Por: Aquiles Córdova Morán
No es muy popular, pero tampoco es un secreto indescifrable, que las dos guerras mundiales que hemos padecido fueron provocadas por la exigencia alemana de un nuevo reparto del mundo para obtener su propio lebensraum (espacio vital). Sin embargo, en la segunda de esas guerras, el imperialismo alemán, por obra de Hitler y de los grandes monopolios que lo financiaban, el lebensraum era ya el planeta entero, con exclusión de cualquier otro poder que pudiera o quisiera compartirlo. Fue este carácter absolutamente excluyente del imperialismo alemán, y no el amor a la democracia y a la libertad, lo que obligó a las potencias occidentales a enfrentarse a él mediante las armas.
También es cosa sabida que, visto el asunto desde la óptica de las potencias occidentales, la nación que finalmente salió triunfante de ambas guerras fue Estados Unidos. A partir de 1945, y hasta el día de hoy, los norteamericanos tomaron las riendas del “mundo libre” y del desarrollo del capitalismo monopolista vigente en él. Han reducido a obediencia, haciendo uso de su gran poderío económico y militar, a todas las potencias de la vieja Europa, y con mayor razón aún, a los países débiles de Asia, África y América Latina.
Sin embargo, también es un hecho visible que la hegemonía mundial norteamericana no ha podido ser, hasta hoy, tan completa y absoluta como sus líderes desearían, si exceptuamos el relativamente breve periodo que va del fin de la guerra fría (1991) al resurgimiento de Rusia y China en la segunda década del siglo XXI. En efecto, si recordamos, la primera guerra mundial terminó con la inesperada aparición de la URSS, fundada por Lenin y su partido en octubre de 1917 (calendario bizantino); y la segunda terminó, contra todos los deseos y los planes secretos de los aliados occidentales, con la extensión del socialismo a toda Europa Oriental e incluso a una parte considerable de la propia Alemania. La Segunda Guerra Mundial, pues, resolvió la disputa interimperialista por la hegemonía mundial a cambio de tener que admitir la extensión del socialismo a toda la Europa Oriental, lo que equivalía a admitir la limitación de las ambiciones norteamericanas a las economías de “libre mercado”, pero no más allá.
Con esto, es obvio que la lucha por el dominio mundial no quedó realmente resuelta con la segunda conflagración mundial; solo cambió de forma, de orientación, pero no de contenido. El enemigo a vencer ahora ya no era un imperialismo rival, sino el bloque socialista en su conjunto, más peligroso todavía porque predicaba la igualdad económica y social de todos los seres humanos y la eliminación de la propiedad privada sobre los medios de producción y de cambio, fundamentos insustituibles de la “libre empresa”. La guerra fría fue, pues, una verdadera santa cruzada de todos los poderes de Occidente contra la “terrible amenaza de la dictadura comunista” y en defensa de la “democracia y la libertad”. Pero solo en apariencia. En el fondo, se trataba de defender a muerte el poder de los monopolios y el dominio norteamericano sobre el planeta entero.
Todo culminó con la traición de Gorbachov y la entrega del campo socialista al enemigo, puede decirse que en forma casi gratuita. Fue este el momento de mayor gloria y de más plena satisfacción de los imperialistas norteamericanos, que veían finalmente materializado su sueño de dominio mundial indiscutido. Su arrogancia no tuvo límites: sus filósofos se apresuraron a declarar “el fin de la historia” (para la humanidad ya no hay nada después del capitalismo monopolista, este es el último eslabón de su desarrollo, explicaron); su presidente se asumió como presidente del mundo y su ejército se auto nombró responsable de preservar la paz y el orden mundial, es decir, responsable de garantizar la supervivencia eterna del capital monopólico. Comenzaron a vigilar al mundo con ojos de Argos, dispuestos a sofocar, a aplastar sin miramientos cualquier intento de crear un nuevo foco de poder, de desarrollo económico, político y militar capaz de desafiar al poderío norteamericano.
Resulta curioso (y explica muchas cosas, muchos aspectos de la complicada geopolítica de nuestros días), que justo ante los ojos de este Argos, y prácticamente de la noche a la mañana, hayan vuelto a surgir y a resurgir China y Rusia, dos poderosos focos de progreso y desarrollo capaces de oponerse a los designios imperialistas. La temida pesadilla de los cerebros del Pentágono se ha hecho realidad justo debajo de sus narices y eso los tiene fuera de sí. La nueva guerra fría, pues, es esto; es la nueva cruzada de Occidente contra quienes se oponen al dominio absoluto del capital monopólico. Otra vez lo que está en juego es el dominio absoluto del planeta. La reacción de los halcones, por tardía, es más feroz y peligrosa. Tácita y expresamente declaran que no están dispuestos a permitir que el hecho se repita en ningún lugar de la tierra, y menos en el territorio de América Latina que siempre han considerado suyo. Es en esta tesitura, en este escenario geopolítico mundial, en donde se ubica y se explica Donald Trump, su política descarnadamente imperialista y el trato despectivo que dispensa a sus inferiores, dentro de los cuales vamos los mexicanos.
