Por: Aquiles Córdova Morán
Solo en los más remotos orígenes de las sociedades humanas resulta válida la explicación por causas naturales (clima, topografía, animales domesticables, cereales susceptibles de mejorarse y cultivarse, abundancia relativa y fácil acceso a los metales más maleables, etc.) de las desigualdades en el desarrollo material y espiritual de los pueblos. Pero desde el momento en que ese mismo desarrollo creó cierta prosperidad, minimizó la dependencia del hombre respecto de la naturaleza y tal explicación dejó poco a poco de ser cierta, hasta convertirse en una mentira total en nuestros días.
Ahora sabemos que la persistencia y ahondamiento de esa desigualdad ya no se explica por factores naturales sino por razones en el fondo económicas. O, dicho brevemente, por razones estrictamente humanas. Sabemos que, gracias a la división social del trabajo y a la organización de la sociedad en clases sociales, una de las cuales, la mayoritaria, se hizo cargo de la producción directa de los bienes necesarios para la vida, mientras que la otra, una ínfima minoría, se reservó el papel de coadyuvante y dirigente de la primera y se hizo dueña del producto social, la riqueza material de los pueblos dio un gran salto hacia delante, se hizo ingente, segura y predecible. Pero también volvió antagónica la relación entre productores directos y dueños de la producción; ahondó y consolidó la desigualdad interna de la sociedad y, junto con esto y como consecuencia, aparecieron personas y grupos dedicados a la producción, no de riqueza material, sino de conocimientos y de productos culturales. Con la riqueza, la civilización humana se aceleró también y se aceleró su independencia de la naturaleza.
Pero no todos los grupos humanos accedieron al mismo tiempo a esta fase del desarrollo. Llegaron primero aquellos que, en los orígenes, habían sido más favorecidos por las condiciones y los recursos de la naturaleza. Estos pueblos, sin embargo, solo por un corto período histórico pudieron vivir aislados del resto, confinados dentro de sus propias fronteras. Su misma riqueza pronto los obligó, por una parte, a buscar mercados cada vez más lejanos para sus productos excedentes; y, por otra, a buscar alimentos, materias primas y mano de obra barata (o gratuita) para sus minas y talleres artesanos. Por eso, los pueblos “ricos”, “industriosos” y “sabios” que hoy admiramos, fueron al mismo tiempo pueblos expansionistas, invasores y finalmente imperialistas. Esta es la explicación del surgimiento de los imperios antiguos más representativos en este aspecto: el de los griegos y el de los romanos.
Estos imperios antiguos, pues, igual que los modernos, pudieron mantener su hegemonía y riqueza gracias a la explotación de los pueblos atrasados, dando lugar a lo que Trotski llamó el “desarrollo desigual y combinado” de las naciones. En síntesis: la división del trabajo y de la sociedad humana en clases con tareas y derechos diferentes que las obliga a luchar entre sí, no fue un error, ni el capricho ni la perversidad de nadie, sino fruto natural e ineludible del desarrollo histórico de la sociedad, y por eso significó un salto adelante en la producción de riqueza material y de bienestar para todos sus miembros. Al mismo tiempo, concentró la riqueza en pocas manos, elevó la producción y la productividad del trabajo, promovió así el comercio exterior y la búsqueda de alimentos, materias primas y mano de obra más allá de las fronteras propias y fue la causa motora del nacimiento de los imperios, es decir, de la explotación de unas naciones por otras. La desigualdad interna se trocó así, de manera natural e inevitable, en desigualdad entre naciones y países.
Por tanto, la riqueza y el poderío de las naciones “avanzadas” es fruto directo del atraso, la pobreza y el sufrimiento de las naciones débiles y rezagadas, que formaban y forman la inmensa mayoría del planeta. Ambas constituyen las dos caras de una misma moneda. Esta explicación, naturalmente, jamás fue ni será aceptada por los beneficiarios de tal estado de cosas. La rechazan y la han rechazado siempre, y se han dedicado a inventar gran número de “teorías”, todas deleznables, para eludir su responsabilidad. Una de ellas, y no la menos perniciosa, es el racismo, “teoría” inventada por el imperialismo británico, que sobrevive disimulada y maquillada en el imperialismo norteamericano y que con Hitler mostró todos los horrores que es capaz de cometer.
Según esta “teoría”, los pueblos ricos lo son por pertenecer a una raza superior, más inteligente, creativa y fuerte que las demás, mientras que los pueblos pobres lo son, y lo serán siempre, por pertenecer a una raza inferior, nacida para servir y obedecer. Con semejante “teoría”, carente del más insignificante fundamento científico, las clases dominantes de los países ricos (que no sus pueblos) pretenden justificar no solo su riqueza, sino también y, sobre todo, su derecho a dominar y explotar a los países pobres.
