenas ciegos, uno llamado Atahualpa y el otro Huascar (dejándoles lo indispensable para sobrevivir). Somerfeld convive con los pequeños y su pensamiento va cambiando, motivada por esa extraña experiencia. Un ingrediente muy propio del estilo y del espíritu de Werner Herzog consiste en que en este drama están presentes las amenazas de la naturaleza, que no proceden de la contaminación sino de la naturaleza misma: el volcán Uturunko es, según la historia, el de mayor capacidad explosiva y destructiva que hay en la Tierra. Herzog recurre a una metáfora para sugerir que la naturaleza puede cobrar venganza, pues mientras los personajes de Sal y fuego tratan de huir de aquel lugar desolado, Riley le da un boleto a Somerfeld para que viaje a Roma. Pero Werner Herzog, como muchos ambientalistas, no aporta una solución objetiva y posible. Esa solución solo será factible cuando exista una clase social interesada realmente en crear un entorno social humanista y justo; una clase social que acceda al control del Estado y que le corte las garras a los peores depredadores y criminales ecológicos de la historia.