Dimas Romero
| Entre junio y septiembre del 2006, Oaxaca fue testigo de un conflicto político sin precedentes que inició cuando una manifestación de la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) fue reprimida por la policía estatal, tras lo cual, 300 organizaciones, sindicatos, asociaciones y comunidades formaron la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), cuya principal demanda fue la salida del entonces gobernador, Ulises Ruíz Ortíz, a quien se responsabilizó de la agresión.
El antecedente fue la lucha del magisterio para obtener de nueva cuenta el pago de 65 días adicionales de salario suspendido en 2003, pero el resultado no se debió sólo a esta lucha; confluyeron otros intereses y circunstancias que rebasaron las demandas del gremio. Por ejemplo, algunas corrientes al interior de la Sección XXII intentaban debilitar el mandato de su dirigente, Enrique Rueda Pacheco, razón por la cual el acuerdo aceptado por el gobernador de reanudar la entrega del citado pago no fue suficiente; se buscaba generar inconformidad; el camino fue la radicalización de las protestas que tuvieron por respuesta la represión estatal por considerar el proceder como una traición al acuerdo. Dos eventos más tensaban el ambiente: el proceso electoral de 2006 en que se elegían Presidente de la República y diputados federales, y el endeble triunfo con que el PRI había recuperado el gobierno de la capital en 2004, por sólo 2868 votos ante Convergencia. Por si faltara algo más, el gobierno de Ulises Ruiz endureció la política de solución de demandas a las organizaciones sociales, ante cuyas manifestaciones recurrió a la represión, generando con ello una gran inconformidad en amplios sectores (Hernández, 2017).
Este movimiento social, que significó la unión de un gran número de organizaciones y grupos políticos, cuyo tamaño y radicalismo provocaron la desaparición de los poderes institucionales en la ciudad de Oaxaca, con el gobernador ausente y el Congreso del estado sesionando en casas particulares, admite variadas interpretaciones, pero cualquiera que sea la orientación que se dé a éstas, cabe preguntarse, ¿qué progreso trajo para los manifestantes? ¿Tuvo un impacto positivo para los sectores que vieron entonces la necesidad de expresar su inconformidad en la solidaridad con el magisterio oaxaqueño? La respuesta no la da la pluma, la da el entorno social y la difícil realidad que enfrenta el estado en el que esa inconformidad amenaza con revivir incrementada.
El malestar de varios sectores sociales se desfogó en la solidaridad con esta lucha magisterial, víctima de un gobierno represor que también ignoraba sus demandas de obras y servicios. Este fenómeno permitió, por un lado, que los principales ganadores fueran los líderes que lograron encumbrarse en los puestos del poder actual, mientras el magisterio quedaba dividido y sus bases insatisfechas; por el otro, el radicalismo de las organizaciones que se sumaron a su lucha generalizó y potenció como táctica de presión los bloqueos sistemáticos y los daños a edificios y bienes públicos para obtener atención a sus demandas, facilitando que actores políticos de distintos gobiernos hicieran del control de esas organizaciones y grupos, el capital de negociación para mantener su poder, al tiempo que generaron repudio en la sociedad oaxaqueña hacia todo tipo de manifestaciones, sin importar quién las encabeza y menos aun si son genuinas o no.
Al final, los grandes perdedores del conflicto son los amplios sectores de la sociedad oaxaqueña, que buscan en la organización social el instrumento necesario para solucionar sus demandas más sentidas, pero cuya efectividad ha sido mermada por los funcionarios y los medios de información a su servicio, que han aprovechado la estigmatización de este derecho constitucional, para negar o administrar la solución de obras y servicios. Esto se comprueba porque a pesar de varias décadas de luchas sociales en el estado, según el índice de Progreso Social 2019, elaborado por la Organización Social Progress Imperative, Oaxaca ocupa el desalentador lugar 31 de 32; 8.l1 puntos por debajo del promedio nacional y 14.92 puntos por debajo de la entidad mejor evaluada. El rubro que tiene los puntajes más bajos es el de Necesidades Humanas Básicas con 72.73, que contempla agua y saneamiento, por ejemplo, con apenas el 0.34% de oaxaqueños con acceso a ella en el hogar y sólo el 0.91% con servicio sanitario exclusivo en su vivienda.
Si esta situación era ya de por sí preocupante, se torna peligrosa en el contexto actual, pues producto de la pandemia, Oaxaca alcanzó la cifra de 20,254 contagios y 1,595 defunciones por covid-19, y además de la pérdida de empleos y cierre de empresas, según el Coneval, el porcentaje de población con un salario inferior al costo de la canasta básica pasó de 37% a 45%. A esto se suma el creciente clima de violencia por la impunidad con que operan grupos de poder en distintas regiones del estado, y que ha provocado masacres que permanecen sin castigo, como la de San Mateo del Mar en el Istmo, en la que murieron 15 indígenas hace apenas unos meses, o el sonado problema agrario en la Mixteca en el que grupos de poderosos de San Juan Mixtepec han agredido sistemáticamente a los habitantes de Santo Domingo Yosoñama, cuyo resultado ha sido la muerte de más de 31 indígenas, 3 de ellos el pasado 5 de octubre, sin que las autoridades de los distintos niveles de gobierno hayan actuado para prevenir este último ataque, a pesar de las advertencias de las autoridades del núcleo agrario.
Concluyo: las heridas sociales abiertas desde 2006 no han cicatrizado, pues no hubo atención adecuada a la inconformidad que encontró una válvula de escape en el conflicto pasado; y la molestia social ha ido en aumento peligrosamente, por lo que actores políticos y sociedad debemos tomar nota del frágil momento que vive Oaxaca y actuar en consecuencia. La agudización de problemas como la pobreza, la injusticia social y con ella la violencia, ante los dos procesos electorales que se avecinan, pueden configurar un conflicto social de lamentables consecuencias.
Ante este panorama, como representante de más de 65 mil oaxaqueños, es mi deber solicitar a las autoridades la atención urgente de las necesidades de los sectores sociales empobrecidos y sobre todo, de sus demandas de justicia, pues ante los estragos del coronavirus, pueden caer en justificada desesperación. A las organizaciones sociales las invito a reivindicar nuestros liderazgos abandonando las prácticas que restan autenticidad a las demandas y deslegitiman la manifestación, vital instrumento constitucional de las mayorías; y a formar una gran coalición de fuerzas progresistas, cuya tarea primordial sea la obligación histórica de poner de pie al pueblo de México, concientizándolo acerca de su importante papel en la verdadera transformación de nuestro país, no como espectador sino como ente activo, con la participación decidida de los liderazgos naturales de cada comunidad, centro poblacional o colonia. La hora de las auténticas fuerzas progresistas ha llegado.