El ambiente y la realidad de México siguen siendo de incertidumbre ante condiciones que se ponderan como sumamente difíciles y que se agravan por la crisis sanitaria atribuida a la pandemia por el COVID-19 y sus consecuencias económicas. Ese es hoy el panorama que las personas sentimos y vivimos, angustiadas, por los problemas sociales derivados de la pandemia, pues a la vulnerabilidad de la incertidumbre sanitaria se ha sumado la pérdida de empleos, la disminución de los ingresos y la agudización de las desigualdades. Es a todas luces una realidad que todos estamos padeciendo y que sería absurdo tratar de negar.
En ese estado de las cosas, en el que abundan las historias de tragedias que viven muchas familias por los motivos señalados, todo indica que en la arena política no hay cabida para priorizar estos temas, puesto que el quehacer político se ha convertido en una suerte de espectáculo con una secuencia de declaraciones, sucesos, polarización y temas que restan importancia a la discusión y búsqueda de soluciones prácticas y necesarias para los problemas que son urgentes para la población, pero que todo indica la disputa política margina o ha relegado a un segundo término.
Ese entorno se refleja en el Paquete Económico presentado por el Poder Ejecutivo al Congreso de la Unión para el próximo año, que incluye un Presupuesto de Egresos, un documento que no responde al tsunami de salud, económico y de derechos humanos que exige el momento actual. Nuestra revista Brújula Ciudadana recoge varias reflexiones al respecto con énfasis en temas no solo económicos, sino en las aristas sociales, el impacto en la atención a la población mexicana residente en el exterior, la educación y las políticas de seguridad, además de la situación de las entidades federativas por la contracción del gasto federalizado.
La parte más grave, de acuerdo con las cifras oficiales, está en las expectativas de crecimiento. Los Criterios Generales de Política Económica para 2020 señalan un PIB de -8% para 2020, un rebote de 4.6% en 2021 y un promedio de 2.5% para el periodo 2022-2024, mientras que el promedio de los agentes del mercado proyecta un desplome de -10% en 2020 y al menos un PIB de 2% en 2021, lo que implicará menos empleo, menos bienestar y mayor marginación y pobreza.
Sin embargo, lo más lamentable del Presupuesto de Egresos no es su poco realismo en cuanto a las metas macroeconómicas que se han planteado con estimaciones muy optimistas y lejanas a las posibilidades reales de concreción, sino que este no responde, como constitucionalmente debería ser, a criterios humanos y a las necesidades serias y urgentes de la gente.
En su lugar, las prioridades para el gobierno federal las ocupan sus obras y programas asistenciales, cuyo impacto está lejos de atender de manera efectiva la realidad de los sectores tradicionalmente más desprotegidos y tampoco a los nuevos desempleados, cuya pérdida de ingresos los coloca en el umbral de la pobreza. Al respecto, baste citar que el Observatorio del Trabajo Digno (OTD) concluyó que la crisis económica por la pandemia del COVID-19 provocó que 61% de la población viva en pobreza laboral, que significa que 76 millones 833 mil personas en México no tengan los recursos suficientes para comer bien, pese a que alguno de los integrantes de la familia tiene un empleo remunerado. En esa línea, de acuerdo con el Índice de la Tendencia Laboral de la Pobreza (ITLP) -que elabora el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL)-, con el confinamiento a causa de la pandemia, 61 millones 466 mil personas (49% de la población) no le alcanzó para comprar la canasta básica. A esa situación se suma la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) al estimar que la pobreza en México incrementará en 7.6% en este año, al pasar de 41.9 millones de personas en 2019 a 49.5 millones de personas en 2020, mientras que la pobreza extrema crecerá 6.3%, al crecer de 11.6 millones a 17.4 millones, condición relacionada con la pérdida del empleo.
