No parece una exageración, si el vendedor de recuerdos de López Obrador dice que ahora vende cubrebocas de tela y su mujer cocina una vez al día.
«No es comer cotizado, nada más se come lo básico: el arroz, sopa y frijolitos con huevito», se queja Juan Pablo González Medina, de 42 años, de Ciudad Neza. «¡Puro huevito!», se escucha por el teléfono a uno de sus tres niños.
Durante 15 años, Juan Pablo vivió al ritmo del hoy Presidente. Adonde fuera, iba vendiendo tazas, plumas, gorras, los libros de promesas. El último mitin en el que se le vio fue el del 20 de marzo en Tlaxiaco, Oaxaca, cuando ya no dejaron pasar a la gente.
El vendedor consigue ahora cubrebocas a 5 pesos y los vende en 10. Si no hay competencia, llega a vender hasta 30 al día. De ahí debe ahorrar para los 2 mil 200 pesos de renta y la comida. «Estoy desesperado, la verdad. Sí me ha llegado a la mente la locura», dice.
De las ayudas del Gobierno sabe por lo que escuchó en los mítines, aunque a ninguno de sus hijos les han dado beca.
«El Presidente ha dicho que primero los pobres y la gente de abajo, los que menos tienen, y pues en este caso yo soy uno de ellos», considera Juan Pablo.
El 8 de abril, la Secretaría del Trabajo aceptó que del 13 de marzo al 6 de abril se habían perdido 346 mil 800 empleos. De los informales apenas hay un cálculo oficial: que son el 56 por ciento. Algo así como 31 millones. Si cambian o pierden el empleo, no se reporta.
«¿Es que quién se preocupa de los informales?», reclama la costurera Andrea Vega Martínez.
Tiene 37 años, vive en Las Torres, en Tultitlán, y no sabe qué hará con casi 40 trajes de baile del Día de la Primavera y del 10 de Mayo. Los papás de quinto de primaria y de tercero de secundaria se los encargaron. Llegó el Covid y se suspendió todo.
«Los padres ya no quieren pagar y yo lo entiendo porque hacen un esfuerzo, pero quieren que les devuelva la mitad que me habían dado. No sé que les va pasar a todos los trajes que hice», dice.
Que un vecino le habló de unos préstamos, pero le piden comprobante de domicilio y de ingresos. Y la casa donde ella vive es de su suegra. Otro vecino le encargó coser cubrebocas a 25 centavos cada uno.
«¿Se imagina? Necesito hacer mil para sacar 250 pesos. Ahora ya me dijo que me va a quitar el empleo, porque le triplicaron el costo de la tela», lamenta.
Encima de todo, los trabajadores informales se quejan de que ellos padecen encerrados mientras en sus colonias algunos siguen con su vida. Así que han llegado a la conclusión de que habrá miles de enfermos del virus, miles de muertes.
«Yo lo que quiero es que si realmente esto es mentira, que las personas que lo dijeron que vean cómo estamos sufriendo», suplica la costurera que tiene un perfil en Facebook llamado Creaciones Andi.
El comerciante que por 20 años ha vendido comida a los trabajadores de la Cámara de Diputados sigue esperando un crédito de los que ha ofrecido el Gobierno.
«Solicitamos 10 mil pesos, me dieron el folio como 35 mil y desde entonces no han contestado. Igual mi sobrino que vende fruta, no le han contestado», dice Genaro Estrada de 55 años.
El último día que pudo entrar a San Lázaro a vender en un entrepiso fue el 17 de marzo.
Desde entonces, está con su mujer y su hijo en su casa encerrados, sin dinero.
«Mi esposa está desesperada. Yo también porque nosotros pagamos renta».
Paulina Díaz, de 32 años, tenía un puesto de bebidas en el Bazar del Oro en la Colonia Roma. Cuando lo cerraron por el Covid, se dedicó a limpiar casas con su mamá, enferma de los pulmones. Cuando cerró la empresa de limpieza, se dedicó a dar clases de fitness por Internet, a 20 pesos la hora.
Cuando ya nadie quiso pagar, se dedicó a ir a la Central de Abastos -donde ya hay un brote infeccioso- por la despensa de sus vecinos en la Colonia Obrera. Durante una hora se desahoga por teléfono.
«Yo nunca había estado así, sin poderles dar nada a mis padres ni a mis hijos. Y yo sé que no me debo quejar porque sé que si yo hubiera estudiado una carrera, ahorita tendría un trabajo». Luego se asoma a la calle.
«Allá afuera los muchachos salen a vender micheladas, y ahorita se me ocurre que podría pedir permiso a salir a vender algo. Algo pero no sé qué», dice.
Y parece que todo mundo ha visto algo peor. Una vendedora de zapatos por catálogo de Tultitlán dice que su vecino era repartidor de gas, pero ahora su esposa tiene que salir a vender carne por las calles.
Una trabajadora de la limpieza de Ecatepec ahora arma pinzas para colgar ropa. A 40 pesos por cada costal. Calcula que cada costal debe traer unas 4 mil pinzas. «Y mi vecina está peor…».
Con información de Grupo REFORMA