Por: Abel Pérez Zamorano
Aunque últimamente los medios no han dado cuenta de la crisis en la Tarahumara, la tragedia sigue allí, en espera de atención efectiva. En ocasión anterior comenté la situación que allí se vive; hoy lo haré sobre sus orígenes.
Y es que seguramente muchos lectores atentos no dejarán de preguntarse por qué los tarahumaras prefirieron vivir en los escarpados picos de la sierra, donde la agricultura es casi imposible; por qué en sitios tan fríos e inhóspitos. La interrogante es lógica, pues la propaganda para turistas despistados ha hecho del rarámuri y la sierra una sola cosa. Pero en realidad se trata de un hecho histórico.
Originalmente, los tarahumaras estaban asentados en la planicie colindante con la sierra. Así lo expresó en 1639 Francisco Bravo de Serna, gobernador de la Nueva Vizcaya: “…Todos concuerdan que es una de las (tierras) más fértiles y a propósito para poblarla españoles, de cuantas en Las Indias se han descubierto […] la tierra de muchas llanadas muy a propósito para sementeras de trigo y maíz; muchos ríos copiosos […] Y por la banda del oeste la dividen unas serranías altas, que las vertientes caen hacia las provincias de Sinaloa, y por la banda del este confina con la provincia de los indios conchos…
Y me parece que, siendo esta nación de taraumares tan reducibles como todos dicen, y poco guerreros ni inquietos, es muy a propósito para poblarse un muy gran reino en ella…” (Citado en: González Rodríguez, Luis (1982) Tarahumara: la sierra y el hombre, pp. 162-163). Casi en los mismos términos la describió en 1608 el misionero Joan Font (ibíd., 157).
El investigador William Merril dice: “Hoy en día los rarámuris viven fundamentalmente en las tierras altas y cañones del sudoeste de Chihuahua, pero en la época del contacto ocupaban un área mucho más grande, aproximadamente 45 mil kilómetros cuadrados, que se extendían al norte y al este, al pie de montañas, llanos y valles.” (W. L. Merril. Almas Rarámuris, CONACULTA, 1992).
Pero vinieron La Conquista, La Colonia, el despojo, la encomienda y los trabajos forzados en minas y haciendas. “Los agricultores de los valles se apropiaron de los valles con corrientes de agua adecuadas opinión para la irrigación…
Frecuentemente aparecen quejas en el registro colonial de que los ganados de españoles destruían campos indígenas, un problema que, junto con la pérdida de los derechos de agua a favor de los españoles, llevó al desplazamiento de muchos rarámuris.” (ibíd., 1992). Consecuentemente, vino la resistencia. No fue casual que la rebelión de Teporaca, la más importante, estallara en el valle del Papigochi, en la planicie (el jefe tarahumara fue luego ejecutado en Tomochi).
El misionero jesuita José Pascual, quien vivió en la Tarahumara entre 1639 y 1664, dejó escrito que el motivo de las rebeliones fue: “… solo defender lo que juzgaban ser suyo, y vengar en sus puestos los agravios que presumían haber recibido de los españoles…” (ibíd., 168); en igual sentido escribieron en 1675 los misioneros Tomás de Guadalaxara y José Tardá.
Derrotados, los tarahumaras emprendieron el camino de la sierra, en busca de refugio. “No menos común fue la salida de indios de las misiones para integrarse a las formas de vida precoloniales” (Medina, C. y Porras, E., Identidad y cultura en la Sierra Tarahumara, INAH).
“La huida hacia zonas inhóspitas y despobladas, la recreación de nuevos pueblos de ranchería y la refuncionalización de las viejas estrategias de sobrevivencia y cultura fueron las estrategias predominantes entre los naturales” (Sariego, J. L., La cruzada indigenista en la tarahumara, UAM).
Luis González dice: “La región oriental fue una floreciente comarca tarahumara… Por tratarse de un área de acceso menos difícil, por estar más en la proximidad de los núcleos españoles de Santa Bárbara, San Francisco del Oro, Parral, San Francisco de Cuéllar […] toda esta región se fue progresivamente mestizando, por una parte, y por otra, los tarahumaras se fueron adentrando más y más hacia el riñón de la Sierra Madre Occidental” (González, p: 85). Y cita a otro historiador de la época: “…y finalmente se alzaron. Y desamparando los pueblos se huyeron a los peñoles de aquella tierra, que aunque fueran venados nuestros españoles no les darían caza…” (ibíd., 154).
El despojo continuó por siglos bajo el amparo de leyes como la de junio de 1856. “A nivel nacional, el 31 de marzo de 1875 se promulgó la ley de deslinde de terrenos baldíos, que se completó con la ley de 15 de diciembre de 1883. Esta última comprendía el apeo, deslinde, medición, fraccionamiento y valuación de terrenos baldíos.
Tal empresa se confió a numerosas compañías, dándoles en paga un tercio de los terrenos deslindados. Esto propició el surgimiento de nuevos latifundios… Entre ellos estaba el de la familia Limantour en la Tarahumara: en ciudad Guerrero y en Bocoyna” (ibíd., 49- 50). Así se formaron también las haciendas de los Creel y Terrazas, dueños de Chihuahua.
Pero concluyamos esta historia. Remontados en las escarpadas cumbres de la sierra, fuera del alcance de los españoles, los tarahumaras sobrevivieron gracias a los recursos naturales disponibles; mas, con el correr del tiempo, allá mismo la población creció, los asentamientos se expandieron, y se generalizó la tala de los bosques, con el consecuente agotamiento de flora y fauna que servían de alimento; y los rarámuris perdieron incluso sus últimos reductos en las escasas superficies planas entre las montañas.
Obviamente, durante siglos la atención oficial prestada a estos miles de desamparados ha sido del todo insuficiente, dejándoles solo una estrategia de sobrevivencia: emigrar a las ciudades; y así, los tarahumaras, otrora libres y dueños de fértiles llanuras, en número creciente vagan por las calles de Chihuahua como parias en su propia tierra. Esta historia de despojo es una entre tantas, y el México moderno sigue estando en deuda con ellos y con todos los indígenas. Es tiempo de saldarla.