El olor a ácido láctico emanado de los pies, diferente en cada individuo, atrae a estos insectos.
La capacidad de percibir la temperatura es un sentido fundamental para los insectos. Dicha termorrecepción está implicada en las preferencias ambientales, en evitar condiciones dañinas y, en el caso de los hematófagos, en reconocer y localizar a víctimas potenciales.
La sensibilidad térmica reside en receptores moleculares situados en la membrana de células especializadas distribuidas por el cuerpo, especialmente en las antenas y en el cerebro.
Los insectos hematófagos detectan y se aproximan a objetos cuya temperatura corresponde aproximadamente a la de un vertebrado de sangre caliente. La búsqueda depende de la detección de señales emitidas como el dióxido de carbono (CO₂), los olores y el calor corporal. Los receptores para detectar el CO₂ y los olores de las víctimas se han encontrado en los mosquitos, pero hasta ahora el mecanismo de la localización térmica de sangre caliente no se había situado con precisión.
En los últimos años, las investigaciones sobre el comportamiento de los mosquitos han determinado qué ayuda a los insectos a detectar señales químicas volátiles a distancia. Los factores que los mantienen en su vuelo de proximidad mientras se preparan para posarse sobre su víctima han sido muy difíciles de identificar. Un artículo de investigación publicado recientemente expone los fundamentos genéticos y moleculares que guían a los mosquitos durante su vuelo hacia su cena.
En libertad, las hembras de los mosquitos muestran una insaciable avidez de sangre, pero sus congéneres criados en laboratorio a veces se muestran inapetentes. Para estudiar su comportamiento y estimular su apetito, el grupo de investigadores que firma el artículo los mantuvo bajo iluminación artificial y, para imitar los estímulos que habrían encontrado al aire libre, utilizaron varias señales sensoriales: el calor de un disco de metal calentado, bocanadas de dióxido de carbono y el atractivo aroma humano que emana de calcetines sin lavar.
Los mosquitos criados en laboratorio respondían a esos estímulos. Pero no lo hacían los miembros de poblaciones a los que se había modificado genéticamente para que dejaran de expresar un termostato molecular, el IR21a, situado en las antenas. Al bloquear el termostato, los mosquitos ven mermada su capacidad de detectar calor y son más remisos a buscar sangre humana.
No hay mayor reclamo para los mosquitos hembra que un cuerpo rebosante de sangre tibia. Pero, para que finalmente consigan encontrarlo, es necesario que encajen ciertas señales sensoriales estimuladoras. En primer lugar, actúan las emanaciones de CO₂ procedentes de la respiración, que los estimulan para localizar objetivos situados hasta una distancia de unos cincuenta metros.
Luego, si las emanaciones provienen de un grupo, los mosquitos eligen a las víctimas que les parecen más apetitosas. La discriminación tiene lugar según el olor corporal, relacionado con las colonias de microrganismos que convierten el sudor en ácidos orgánicos volátiles como el láctico. Una vez que se encuentran a un palmo de distancia de su presa, sus sensores térmicos de corto alcance y el olor corporal comienzan a funcionar, allanando el camino hacia el trozo de piel que se les antoje más sabroso.
La detección térmica de los mosquitos
Aunque en principio pueda parecer sorprendente, para descubrir la estrategia de detección térmica de los mosquitos los investigadores eligieron moscas de la fruta del género Drosophila. Como los mosquitos hematófagos descienden de ancestros que no se alimentan de sangre, los investigadores querían dilucidar si la aparición de la búsqueda de calor y la alimentación de sangre inducida por calor en los mosquitos implicó la generación de nuevos termorreceptores o la reutilización de otros preexistentes.
Por eso, aunque las moscas de la fruta están alejadas de los mosquitos por apetencias nutricionales drásticas y por unos 200 millones de años de evolución, ambos comparten mucha maquinaria molecular.
Los investigadores se centraron en el IR21a, un receptor que ayuda a las moscas de la fruta a detectar y migrar hacia temperaturas más frías para evitar el sobrecalentamiento.
Cuando, utilizando tecnología CRISPR, los temibles mosquitos Anopheles gambiae fueron modificados genéticamente para anular el IR21a, dejaron de ser atraídos por microtermos de laboratorio calentados a 37 ⁰C , un objetivo irresistible para los mosquitos normales.
Los experimentos del equipo demuestran que IR21a funciona tanto en moscas de la fruta como en mosquitos, pero con una diferencia fundamental. Ayuda a las primeras a evitar el calor, mientras que hace que los segundos naveguen hacia él.
Eso sugiere que los mosquitos reutilizaron un gen evolutivamente antiguo en un nuevo circuito celular al que le dieron una nueva función: en lugar de usarlo para la termorregulación, como hacen las moscas de la fruta, los usan como radares para detectar organismos de sangre caliente.
Los mosquitos sin IR21a mostraron menos interés en la sangre entibiada que se les suministraba en un platillo caliente unido a la parte superior de su jaula de malla, aunque esa era su principal fuente de alimento. Sin embargo, anular el IR21a no basta para desconcertar por completo a un mosquito hambriento.
Para estimular a los mosquitos sin IR21a, los investigadores inyectaron en la jaula aire enriquecido con dióxido de carbono y colocaron trozos de calcetines y medias sin lavar alrededor de los platillos. Los trozos procedentes de algunos miembros del equipo demostraron ser atractivos más potentes que los de otros.
De ahí se deduce que el olor a ácido láctico emanado de los pies, diferente en cada individuo, realmente los atrae y explica que cuando uno se pone a tiro los mosquitos pierdan altura y vuelen directamente hacia los tobillos.
¿Por qué esa afición a buscar los tobillos?
Porque actúan como chimeneas por las que suben las emanaciones volátiles de los pies, en cuya zona plantar se concentran 250 000 glándulas sudoríparas, una cantidad que supera a la de cualquier otra parte accesible de nuestro cuerpo.
Otras zonas con gran concentración sudorípara son las palmas de las manos (las chimeneas serían los antebrazos) y la región frontal de la cara (en este caso por la emanación de las orejas), otros dos de los campos de aterrizaje preferidos por los mosquitos.
En cualquier caso, el experimento indica que los mosquitos son especialmente hábiles para encontrarnos. Con tantas señales sensoriales diferentes que los estimulan, intentar anular una sola vía nunca será suficiente para impedir esa habilidad forjada durante millones de años de evolución.
Aunque sea así, al identificar más señuelos que conducen a los mosquitos hasta los humanos, los investigadores avanzan en el camino de desarrollar repelentes más potentes, incluidos algunos que podrían alterar las habilidades de navegación de unos insectos que son vectores de enfermedades que cada año provocan 700.000 muertos en todo el mundo.
Fuente: EL PAÍS