TRIBUNA POÉTICA
Tania Zapata Ortega
|“Durante mucho tiempo, la ‘Muerte Roja’ había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora”.
Así comienza Edgar Allan Poe (1809-1849) su magistral cuento La máscara de la Muerte Roja (1842), amarga, dura crítica a la opulencia y al egoísmo de la clase del dinero. Durante una letal epidemia, que ha sembrado la muerte en toda la región, el príncipe Próspero, olvidando el dolor de su pueblo y pensando solo en su propio placer, se ha encerrado, junto a selectos representantes de la aristocracia, en una abadía fortificada a la que ha mandado abastecer copiosamente y en la que organiza una fiesta permanente, con comida, música y entretenimiento. “En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la ‘Muerte Roja’ ”.
La rica descripción de los salones del palacio sirve a Poe, maestro del cuento universal, para ambientar el macabro asunto. Aislados en este gótico escenario, los privilegiados amigos del príncipe son felices y no temen al contagio; pero una vez cada hora, un extraordinario reloj de ébano suena en medio del jolgorio para recordarles que, tarde o temprano, todo ha de terminar, también para ellos.
Al “quinto o sexto mes de retiro”, durante un animado y excéntrico baile de disfraces, la Muerte Roja hace su aparición; los nobles la confunden al principio con un atrevido comensal; su atuendo es original y realista, pero despierta los más profundos miedos en los asistentes, que exigen conocer su identidad. Solo el príncipe Próspero se atreve a seguir al desconocido a través de los magníficos salones, para descubrir que era la Muerte Roja en persona, que había llegado hasta ahí, silenciosa y efectiva. Es inevitable imaginar a Edgar Allan Poe sonriendo al idear este final feliz del relato: damas y caballeros nobles, sin excepción, sucumben a la misma enfermedad que el resto del pueblo, al que habían abandonado a su suerte fuera de los muros de la abadía. “Y, entonces, reconocieron la presencia de la ‘Muerte Roja’. Había llegado como un ladrón en la noche y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída”.
El cuento, considerado por algunos como alegoría de la fugacidad de la salud, la felicidad y la vida, y por otros como una historia real con moraleja, recurre a la personificación de la muerte y la enfermedad misma, que adoptan forma humanoide (prosopopeya); este magnífico relato, de alcance universal, refleja la posición de su autor con respecto a las clases pudientes, insensibles al sufrimiento popular y convencidas erróneamente de que son inmunes a los males que aquejan a los pobres.
Asombrosamente actual en las presentes circunstancias, a los Prósperos mexicanos y del planeta debería quedarles claro, de una buena vez, que la enfermedad salta muros y fronteras (lo ha hecho ya) y que cerrar los ojos y continuar la fiesta adentro de Palacio, mientras el pueblo muere de hambre, solo retrasará unas horas su propio fin. El “caldo picoso” y el “mole de guajolote” hace mucho son apenas el recuerdo en algunos pueblos del territorio nacional, a donde la ayuda oficial no ha llegado; y bien harían el Ejecutivo y su claque en renunciar temporalmente a sus trenes y refinerías para comprar pan y llevarlo en especie a las comunidades que ya ahora, aisladas y sin sustento, claman por ayuda en medio de la pandemia. Mutato nomine, de te fabula narratur.