Por: Abel Pérez Zamorano
Pensando un poco en el título de este escrito, pienso que sí, la recíproca vale, y que el hombre nuevo, pleno, diferente al que ha formado nuestra sociedad, deberá ser fruto de una nueva sociedad, basada en otras relaciones sociales; pero también es cierto que el abrir paso a esa sociedad demanda transformar a los hombres educados en ésta, para que sumen esfuerzos en pro de algo mejor. La relación, pues, es de doble sentido. Yo me refiero hoy a la importancia de educar seres humanos mejores, a partir de lo que nos da la sociedad actual, para, con su concurso, ascender a un estadio superior de desarrollo.
Nuestra realidad, dantesca, llena de violencia, miedo, ignorancia, enfermedad, humillación, pobreza, hambre… no es la mejor. Pero como toda crisis, al generar un shock en quienes la sufren, debe ser fuente de impulso, de presión para despertar el deseo de cambiar. Pero, consecuentemente, esa nueva realidad demanda un constructor, y en este sentido, hay, en general, coincidencia de que la educación es el gran instrumento para crear a ese creador de mundos nuevos. Sin embargo, a mi ver esa tesis se ha descontextualizado y absolutizado, quedando reducida a una frase hueca, lugar común. Me explico.
La educación es una formidable herramienta de cambio, y luz que ilumina la marcha de los pueblos. La historia lo atestigua. El siglo XVIII en Francia, La Enciclopedia, las luces, con un Rousseau, Voltaire, Montesquieu, D’Alembert o Diderot, abrió paso al cambio social realizado por la gran Revolución francesa de 1789-1793. La educación ilumina a los pueblos y les hace fuertes, como narra el mito de Prometeo, quien desafió a Zeus, robándole el fuego para llevarlo a los hombres: el fuego, símbolo de conocimiento, de cultura. En fin, la educación es transformadora por antonomasia, pues enseña a otear más lejos en el horizonte, y a encontrar caminos de progreso. Quien aprende cosas nuevas tiene nuevos puntos de referencia para juzgar su realidad, y con ello deja de ser prisionero del inmediatismo y la estrechez. Solo quien ha podido vislumbrar realidades superiores, puede juzgar y rechazar la actual.
Mas con todo su poder transformador, la educación no es, per se, razón suficiente para el desarrollo de naciones y personas, pues habría que preguntarse: ¿de qué educación hablamos? La que yo concibo debe ser parte de un proceso formativo del hombre nuevo, siempre y cuando lo prepare para transformar sus relaciones sociales, económicas y políticas, causa profunda de sus males; es decir, hacer el verdadero cambio, que debe ser estructural y no solo mental. Para ser verdadero factor de cambio, la educación debe ser integral. En primer lugar, debe ser popular, preparar a los hijos del pueblo. Educar a los poderosos y sus hijos no redundará en un cambio en favor de los débiles, sino en una consolidación del status quo. Debe ser asimismo científica y crítica, enseñando a los jóvenes a someter a juicio todo lo que se les dice y lo que ven, a habituarse al rigor lógico.
Una educación verdaderamente progresista habrá de crear el hábito de la lectura, el gusto por aprender, pues lamentablemente muchos estudiantes leen solo ante la exigencia de los profesores, muy raras veces por gusto. Es necesario que desarrollen la autodisciplina, el propio gobierno de su tiempo, su conducta y su rutina, para lo cual la práctica deportiva es fundamental. Para elevar al hombre, debe fomentar la imaginación, la capacidad creadora, como decía Joyce en su Ulises, al referirse a aquel joven que convalecía luego de haber concluido su formación universitaria. Igual, la nuestra adolece de acartonamiento, y forma profesionales que llevan tapaojos en la mente, que les impide ver el mundo cuan ancho es; forma una mente esclerotizada, que se resiste a imaginar realidades nuevas, lamentable, pues no se puede aspirar a crear otra realidad si no se la ha imaginado antes. El frío realismo, con todo lo valioso que es para realizar las mejores ideas, dejado solo se vuelve justificación del actual orden de cosas. Al joven debe enseñársele a transformar su mundo, no a adaptarse “al que le ha tocado vivir”; la pasividad y la resignación no son propias de la juventud. Para desarrollar estas cualidades, el arte es muy valioso, pues sensibiliza y estimula la creación mental. Un científico sin imaginación es un contrasentido. Formar al hombre nuevo, creador de mundos nuevos, requiere de una gran sensibilidad, que lo haga capaz de sentir el dolor ajeno como propio, el hambre de los demás en su estómago. El hombre egoísta, incapaz de esforzarse por el bien común, es la antítesis de la abnegación, y precisamente por eso es útil para la preservación de la sociedad actual.
Finalmente, tan magna tarea exige que los jóvenes conozcan la política, como ciencia que es, y la apliquen como arte de organizar a los pueblos para transformar su realidad. No deben verla como una calamidad, sino como instrumento de cambio, como única arma de los débiles para asumir la toma de decisiones. Gran daño causan a los jóvenes quienes les infunden fobia a la política, pues forman seres desadaptados que mañana, cuando salgan de las aulas al mundo real, encontrarán política, mucha política, y no sabrán qué hacer ante ella; se hallarán confundidos e inermes. Y entonces fracasarán.
En conclusión, la educación, así, en general, no transforma, si no se la concibe como un medio, y si no es integral. Consolida las relaciones sociales existentes y reproduce los valores, ambiciones y actitudes en boga, clonando, por así decirlo, la ideología dominante y convirtiendo a los jóvenes en obedientes instrumentos, en viejos de espíritu, que luego, más que para servir a los pobres, usarán su saber para medrar de ellos. Habremos formado no amigos del pueblo, como decía Jean Paul Marat, sino mejores verdugos.