Con ese marco, las familias mexicanas requieren de un presupuesto real, alejado de las ocurrencias, con la reorientación del gasto hacia rubros más apremiantes que coadyuven a reactivar la economía del país y contribuyan a mitigar las condiciones de precariedad de quienes han sido los más golpeados por las emergencias sanitaria y económica. Preocupa que, a pesar de las críticas y sugerencias internas y externas, no existen visos de postergar las obras faraónicas y destinar los recursos donde más impacto social verdadero pueden generar, es decir, a los nuevos pobres producto del confinamiento por la pandemia del COVID-19 que han provocado la pérdida de fuentes de trabajo, y aquellos que se han sumado a la informalidad debido a la caída de la economía nacional y que por esa condición carecen de la seguridad social.
Sobre lo anterior, las estimaciones más moderadas sitúan la pérdida de empleos en 12 millones de plazas debido al paro de unidades productivas obligado por la pandemia del coronavirus. En ese sentido, la CEPAL estimó que en este año el desempleo alcanzará a 44 millones de personas alcanzando una tasa de desocupación de 13.5%, por el cierre de 2.7 millones de empresas, y porque el gobierno de México sigue sin contar con algunos estabilizadores económicos como el seguro de desempleo o la canasta básica universal que le ayudarían a mitigar el impacto de las crisis económica y sanitaria. Además, la encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOEN, nueva edición), que realiza el INEGI, indica que la ocupación informal ascendió a 27.8 millones personas, a pesar de que, de acuerdo con el sondeo, en agosto pasado, se reincorporaron a la actividad productiva 7.1 millones de personas de las 12.5 millones que perdieron su trabajo en abril pasado.
De ahí que resulte preocupante escuchar hablar de un México en el que “todo va bien”, que “ya salimos de la crisis”, cuando un importante número de personas enfrenta cotidianamente dificultades dada su situación de menos o nulos ingresos, que contrasta con la indiferencia gubernamental que cree que no hay nada que cambiar, a pesar de que la realidad demuestra que es obligado discutir con la lógica, el sentido común y el ánimo de fomentar políticas públicas que sustenten la recuperación del país.
Para lo anterior es esencial abrir vetas de diálogo y estar abierto a las propuestas para compaginar la idea de entender qué es lo que sí tenemos y con qué contamos, y no lo que imaginamos y que realmente no podemos usar, pues no es lo mismo arengar desde el púlpito del poder, que enfrentar la realidad de muchas familias en cuya mesa hay cada vez menos comida y para sus integrantes menos oportunidades de salir avante en el corto plazo.
Estas son dos realidades que no se encuentra en el presupuesto ni tampoco se observa el planteamiento de respuestas a las urgencias más apremiantes de la población cuyo nivel de bienestar está vinculado a la escasez de trabajo o a un ingreso cada vez más precario, que en no pocos casos ha orillado a los hijos de un importante número de familias a dejar sus estudios e insertarse en cualquier fuente trabajo para aportar un salario a la economía familiar, como complemento para su sobrevivencia.
Este es el reflejo del país hoy día, y no aceptarlo es un error que puede terminar siendo una factura muy cara que tendrá que ser pagada por las familias y las próximas generaciones. No se trata, por supuesto, de renunciar a los objetivos de la actual administración federal de combatir y acabar la corrupción endémica, la desigualdad y de construir un México sobre la base de lo que se ha dado en llamar la Cuarta Transformación, sino que esto debe hacerse en función de las condiciones y la coyuntura que se vive en el país y, está visto, ponderando las condiciones externas.
Para lo anterior, será fundamental que en el gobierno prevalezca una tendencia política que no solo dé prioridad a su proyecto de nación, sino también que esté en función de una mejor distribución de la riqueza para salvar las vidas de los mexicanos olvidados por la crisis, lo cual solo puede ser logrado mediante el fortalecimiento de las acciones gubernamentales.
