Por: Abel Pérez Zamorano
Es común escuchar que la fuerza de trabajo se vende voluntariamente, tesis que constituye un falso supuesto de la teoría del contrato, según la cual, éste es una transacción comercial completamente voluntaria, entre un trabajador que, sin ser obligado, vende sus energías, y un empresario que le compra su “mercancía”, casi como un favor que el primero debe agradecer desde el fondo de su atribulada alma; sin embargo, esta pretendida “voluntariedad” es falaz. Se trata, por el contrario, de una relación forzada, aunque sutilmente disfrazada tras la aparente libertad del trabajador, tras su capacidad de elegir –muchas veces ni eso– el tipo de trabajo, el patrón con quien quiera contratarse y el lugar donde desee laborar y establecerse. Nadie puede obligarle, teóricamente, a trabajar en un lugar y con una persona determinadas. Es libre de ir a donde quiera. La ficticia y limitada libertad de la mosca dentro del vaso. Pero veamos el asunto desde el origen.
En la sociedad precapitalista, los productores poseían medios de producción; generaban sus propios bienes de consumo, y casi no compraban nada. Solamente vendían los excedentes; en esas condiciones, nadie gustaba de ir a emplearse con un patrón, mientras pudiera contar con alguna superficie de tierra, animales y medios de trabajo. En una sociedad de mercado, mientras un ser humano tenga alguna otra cosa que vender, lo último que haría es venderse a sí mismo. Fue necesario, entonces, que para abrirse paso y garantizar el suministro de trabajo abundante para la industria, el capitalismo naciente despojara a los campesinos de sus tierras, no dejándoles otra opción que vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario.
De acuerdo con la teoría clásica, para que el trabajador antes libre estuviera dispuesto a someterse al régimen asalariado, debían cubrirse dos condiciones: no poseer medios de producción propios y ser libre para ir a venderse a donde quisiera, para lo cual era necesario que fuera efectivamente dueño de su fuerza de trabajo, que no la tuviera enajenada o hipotecada con nadie, por ejemplo con un esclavista o un señor feudal. Dicha libertad fue el propósito de revoluciones como la francesa de 1789 o la mexicana de 1910-1917, que liberaron a los campesinos, siervos de la gleba o peones acasillados de las haciendas. Libertad fue el grito de guerra de ambos movimientos sociales, pero libertad del trabajador para venderse. Atrapado ya en las nuevas relaciones sociales, resultó inevitable que el trabajador tuviera forzosamente un patrón, cuya raza, nacionalidad, partido político, sexo o religión no importan, pues pueden ser uno u otro, sin que por ello la relación pierda su carácter forzoso.
Para reforzar en el trabajador la sensación de libertad, se le ofrece como alternativa la posibilidad de autoemplearse, para ser “patrón de sí mismo”, falsa solución, pues en primer lugar la gran masa de trabajadores apenas si tiene para atender sus necesidades más elementales, y si acaso algunos de ellos tuvieran algo para invertirlo, los grandes monopolios y corporativos barren a las pequeñas empresas o unidades de producción, como ocurre hoy en el campo y en todos los sectores, de manera acelerada por la crisis. Ni las microfinanzas ni los microchangarros son verdaderas opciones. Lo fundamental de la economía, el grueso de la producción, es movido por el trabajo asalariado.
Ahora bien, atrapado inexorablemente en esta red de araña, el trabajador queda de nuevo convertido en súbdito del patrón, del que sea, al interior de una empresa cualquiera: dejó de ser esclavo, siervo de la gleba o peón acasillado para poder, libre al fin, ir a contratarse a una empresa, donde quedaría, de nuevo, sometido al poder de un patrón. Triste libertad la suya el poder escoger quién le exprimirá sus energías, como la de aquél a quien concedieron libertad para elegir en qué árbol quería ser ahorcado.
Y ya presa de esa su nueva relación laboral, siente sobre sí el pesado poder del empresario, aquel que antes le ayudara a conseguir la tan ansiada libertad. Ahora, éste, gracias al monopolio en la propiedad de los medios de producción, detenta un poder omnímodo dentro y fuera de la empresa, aunque, ciertamente, este último, algo encubierto. Pero el primero es absoluto.
Hacia el exterior de las empresas se predican democracia e igualdad formal ante la ley de todos los ciudadanos; pero al interior reina un poder totalitario, con el patrón como monarca absoluto. Tiene la sartén por el mango, y de ahí su poder total para decidir no solo sobre el proceso productivo, sino sobre la vida misma de los seres humanos que ha empleado. Él decide cuántos trabajadores contrata, y a quiénes. Determina los horarios de trabajo y las actividades de cada trabajador. Ejerce sistemas de vigilancia, las más de las veces indignos y humillantes; establece el monto del salario y puede despedir a cuantos quiera cuando perciba que “sobran” trabajadores. Hoy, en plena crisis, las empresas están despidiendo cada vez más personal, sin consideración humana alguna.
Y si acaso alguna ley restringe, aun débilmente, este poder total, los empresarios se unen para reclamar la eliminación de los “estorbos jurídicos”, exigiendo desregulación, mercado laboral flexible, contratación por horas. Se declara la guerra a los sindicatos, tachándolos de perniciosos y corruptos, como ocurre hoy con el sindicato minero. Y como complemento, a los líderes que se someten a la voluntad de los patronos se les premia por “comprensivos” y flexibles.
¿Qué pueden hacer los trabajadores ante esta situación? En mi opinión, en lo inmediato, aprender a resistir los abusos, convirtiendo a los sindicatos en auténticos mecanismos de defensa, cuya lealtad esté con el trabajador, no con el patrón. Pero deben entender también que esto es solo un atenuante, un acto de elemental defensa propia. La solución de raíz es que sepan que deben influir en el gobierno y en la formulación de leyes, para defenderse de todo tipo de arbitrariedad laboral. Y a los propietarios les quedará siempre la opción: o moderan su ambición, o dejan la propiedad en manos del Estado, para que ésta sea organizada de manera más justa y racional.