Pero no es así. Existen pruebas de sobra que demuestran que el desarrollo mayor y más acelerado, por ejemplo de Inglaterra en el siglo XIX y principios del XX, se explica por la colonización de África, la India y China, por las materias primas baratas que le llegaron de América (el algodón destacadamente) y por el mantenimiento de una agricultura servil en el Este de Europa y Asia para alimentar en forma barata a la población de sus grandes ciudades industriales. Es un hecho documentado que casi el planeta entero contribuyó al engrandecimiento del Imperio Británico, contribución que pagó con el hambre, la pobreza y la incultura de sus propios pobladores.
Es claro que la situación actual no es más que producto del desarrollo y consolidación de esa misma política de explotación y dominación de los países débiles por los fuertes de que hablamos. Hoy, gracias a tal política, el mundo parece un inmenso océano de pobres y hambrientos dentro del cual emergen pocas y pequeñas islas de riqueza y prosperidad. El problema migratorio, cuyo agravamiento estamos presenciando hoy, no es más que la consecuencia necesaria de semejante estado de cosas; es el tímido oleaje del mar de pobres que buscan colarse como sea en el mundo de los ricos y privilegiados, los cuales, como es natural, los rechazan y se defienden con todo de semejante asalto.
Uno de los pocos cambios, significativo por cierto, que esa política ha experimentado, es el papel del poderosísimo aparato mediático (radio, televisión, prensa escrita, libros, películas, a los que se acaban de agregar computadoras, tabletas, teléfonos “inteligentes” y más) puesto a funcionar para el control y sometimiento de los países pobres a los intereses del capital monopolista. A través de estos medios, y sin sentirlo, se nos hace admirar a los súper héroes del imperio, su estilo de vida, sus logros y sus conquistas; se nos instila sutilmente el veneno ideológico de que esa prosperidad se debe a que son inteligentes, creativos, geniales inventores y descubridores, una raza fuerte, dominadora y envidiable, mientras nosotros, las “razas inferiores”, no servimos para eso.
Este lavado de cerebro está alcanzando los límites de lo absurdo, de lo irracional, como lo pone de relieve la actual emigración masiva de hondureños y centroamericanos hacia Estados Unidos. Estos hermanos humildes y sencillos no alcanzan a comprender que la nación que ven como un paraíso de riqueza y justicia y a la que aspiran pertenecer aún a costa de su vida, es la principal culpable de lo que sucede en su propia patria. No se inquietan ni se ofenden porque el prepotente líder de esa nación, que los odia y los desprecia, los trate como limosneros y los amenace, en vez de reconocer sus culpas y buscar un remedio serio y profundo a sus daños. Amenaza con cortarles la “ayuda” que, dice, generosamente les ha brindado hasta hoy, con lo cual agravará el problema en vez de solucionarlo. Y la gente no reacciona ante esto. ¿No es absurdo? Se dice que la caravana de hondureños marcha por valles, selvas y ríos, gritando irritada ¡fuera JOH! (siglas del presidente hondureño impuesto por Estados Unidos), pero huye de su país hacia el norte en vez de enderezar su fuerza, su coraje y su decisión de jugarse la vida, en contra de ese títere y de sus patrocinadores, para derribarlo del poder, tomar en sus manos las riendas de Honduras y crear un gobierno del pueblo y para beneficio del pueblo. ¿No es absurdo e irracional? Es el nefasto resultado de la manipulación mediática.
Nosotros, los mexicanos, como dice el presidente, no podemos volvernos como fieras desalmadas en contra de los desamparados que llaman a nuestra puerta; pero debiéramos hablar más claro y fuerte al imperio para que asuma su responsabilidad y aplique verdaderas soluciones a la miseria centroamericana que él mismo provoca, empezando por dejar de apoyar a dictadorzuelos como José Orlando Hernández. Decir simplemente que daremos asilo y trabajo a nuestros hermanos en desgracia, es hacerle el quite al imperio y es incitar a que nuevos miles (y tal vez decenas de miles) de migrantes emprendan camino hacia México. ¿Y qué haremos en ese caso? ¿Bastarán el Tren Maya y el desarrollo de Tehuantepec para absorber a esos necesitados de empleo, alimentación, vivienda, educación, salud, etc.? Sí, donde come uno comen dos. Pero no una descontrolada oleada de miles de descontentos, que bien pueden volverse en contra nuestra si llegaran a decepcionarse de nuestra hospitalidad. ¿Y los verdaderos culpables? ¡Bien, gracias!