Por: Aquiles Córdova Morán
El abogado, filósofo y pensador jalisciense, don Mariano Otero fue, casi con seguridad, la mente más lúcida y penetrante de la primera mitad del siglo XIX mexicano. Nació en Guadalajara, en 1817, y murió (si la memoria no me engaña) en la Ciudad de México, el 31 de mayo de 1850. Es decir, vivió apenas 33 años, que le bastaron para heredarnos un legado teórico profundo (y poco conocido, por cierto, salvo por los especialistas) que conserva todo su valor y trascendencia para nuestra vida política actual.
Otero fue un pensador que se adelantó no solo a sus contemporáneos mexicanos, sino incluso a algunas de las cumbres del pensamiento universal, como Hegel y los materialistas dialécticos que le siguieron: “… Mariano Otero, el notable pensador cuyo pulso dejó de latir prematuramente, decía en 1842: «Son sin duda muchos y numerosos los elementos que constituyen las sociedades; pero si entre ellos se buscara un principio generador, un hecho que modifique y comprenda a todos los otros y del que salgan como de un origen común todos los fenómenos sociales que parecen aislados, éste no puede ser otro que la organización de la propiedad». Así, Otero, por estas y otras de sus ideas cabe ser catalogado entre los que se anticiparon a la interpretación materialista o económica de la historia”. La cita está tomada del primer capítulo de la Breve Historia de la Revolución Mexicana, de don Jesús Silva Herzog.
Otro respetable intelectual mexicano, don Jesús Reyes Heroles, en el prólogo que escribió a las “OBRAS” de don Mariano Otero publicadas por Editorial Porrúa, dice: “… nuestro autor… encuentra en la sociedad, de la que tiene una visión global, una serie de factores -clases, sectores de éstas, geografía, régimen de la propiedad, intereses y contra intereses, etc.-, trabados y en constante movimiento y mutación. Todos estos factores están estrecha y recíprocamente vinculados y cualquier modificación cuantitativa o cualitativa en uno produce efectos en el resto y, por supuesto, en el todo. Ellos, como decíamos, se hallan en movimiento y mutación; algunos acabándose y muriendo; otros naciendo, creciendo y fortaleciéndose. La interrelación, movimiento y mutación de los factores que configuran la sociedad hacen de Otero hegeliano, sin conocer a Hegel…” (Op. cit. p. 47).
Pues bien, Otero aplicó también su visión científica de la sociedad al campo de las leyes, que era su verdadera especialidad. Él no atribuye el poder de la ley a una mística e intangible “justicia eterna” que toma cuerpo en ella, sino a una razón bien concreta y material: al hecho de que la ley, cuando está bien pensada y mejor construida, refleja de modo exacto, correcto y equitativo la pluralidad de intereses que existe en toda sociedad humana, intereses que no son solo divergentes, sino, a veces, abiertamente opuestos entre sí. Para Otero, la buena ley realiza el milagro de contentar a todos, de reducir la pluralidad a la unidad mediante la inclusión de todos los intereses y puntos de vista, compatibilizándolos entre sí hasta donde es posible; logra la armonía (temporal, es cierto) de los opuestos, dando como resultado una sociedad avenida, funcional y que permite el desarrollo, progresivo y pacífico, de los elementos dispares que la constituyen.
Así, la ley de leyes, la Constitución de un país, es el solar común, el abrigo colectivo, el punto de concurrencia, encuentro y convivencia de la pluralidad humana. Y es por esta razón que todos la reconocen como tal, la aprueban, la apoyan y la acatan, y buscan hacerla efectiva en cada caso, problema o conflicto, individual o colectivo, en que haga falta un criterio imparcial y superior al de los actores en litigio. “… el problema consiste en atar de tal suerte las «partes que compongan un mismo pueblo, que tengan todos los rasgos de la fisonomía nacional, que reconozcan un punto de unión, un cetro que ayude a cada uno en su carrera, que la defienda de todos los peligros, que la proteja en todo lo que necesite, que arregle todos los puntos que deben ser uniformes, y que fuerte y poderoso solo para estos objetos, concilie la independencia de la administración interior con la unidad nacional y la defensa exterior…»” (Reyes Heroles, p. 24).
Es de este apoyo y acatamiento de todos de donde nace la fuerza ordenadora y cohesionadora de la ley, según don Mariano Otero; y en esto mismo reside la razón y la necesidad de que nadie, y menos los gobernantes y los poderes públicos, se atrevan a vulnerarla alterando el delicado equilibrio que la hace respetable y vigente para todos. Don Mariano Otero se preocupa, en este sentido, de los derechos de las minorías; previene a las mayorías contra la casi inevitable tentación de abusar de su fuerza desconociendo, hostilizando y agrediendo a esas minorías. Postula la necesidad no solo de respetarlas, sino de compartir con ellas el poder concediéndoles el derecho a estar representadas, proporcionalmente, en los distintos órganos de gobierno, en particular, en el poder Legislativo. Excluir a las minorías del poder, y con mayor razón discriminarlas, hostilizarlas y perseguirlas, es romper el frágil y delicado equilibrio de las leyes, empujándolas a actuar y a defenderse fuera de esa ley y de los órganos de poder de donde se les expulsa y excluye. Este proceso, si se continúa y ahonda lo suficiente, acabará en choque violento de las fuerzas en pugna, esto es, desestabilizando a la nación. Esta es la gran responsabilidad que contraen quienes, engallados y ensoberbecidos por ser mayoría, optan por quemar la casa tratando de calentarla.