La tesis central de este razonamiento es simple: solo el crecimiento económico, el bienestar de la población y el empleo formal son las condiciones que deberán guiar la recuperación económica, pues mientras haya una mayor austeridad y un PIB a la baja, el Estado no podrá garantizar el desarrollo y el bienestar que, incluso, podría agravar los actuales niveles de violencia e inseguridad que cada día cobra niveles preocupantes. Por ejemplo, según un conteo publicado a principios de este mes por el diario Milenio, en México se registraron 2,320 ejecuciones relacionadas con el crimen organizado durante septiembre, 5.7% menos que en agosto, que tuvo 2 mil 462. En total, suman 21,478 homicidios en lo que va del año y 46,129 durante el sexenio de López Obrador. Y esa situación resulta aún más preocupante, si se presta atención al hecho de que en su II Informe de Gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador manifestara que en México ya no había desapariciones ni masacres, cuando, en contraste, de acuerdo con datos del World Justice Project en México, las masacres en el país no han cesado, documentando que en lo que va de 2020 se han registrado al menos 45 de estos casos, para un total de 320 personas a las que se les ha quitado la vida.
En ese contexto, lo único que nos queda a la ciudadanía es seguir exigiendo que nuestros impuestos se orienten a paliar la necesidad urgente del país y que no sean utilizados para complacer los deseos de poder de los políticos. Sobre todo, porque el presupuesto federal para 2021 y las expectativas del PIB proyectan una situación de crisis de gasto y de crisis económica que tendrán impactos en varios frentes en los que la sociedad será la que pague y asuma las consecuencias.
Ante esa conjugación de factores, como ciudadanía tendremos que ir construyendo nuestra propia narrativa donde se resalten las prioridades ciudadanas y no los shows de los políticos. En ese plano, la sociedad organizada está obligada a enfatizar en la urgencia de impulsar un pacto de inversión social acompañado de un conjunto de acciones y políticas programáticas de reorganización del modelo de desarrollo, del papel del Estado para reactivar procesos productivos y cadenas productivas, para convertirse en garante del desarrollo y de la estabilidad económica y social.
El gran desafío que como sociedad enfrentamos es convertir el momento actual en un escenario de oportunidades, de crear puentes entre los distintos sectores para construir verdaderas redes de solidaridad y de buscar puntos de coincidencias para soluciones comunes.
El objetivo deberá ser el de generar sinergias que tengan como prioridad contar con una visión real de nuestro contexto actual, lo cual es fundamental para crear una concepción de futuro de país en beneficio de las familias mexicanas, pero sobre todo para identificar cuáles son los siguientes pasos para lograr un cambio virtuoso que tanto necesita el país y nosotros como ciudadanos, pero también conscientes de que salir de esta problemática no será una tarea nada fácil, pues regresar a la estabilidad y al crecimiento previo a la pandemia por el COVID-19 llevará mucho tiempo.
La agenda política y económica del gobierno en turno dista de empatar con una realidad de país y de las personas que testificamos cómo en aras de consolidar propósitos ideológicos, los gobernantes apelan a un pragmatismo ad hoc a su visión de país, en el que la autonomía e independencia de órganos fundamentales del Estado como las Cámaras del Congreso e incluso la Suprema Corte de Justicia de la Nación ajustan sus decisiones a la voluntad del Ejecutivo federal.
De tal suerte, resulta evidente que la narrativa que se traza desde la Presidencia y el diseño y eventual implementación de las políticas de gobierno apuntan hacia una falta de institucionalidad que no abona a un equilibrio de poderes, para que en su lugar se ejerza el poder de una manera tendenciosa para empujar cambios que, en el discurso se presenten como transformaciones trascendentales, pero que en los hechos colocan, por definición, en incertidumbre a la población con pronunciamientos y procesos revestidos de un halo democrático, sin que exista certeza sobre cuáles serán sus efectos precisos en el corto y mediano plazos, sobre todo en cuanto a la certidumbre de futuro en su concepción más amplia y que todo gobierno está obligado a brindar a sus gobernados.
Para la sociedad, la mansedumbre no debe ser una condición, sino la de asumir una postura más propositiva que detone alternativas tangibles en favor de la población y evitar caer en la retórica afable para sus seguidores y de hostigamiento para los demás, cuando se cuestiona la secuencia de cambios políticos y económicos para que todo siga igual, que no están renovando la política, ni cerrando las brechas económicas y sociales, una situación que, en los hechos, ya no está a la altura de las promesas de gobierno.
Elio Villaseñor Gómez