Por: Abel Pérez Zamorano
Gobiernos y teóricos de las ciencias sociales han elevado al nivel de conquista suprema de la humanidad el actual concepto de “libertad”. Se nos dice que vivimos en una sociedad con plenas libertades, que debemos valorar y defender como forma suprema de organización social. Se eleva al absoluto su importancia, sugiriendo incluso que habiéndola alcanzado, poco importa carecer de otras cosas; dicho de otro modo: qué importa que seamos pobres si al cabo somos libres, y muy libres. Quisiera referirme aquí en especial a una de esas libertades: la de libre tránsito y residencia, que el derecho de viajar libremente y radicar donde a uno mejor le plazca. Esto, en contraste con otras sociedades que restringen el movimiento de personas, como, se nos insiste, ocurría en la antigua Unión Soviética y el bloque socialista de Europa Oriental.
Desde sus orígenes el capitalismo ha reivindicado la libertad como condición vital; no en vano la gran Revolución Francesa de 1789 la incluía como lema, y en Inglaterra los liberales como Adam Smith, la reivindicaban también: de ahí el nombre de liberalismo, cuya versión moderna es el llamado neoliberalismo.
Se trataba de un cuestionamiento por parte del capital a formas de producción y organización social caducas que para emplear la fuerza de trabajo sujetaban a los trabajadores mismos mediante coacción extraeconómica, léase violencia en diferentes grados. Los esclavos eran retenidos en el centro de trabajo, encerrados o encadenados. En el feudalismo, como ocurrió en México, los siervos de la gleba o los peones acasillados, sujetos a las haciendas por deudas de por vida, no podían abandonarlas, so pena de ser perseguidos y capturados como animales y, en muchos casos, pagar con la vida. Así pues, comparada con todo eso la economía de mercado se nos presenta como la cima de las libertades, pues deja al hombre el derecho de ir “a dondequiera”.
Ciertamente, en nuestra sociedad la coacción extraeconómica no es la norma, pero la presión en esencia no ha desaparecido, sino que ha cedido su lugar a formas más refinadas, menos escandalosas a la vista del observador superficial. Hoy atan a los trabajadores cadenas invisibles: las que forja el hambre. Pareciera, pues, que vivimos en el mejor de los mundos, pues, se nos dice, somos libres, pero tal libertad es sólo ilusoria para las grandes mayorías depauperadas, pues ejercerla demanda riqueza. Por ejemplo, legalmente podemos ir de un lugar a otro y asentarnos donde nos plazca. Pero ¿y qué hay de los millones de pobres, que no teniendo ni para comer, están incapacitados para recorrer “a su gusto” el país o el mundo? ¿De qué les sirve la libertad de papel si no pueden ejercerla por ser pobres? Les está cancelada de facto.
Difícilmente los trabajadores pueden vivir donde les plazca. Muchos quisieran hacerlo en sus pueblos de origen, pero la necesidad les empuja a emigrar en busca de sustento, por lo que el lugar de residencia no es simple preferencia personal, sino que está determinado por el mercado laboral, y precisamente en eso consiste la libertad del trabajador: ir ahí adonde el mercado lo requiera, pasando, por una suerte de ósmosis, de donde hay sobreoferta relativa de trabajo a donde ésta es menor. David Harvey desarrolla esta idea en Los Límites del Capitalismo, citando a Marx. Me permito citar aquí un párrafo que me ha parecido particularmente ilustrativo:
En vista de las condiciones generales del trabajo asalariado, la libertad del trabajador para moverse se convierte exactamente en lo contrario. En busca de empleo y de un salario para vivir, el trabajador se ve obligado a seguir al capital a dondequiera que éste fluya. Esto implica la “abolición de todas las leyes que impiden que los trabajadores se transfieran de una esfera de producción a otra y de un centro local de producción a otro” y la eliminación de “todas las barreras legales y tradicionales que impedirían que [los capitalistas] comprarán esta o aquella clase de fuerza de trabajo” (p. 384);
Añade que de esta manera “los salarios diferenciales proporcionan entonces los medios para coordinar los movimientos de los trabajadores a los requerimientos del capital”, y que, “Bajo estas condiciones, ‘la libertad del trabajador’ se ve reducida en la práctica a la ‘libertad del capital’ […] Cuanto más movilidad tenga el trabajador, más fácilmente podrá adoptar el capital nuevos procesos de trabajo y aprovechar las situaciones superiores. La libre movilidad geográfica de la fuerza de trabajo parece ser una condición necesaria para la acumulación del capital”.
Esto es cierto, pero no absoluto. Economías avanzadas diseñan leyes que propicien la libre movilidad del trabajo, pero saben también dosificarla de acuerdo con sus propias necesidades. Ejemplo de ello son los Estados Unidos, que como hoy ocurre, tienen satisfecha su necesidad de mano de obra, y un exceso genera problemas sociales; por ello oponen tantos obstáculos al visado y residencia, y por lo mismo no se firmó el pacto migratorio tan cacareado a principios de sexenio y que resultó uno de los grandes fiascos de la actual administración mexicana. En cambio, los Minuteman siguen intentando sellar la frontera para cerrar el paso a los inmigrantes ilegales, algo contrario a lo ocurrido en los años de la postguerra, cuando se promovía la inmigración de mano de obra. Pero hoy, nadie ignora que mueren más personas en la frontera norte que los que murieron intentando pasar por el muro de Berlín.
Es claro que la actual libertad es ficticia para la mayoría. Es la libertad de la mosca dentro del vaso. También es claro que teorías y leyes no buscan realizarla a plenitud, sino adecuarla a la medida exacta de las necesidades del capital; lograrla para todos depende de una distribución justa del ingreso, no sólo de leyes, y menos de retórica. La igualdad jurídica formal de todos los hombres podrá conducir a la igualdad de oportunidades reales sólo en la medida en que el ingreso deje de concentrarse en unas cuantas manos.