Preocupantes signos o síntomas de una conducta semejante, han comenzado a asomar en el panorama nacional. El aplastamiento irracional, burlón e innecesariamente hiriente de la mayoría morenista en ambas cámaras del H. Congreso de la Unión, de las fracciones minoritarias, han sido tales y tan frecuentes, que han empezado a trascender a los medios y a la opinión pública, a pesar de que las víctimas, por alguna razón, han preferido guardar silencio. La “consulta popular” sobre el aeropuerto en Texcoco (me refiero a la consulta, no al fondo del asunto, que tiene poco interés para mí) también es vista como un exceso de Morena, innecesario por supuesto, que lastimó la lógica y la dignidad de los mexicanos. Y podría seguir, pero creo que es innecesario y el espacio se me acaba.
Me sorprendió el artículo del destacado conductor de Televisa, Carlos Loret de Mola, en el que se refiere a presuntos excesos turísticos de un hijo del presidente electo (tampoco me interesa aquí el fondo del asunto) en la parte en que dice: “Al presidente electo se le ha hecho muchas y muy respetuosas llamadas para que modere su lenguaje. Para que entienda que las palabras cuentan, que las expresiones de desprecio a quienes piensan diferente a él solo acarrean violencia verbal que –nadie lo desea, quiero pensar que ni él- puede traducirse en violencia física. Hasta ahora, no parece importarle: sigue lanzando injurias, infamias, estigmatizando, haciéndose el gracioso con dichos y términos que buscan disminuir a quien lo cuestione”. Hasta aquí Loret de Mola. Por supuesto, no creo que al escribir lo anterior, el columnista tuviera en mente, también, lo que hemos sufrido los antorchistas. Ya se sabe que lo último que haría una pluma “respetable” sería defender a esa “lacra” que es para ellos el Movimiento Antorchista”. No obstante, objetivamente, es decir, en los hechos, estamos entre los agraviados en nombre de quienes protesta Loret de Mola, porque también a nosotros se nos ha herido, ninguneando y acusado sin prueba alguna y sin juicio de por medio, y se ha prometido negarnos toda atención y todo derecho a hablar en nombre de nuestros representados.
Pero lo que para Loret de Mola es apenas un peligro, para nosotros es ya una realidad. Hace dos semanas que, en este mismo espacio, denuncié los terribles asesinatos de antorchistas en Oaxaca, los sospechosos accidentes mortales en Sinaloa e Hidalgo, el robo de la elección de alcaldes en Santa Clara Ocoyucan, Cañada Morelos y Cuayuca de Andrade, en Puebla, y el brutal asesinato de la dirigente antorchista Nancy López García, en Huamantla, Tlaxcala. Todos estos crímenes, dije, ocurrieron después de iniciados los ataques verbales del presidente electo.
Hoy tengo nuevas denuncias que hacer. El diputado plurinominal por una circunscripción del Estado de México, Dr. Brasil Acosta Peña, y la maestra Aleida Ramírez Huerta, jefa del Comité Estatal Antorchista en Yucatán, recibieron sendas amenazas de muerte mediante feroces y soeces anónimos, en los cuales se les trata en los términos más viles y canallescos. Ambas personas no pueden ser más limpias e intachables en su vida privada y pública, y es imposible, por eso, que la amenaza provenga del crimen, organizado o no. Son, sin duda, una brutal intimidación política. El fin de semana pasado, fue secuestrada, torturada y violada tumultuariamente, en Zacapoaxtla, Puebla, una jovencita antorchista cuya vida y actividad tampoco merecen ni explican este bestial atropello en su decoro e integridad física. El evento se llevó a cabo, según las indagatorias, en un terreno propiedad de Guillermo Lobato Toral, responsable intelectual, según todas las pruebas, del asesinato de Manuel Hernández Pasión, alcalde de Huitzilan de Serdán. En los mismos días, apareció asesinado de dos balazos otro activista antorchista, éste en Chimalhuacán, Estado de México.
A nadie en su sano juicio se le ocurriría insinuar siquiera que estas gentes actúan por órdenes del presidente electo; pero es obvio que son sus ataques y amenazas, como teme Loret de Mola, los que están alentando a los criminales a lanzarse en contra nuestra, seguros de que habrá impunidad total para ellos. Tanto lo dicho por Loret como lo que yo aquí denuncio, son pruebas elocuentes de que estamos viviendo la marginación y el acoso de las minorías contra el que prevenía don Mariano Otero. Tarde o temprano, los resultados serán también los que él predijo, y no por culpa de las víctimas.