El peligro que nos amenaza no es el 6 de enero norteamericano, sino el de perder las elecciones próximas y consolidar por esa vía el desastroso proyecto morenista. O, peor aún, que la oposición reconquiste el poder solo para retornar al viejo modelo contra el cual votó el pueblo
Aquiles Córdova Morán
Los sucesos recientes en Estados Unidos, particularmente la toma del Capitolio, el 6 de enero, por los enfurecidos seguidores del Presidente Trump para impedir la ratificación del triunfo de Joe Biden, han acaparado la atención de medios y columnistas de los más prestigiados e influyentes del país. Todos coinciden en calificar el hecho como un intento de golpe de estado y en condenarlo abiertamente por atentar contra la “democracia más antigua y estable del mundo”.
Desde tiempo atrás se ha venido fortaleciendo una corriente de opinión que sostiene que el mayor peligro para las democracias contemporáneas es el populismo, una ideología y un modo de ejercer la política que ha logrado colocar a sus abanderados en la cúspide del poder de varios países, por vía democrática y que, ya en esa posición, se transforman en autócratas y autoritarios que imponen (o pretenden hacerlo) su propio proyecto social sobre la población. Esa pretensión los lleva a ver en la democracia un grave obstáculo, razón por la cual buscan dinamitarla y destruirla, como acaba de intentarlo Donald Trump. Ya en ocasión anterior me permití señalar que, dada la gran relevancia que se le otorga al populismo como principal enemigo de la democracia, resulta cuando menos extraño que nadie se preocupe por explicarnos a los no iniciados cuál es el contenido filosófico, político, económico y social del populismo, cuáles son sus rasgos esenciales, qué intereses defiende y en qué fuerza social se apoya. En una palabra: que hace falta definir con rigor científico el concepto de populismo para poder aplicarlo con seguridad en el análisis de la problemática social contemporánea.
Y esto resulta tanto más necesario por cuanto que, cada vez con más frecuencia, ocurre que alguien, en una especie de juicio sumarísimo, dicta sentencia condenatoria de populismo contra Gobiernos y personajes tan disímbolos como Jair Bolsonaro, de Brasil; Vladimir Putin, de Rusia; Nicolás Maduro, de Venezuela y Daniel Ortega, de Nicaragua, por citar solo unos cuantos ejemplos. El caso que más nos interesa ahora es el de Donald Trump y el presidente López Obrador. A mi parecer, salvo algunos rasgos pronunciados del carácter de ambos (el autoritarismo, la falta de disposición al diálogo, la intolerancia frente a la discrepancia, la poca estima de las opiniones y consejos de los especialistas en temas sensibles como la pandemia y algún otro semejante) la identidad populista de los dos personajes solo puede sostenerse forzando demasiado los hechos y los datos de la realidad. Pero hay algo más importante. Atribuir toda la responsabilidad por las graves dificultades de México y EE. UU. al populismo de sus presidentes implica, necesariamente, sostener que, antes de ellos, no existían; que es, por tanto, su necio populismo el que ha generado de sí mismo todo el tiradero que van dejando tras de sí, lo cual, desde luego, no es verdad. Tal punto de vista, además, no nos permite explicarnos cómo y de dónde surge el político populista, por qué motivos se ganó el apoyo de las mayorías para llegar al poder.
Las similitudes y los paralelismos fáciles no solo no explican nada; impiden, además, ver el verdadero fondo de las cosas.
Hay sin duda similitudes y paralelismos entre México y Estados Unidos; entre Trump y López Obrador, pero son distintos, más profundos y determinantes que los que supone la simple etiqueta del populismo. Permítaseme explicarme con una pequeña fábula de Rudyard Kipling titulada “La colmena madre”, que el escritor aplicó a la Inglaterra de su tiempo. Un apicultor y su hijo llegan a revisar el apiario familiar y, al abrir el primer cajón, se encuentran con que la polilla de los panales lo ha infectado y desordenado todo. La reina ha muerto; la mayoría de las obreras han dejado de laborar y se dedican a poner huevecillos de los que surgen bichos degenerados; y las demás fabrican celdillas redondas, inservibles para formar el panal. Esto no es una colmena sino un museo de curiosidades, dijo el padre, y ordenó a su hijo destruirlo todo y limpiar el cajón para un nuevo enjambre. ¿Cómo padre—replicó sorprendido el hijo– ¿vas a culpar de todo a las abejas cuando fue la polilla la que lo corrompió todo? Y tú, hijo mío—replicó el padre–¿no estás confundiendo el propter hoc con el post hoc (el efecto con la causa)? Ningún ataque de polilla tiene éxito cuando el enjambre se halla unido, fuerte y saludable; solo triunfa allí donde la descomposición ha empezado antes del ataque.
