Por: Aquiles Lázaro
Prácticamente todos los teóricos coinciden en afirmar que el principio de autonomía constituye uno de los pilares centrales de la vida democrática de cualquier país. En este registro, la autonomía puede definirse, grosso modo, como la plena capacidad de un organismo de la vida pública para diseñar un marco jurídico propio, adecuado a sus fines específicos, dentro del cual tienen lugar todas las decisiones y formas de funcionamiento que conlleva el correcto desempeño de sus funciones particulares.
La constitución de organismos autónomos en el contexto de la sociedad mexicana ha tenido un camino largo. Hoy, a más de 150 años de la gesta liberal que representó la Reforma de Juárez, la autonomía viene a representar un punto de llegada central en la difícil construcción de la vida democrática de México.
La autonomía es eje rector de múltiples organismos de nuestro país; entre los más importantes puede nombrarse al Instituto Nacional Electoral, al Banco de México, a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos o a la Universidad Nacional Autónoma de México.
Incluso desde una perspectiva crítica, puede afirmarse que la adopción de un funcionamiento autónomo ha permitido a tales organismos un marco de acción independiente del poder público. Tal independencia —aunque relativa, ciertamente— constituye no solamente un elemento interno determinante para el funcionamiento estrictamente técnico de cada organismo; visto desde una perspectiva más amplia, la autonomía cumple un papel todavía más relevante: ofrecer, dentro del propio marco democrático, la facultad de un contrapeso real ante los virtuales afanes totalizadores que puedan surgir desde el poder público.
“El principio de autonomía constituye uno de los pilares centrales de la vida democrática de cualquier país”
La historia de todas las dictaduras modernas demuestra, en efecto, que la construcción de un totalitarismo estatal recorre siempre el camino del ataque sistemático a los esquemas de funcionamiento autónomo.
El contexto político actual de México vuelve a poner el tema en el centro de la discusión. A estas alturas todos pueden darse cuenta de que existe, desde la figura misma del poder ejecutivo, una campaña que busca imponer como único su propio rumbo político. Las voces críticas no solamente son desestimadas por completo; desde la propia tribuna presidencial se les asedia incisivamente todos los días. En esa visión de país, debe mandar sin restricciones una sola voz: la del presidente.
En esta dinámica, hace ya varios meses está claro que la supuesta división de poderes, pilar vital de la democracia según la propia teoría liberal del siglo XVIII, dejó de existir.
Pero la arremetida ha escalado ahora al asalto de los órganos autónomos. La imposición de Rosario Piedra en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (desoyendo incluso la voz de la ONU), la presentación de una iniciativa de reforma electoral que vulneraría la autonomía del INE, o la más reciente presentación de una iniciativa para reformar la ley orgánica de la UNAM (iniciativa que generó una oleada de críticas hasta entre los incondicionales del presidente) dan cuenta de esta campaña por controlarlo todo, a costa de hacer retroceder la maltrecha democracia mexicana.
Todavía más: algunos novicios han sabido ir más allá de su pastor. Hace unas semanas, el gobernador morenista de Puebla, Miguel Barbosa, declaró que no permitirá que el Movimiento Antorchista Poblano consiga su registro como partido político estatal, a pesar de que había cumplido todos los requisitos normativos. Tal declaración revela, por encima de los vericuetos jurídicos, que la supuesta autonomía del Instituto Electoral del Estado no existe más: las declaraciones las toma el gobernador Barbosa. Y a pesar de que el desenlace del caso sigue abierto, en él se pueden ver con toda nitidez las gravísimas implicaciones de la violación del principio de autonomía, atropellado por un ejercicio totalitario del poder.