Alcanzar el bienestar común exige un cambio estructural: que la clase trabajadora y la clase media asuman el poder político e influyan efectivamente en el manejo de la economía.
Abel Pérez Zamorano
Para muchos inadvertidos resulta desconcertante (un nudo gordiano para los acólitos de Morena y del presidente López Obrador), la contradicción existente entre su discurso popular y su práctica antipopular. Rechaza aplicar un régimen fiscal progresivo, donde los más ricos pagarían proporcionalmente más impuestos (igual rechazaron en su momento Ronald Reagan, George Bush y Donald Trump en Estados Unidos –que redujeron los impuestos a los ricos–, y también los neoliberales mexicanos). El presidente impide al pueblo crear organizaciones y partidos, y a través de testaferros somete a los sindicatos, olvidando sus críticas al “charrismo” sindical. Desapareció el Seguro Popular, que atendía a 54 millones de pobres, y las guarderías infantiles; canceló lo principal de sus recursos a la Financiera Nacional, fuente de crédito público a pequeños productores agrícolas; dejó sin medicinas a los niños con cáncer, y sin el necesario equipamiento a los hospitales públicos; en un año su política ha dejado un saldo (hasta hoy) de 9.8 millones de pobres más. En fin, el presidente blasonaba de izquierdista, al tiempo que se sometía ignominiosamente a Donald Trump, representante de una fracción del capital norteamericano. ¿Cómo explican esta práctica los intelectuales que se creen de izquierda y siguen a López Obrador? Una ayuda les vendrá bien para superar su crisis existencial.
Por principio, ciertamente él domina con maestría el camaleónico arte del mimetismo. (Este concepto de la biología procede del griego: “…“mimetés”, que puede traducirse como “imitador” […] (mimetizar), en tanto, alude a copiar algo de otro o a adoptar el aspecto de las criaturas o los elementos del entorno […] propiedad de ciertas especies de plantas y de animales que son capaces de modificar su apariencia para parecerse a otros seres […]”). Su éxito para aparentar ser de izquierda siendo aliado de empresarios, se explica, en parte, sí, por habilidad personal; segundo, y principalmente, por la pobre educación política de la población, producto de añeja labor de confusión por “los de antes”, que hoy pagan las consecuencias; tercero, por la labor de críticos adversarios suyos que han abonado a esa imagen: en lugar de revelar la gran impostura, tildan de izquierdista a un político místico e identificado con el gran capital, así sea una fracción de este.
Pero la caracterización de un gobierno no depende de lo que su liderazgo diga o piense de sí mismo. El criterio de evaluación es la práctica, los resultados y acciones reales; no verlo así nos extravía en el laberinto fenoménico, y oculta la verdadera naturaleza del Estado: maquinaria política diseñada para proteger los intereses concretos de la clase poderosa, aunque utilice una envoltura retórica, disfraz o máscara. El Estado ha desempeñado en la historia el papel de protector de las clases poderosas, y seguirá haciéndolo, mientras el pueblo no gobierne. Para ello fue creado, y lo hace mediante el derecho, las fuerzas armadas y la burocracia; y enajena a las clases pobres haciéndoles creer que este es el mejor de los mundos, por lo que no se puede ni imaginar otro.
Las engaña, pues es una falsedad histórica que siempre ha habido pobres y ricos y que no hay escapatoria; aceptarlo conduce a concluir que siempre habrá clases sociales, como algo natural al hombre, no determinadas históricamente por circunstancias específicas. Surgieron (en occidente en Egipto y Mesopotamia), al desaparecer la comunidad primitiva y su equitativa distribución, cuando el desarrollo de las fuerzas productivas permitió crear un excedente por encima de las necesidades sociales de consumo y susceptible de ser apropiado en forma privada. Fue entonces que se hizo necesario el Estado, como explicó Federico Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, para proteger a los de arriba y su propiedad, e imponer su orden. Y como aparato de dominio desaparecerá, consecuentemente, junto con las circunstancias que lo determinan. Conque su función esencial, no olvidarlo, no es atender las necesidades de los desposeídos. El Estado no es un ente filantrópico.
Frecuentemente es conducido directamente por la clase privilegiada, cuyos integrantes más conspicuos ocupan los principales cargos; otras veces, mediante intermediarios. En las naciones capitalistas el Estado oculta su carácter de clase: que nadie sepa quiénes son sus patronos; así ocurrió, por ejemplo, con Luis Bonaparte, que llegó al poder con el voto campesino masivo (voto de nostalgia por Napoleón I), mas luego gobernó para el gran capital; también como Francisco I. Madero, quien tras ser elegido por voto popular, dio la espalda a los campesinos y negó el reparto agrario. Políticamente no deja traslucir al servicio de quién está, y los funcionarios dicen que gobiernan para todos, preferentemente para “los pobres”, poniendo al revés la realidad en el discurso.
Así, ¿a qué clase representa el actual Estado mexicano? A juzgar por los hechos, está en primer lugar su composición. Aparte de algunos vividores, eternos trapecistas de la política, carentes de todo principio, brilla el color dorado del gobierno: Manuel Bartlett; Tatiana Clouthier, perteneciente a las familias terratenientes más ricas de Sinaloa; Miguel Torruco, prominente empresario del turismo y la hotelería; Víctor Villalobos, identificado siempre con la transnacional Monsanto; Alfonso Romo, ministro sin cartera, acaudalado empresario; Esteban Moctezuma, expresidente de Fundación Azteca. Esa es la punta del iceberg. ¡Cuánto parecido con los gobiernos neoliberales anteriores! Pero están también sus obras, ya mencionadas al inicio, y a las que podemos añadir que: otorga espléndidamente jugosas inversiones, como el Tren Maya, a los magnates de su preferencia (por adjudicación directa, como nunca antes). Gastó únicamente el 1% del PIB en apoyo a los pobres, y a las pequeñas y medianas empresas en la pandemia, dejando un saldo de 1.1 millones de estas en quiebra, lo que hará las delicias de los monopolios, aumentando la concentración del capital en corporativos más grandes, que se quitarán de encima una miríada de competidores pequeños. ¿Es esto de izquierda?
Así las cosas, es utópico esperar otro comportamiento del Estado neoliberal; está en su ADN. Por eso, quienes depositan esperanzas en este gobierno son víctimas de una ilusión que mella el espíritu, adormece la conciencia, y lleva a admirar al supuesto benefactor y a esperar la dádiva, en lugar de luchar y exigir. Consecuentemente, alcanzar el bienestar común exige un cambio estructural: que la clase trabajadora y la clase media asuman el poder político e influyan efectivamente en el manejo de la economía. En tanto esto no ocurra, las clases inferiores obtendrán del Estado solo beneficios miserables, regateos y las más de las veces la negativa abierta y grosera a sus reclamos. Pero esto es un proceso: mientras las clases oprimidas no tengan la fuerza suficiente, deberán exigir al Estado actual, obligándole a escuchar y atender los problemas, mediante la presión social organizada; en lo inmediato restarle poder a Morena en la Cámara de Diputados, y cuando, llegado el día, adquieran suficiente fuerza, mediante un proceso democrático, tomar directamente en sus manos el poder.