Por Gerardo Reyes Vaca
| Lo había despertado una pierna de mujer, menuda e independiente, como una aleta, alrededor de su cintura. Tenía casi cuarenta y las carnes algo flojas, pero poco le importaba porque había pasado la noche montando el mundo. No por cierto un mundo azul, lleno de tierra y agua, sino más bien uno guerrero y rojo, suavizado por una lenta savia que corría de adentro hacia afuera como miel o lava. Un rayo de luz escurridizo había atravesado ya las cortinas de terciopelo. Vista así, a la luz reveladora de las diez de la mañana, aquella pierna le parecía una mercancía salida de una carnicería cualquiera, dispuesta para un banquete de ocasión. Eso o un miembro suelto de maniquí, como aquellos que los modistas en fuga dejan a su paso en los locales vacíos. Y, sin embargo, su peso era el peso de una pierna, leve y reconfortante. Pensó en quitársela de encima, tomar sus pantalones, quizá dejar algunos billetes como propina para asegurar futuros encuentros y salir a caminar la calle. Afuera ya habrían abierto las panaderías, las carnicerías y los locales abandonados por modistas en fuga, uno que otro mendigo andaría estirando la mano y perros, gatos y otras criaturas nocturnas caminarían, como él, soñolientos y agotados bajo el sol de julio. Pensaba en todo esto, pero sin moverse un centímetro en aquella cama. Para cuando terminó de decidirse, la pierna ya no estaba. Entonces se sobresaltó. ¿Había sido todo un sueño? Sus pantalones seguían en el suelo y las sábanas revueltas. Seguramente aquellos pensamientos de salir de la cama para andar la calle lo habían agotado. Sí, eso debía ser. Por eso no se enteró de cuándo o cómo aquella pierna abandonó el cuarto. Esta vez se levantó sin gran esfuerzo, se puso los pantalones y antes de salir de aquel cuartucho, en busca del mundo azul que lo ahoga y lo hace morder el polvo, recoge unos billetes y una nota de la mesita de noche que dice:
– Por si vuelvo.
Aquella pierna, larga y juguetona, aún en la frontera de sus cuarenta años, había descubierto quién era el carnicero y quién la mercancía. Y amargo, salió a la calle a caminar como los perros, sin rumbo.