Los candidatos a la presidencia de la república, ¿ignoran acaso esta situación? ¿O simplemente fingen ignorarla para no molestar al coloso del norte? En el reciente debate de los presidenciables, celebrado en Tijuana, B.C., salió a colación el tema de Trump y el trato injurioso que dispensa a los migrantes, y son por demás ilustrativas las posturas de los candidatos al respecto. Ricardo Anaya culpó de todo al Presidente Peña Nieto y al canciller Videgaray por haberlo invitado a visitar el país en plena campaña electoral de Trump, con lo cual, dice, lo ayudaron a ganar. De allí se derivan todos nuestros males y no de la situación geopolítica en que EE.UU. es el protagonista central. Remató la faena prometiendo que, si gana, pondrá sobre la mesa todos los beneficios que Norteamérica obtiene de nosotros y que hablará alto y claro con Trump, para obligarlo a respetar nuestros intereses legítimos. Por lo que hace a los otros candidatos, todos ofrecieron entereza, valor, patriotismo, dignidad, firmeza en el trato con Trump, asegurando que así lo obligarán a cambiar de actitud y de trato hacia nosotros. Y esa fue toda la profundidad de análisis que desplegaron los presidenciables.
Es indiscutible que debe haber decoro, entereza y respeto por la investidura presidencial en el trato con un mandatario extranjero; pero, si yo entendí bien, no es eso lo que se debate, sino qué medidas concretas se piensan tomar para obtener resultados concretos, cambios tangibles y favorables para nuestros problemas con Estados Unidos. Y es claro que aquí entereza, dignidad, valor. etc., no sobran pero no bastan para lograrlo. Cabe preguntarse: ¿realmente creen eso los candidatos o solo deseaban esconder su verdadero pensamiento para no “quemarse” con sus electores? Hoy (martes 22) por la mañana, vi en televisión a los jefes de campaña de los cuatro disputarse el honor de ser el más radical y el más insobornable enemigo del “fraude electoral” que, según ellos, se perpetró en Venezuela el domingo pasado. Seamos serios y no juguemos al ignorante o al confundido: todos sabemos que lo que ocurre en Venezuela es parte de un plan injerencista de Estados Unidos para evitar que en Venezuela surja otro foco de poder que desafíe el dominio mundial norteamericano, como queda dicho arriba, y la campaña de descrédito contra la elección de un nuevo mandatario es parte de ese plan. Era, pues, una buena oportunidad de probar con hechos el valor, la dignidad y la independencia que nos prometen ante Trump, defendiendo, no a Maduro ni a su revolución, sinola soberanía y el derecho a la autodeterminación del pueblo venezolano, que son principios del derecho universal. Lo que vi fue una sospechosa coincidencia con la propaganda mentirosa de los medios y, por ende, con el interés del imperialismo. ¿Así nos van a defender desde la silla presidencial?
López Obrador, el único que se apartó un poco del guión en este punto, dijo que la mejor política exterior es la interior, y eso le ha ganado la crítica y hasta la burla de varios comentaristas. Evidentemente, es un error lógico hacer de dos conceptos distintos uno solo, por cercanos y ligados que se les suponga, a pesar de lo cual hay mucho más de cierto en lo dicho por el morenista que en la machacona insistencia de Ricardo Anaya en culpar al presidente Peña Nieto. Política interna y externa no son lo mismo; pero la relación entre ambas es tan real e íntima que, en muchos aspectos, la segunda puede considerarse como prolongación de la primera. Esto implica, por ejemplo, que muchos problemas que se hacen visibles solo en la política exterior, tienen su origen en la política interna y, por tanto, es en ésta, y no en la exterior, donde se debe buscar solución. Y recíprocamente. Desarrollar y fortalecer nuestra economía, aprovechar mejor nuestros recursos, revigorizar el campo, rescatar la minería, corregir las injusticias del mercado y, con ello, crear empleos suficientes y bien pagados para los mexicanos, sí es una solución para el problema migratorio, tal como dijo López Obrador. Para el resto de dificultades bilaterales, resulta obvio que su “autoridad moral” para obligar a Trump a un trato respetuoso, y su liquidación milagrosa de la corrupción, no pasan de ser alucinaciones que nacen de su fijación moralista que ya parece monomanía.