En efecto, culpar de todo a la “polilla populista” es ignorar que ésta pudo llegar al poder e iniciar con éxito su ataque destructivo porque ambas “colmenas”, México y los EE. UU., no disfrutaban de una salud robusta y a prueba de demagogos y falsos redentores. En este sentido, debe puntualizarse que Estados Unidos nunca ha sido una verdadera democracia. En una democracia auténtica, dice Noam Chomsky, reconocido intelectual norteamericano, la opinión pública influye en la política nacional y decide cuestiones vitales de la nación. El Gobierno acata y pone en ejecución la voluntad popular. Esto, evidentemente, no ocurre en EE. UU. El mismo Chomsky afirma que la democracia nunca ha sido del agrado de las clases privilegiadas, justo porque les arrebata el poder para entregarlo a las mayorías. La democracia, agrego yo, no fue pensada ni erigida en favor del pueblo trabajador, sino para garantizar la concentración de la riqueza en manos de las clases altas, siempre una ínfima minoría en todo tiempo y lugar. Pero la concentración de la riqueza exige la concentración del poder político. Sin él, el capital tropieza con obstáculos legales y de política social que amenazan su existencia misma. Este es el fondo del choque entre el gobierno de López Obrador y la empresa privada, choque que solo se resolverá con la derrota definitiva de uno de los dos contendientes.
Es verdad que la “democracia” norteamericana real es la más antigua del planeta, pero ha durado tanto justamente porque no es una verdadera democracia, sino un mecanismo de poder de la clase rica (cuyo control se turnan republicanos y demócratas para despistar a los ingenuos) muy eficaz para mantener funcionando el círculo vicioso “riqueza—poder político–más riqueza–más poder político”, del que también habla Chomsky. El mismo James Madison, padre de la Constitución norteamericana y defensor del principio democrático en el discurso público, entre sus pares sostuvo que el sistema estadounidense debía garantizar que el poder recayera siempre en manos de los ricos, porque éstos son los más responsables y por naturaleza buscan el bien público. Y así ha sido desde entonces. Por eso se mantiene en pie esa Constitución y el sistema emanado de ella.
Y no hay que pensar mucho para convencerse de esto. En caso contrario, habría que aceptar que el expansionismo imperialista de EE. UU., incluida la injusta guerra de 1847-48 que despojó a México de más de la mitad de su territorio; las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; la “guerra fría” contra el socialismo y su reedición actual para amenazar con la aniquilación nuclear a Rusia y a China; la destrucción de Afganistán, Irak, Palestina, Siria, Libia y Egipto, por dar solo algunos ejemplos; en fin, que todos los crímenes y despojos cometidos por el imperialismo han sido decisiones del pueblo norteamericano, lo cual suena sencillamente absurdo. Son el fruto natural de las maquinaciones, oscuras y secretas la mayoría, de los verdaderos dueños y mandantes de aquel país: los grandes consorcios financieros, los gigantescos monopolios trasnacionales y el complejo militar-industrial. Son ellos los que necesitan del dominio mundial y de la guerra permanente para medrar y prosperar, no el pueblo trabajador.
El fenómeno Trump se explica de modo muy distinto al reduccionismo simplista de los predicadores de la democracia abstracta. Se debe al colapso del modelo imperialista cuyo único fruto verdadero es el incremento obsceno e incontrolable de la riqueza de una reducidísima élite de “trillonarios”, a costa de la marginación y la pobreza de las clases trabajadoras de todo el planeta, en primer lugar la de los propios Estados Unidos. Ni el mundo ni el pueblo norteamericano aceptan ya esta situación. Trump supo aprovechar ese rechazo para venderse como candidato antisistema y ganar la elección presidencial antepasada. La clase dominante norteamericana, aunque parezca increíble, hoy esta dividida y enfrentada por la misma causa. Trump es la cabeza visible de la corriente que sostiene que el colapso solo puede evitarse renunciando a la globalización económica, al militarismo, al expansionismo y al intervencionismo indiscriminado en el mundo, y concentrándose en hacer más grande y competitiva la economía para derrotar a China en el mercado mundial. De ahí su consigna de “¡Hagamos a América grande otra vez!”. Biden, en cambio, es la vuelta a la política crudamente expansionista, intervencionista y militarista que el pueblo rechazó al elegir a Trump. Por eso coincido con quienes piensan que este conflicto, lejos de haberse resuelto, apenas comienza.
La similitud con México radica en que, también aquí, el viejo sistema estaba en crisis, tanto por la concentración de la riqueza y el poder como por la corrupción del aparato de gobierno y por la marginación y el olvido de las masas populares. También aquí, el candidato López Obrador supo venderse como la opción antisistema y como la solución providencial a todos los problemas del país y de las masas trabajadoras. Fue eso, indudablemente, lo que lo catapultó a la cima del poder político. Por eso los antorchistas hemos sostenido, y seguimos sosteniendo hoy, que derrotar a Morena en las urnas es solo una parte del problema; que hace falta, además, un nuevo proyecto integral de país que procure el crecimiento y desarrollo económico sostenidos y con equidad y justicia social para todos. El peligro que nos amenaza no es el 6 de enero norteamericano, sino el de perder las elecciones próximas y consolidar por esa vía el desastroso proyecto morenista. O, peor aún, que la oposición reconquiste el poder solo para retornar al viejo modelo contra el cual votó el pueblo, lo que incrementaría sin remedio el descontento popular. Las consecuencias de una u otra alternativa son impredecibles, pero de ninguna manera optimistas ni esperanzadoras. Urge la construcción de un México real y enteramente nuevo, más justo y equitativo para todos, pero, sobre todo, para los olvidados de siempre. Esa es la lección de la elección norteamericana. Vale.