El 11 de marzo se cumplió un año de que la Organización Mundial de la Salud declaró a la Covid-19 pandemia, es decir que los contagios no sólo están en un continente, y que además los casos ya no sean importados, sino debido a transmisiones comunitarias.
Cuando fue declarado pocos imaginaban que sería un año largo, doloroso y agotador. Ha sido un año que vino a cambiar nuestras vidas, a quebrantar nuestro equilibrio mental, a ahondar las diferencias sociales. Un año en que el cubrebocas se convirtió en nuestro escudo más fiable.
Quien iba a pensar que iba a ser un año que nos tocaría ver cosas impensables, que quizá ni siquiera habríamos observado en alguna película que pasan en los ahora tristes cines, casi sin aforo.
Quien iba a decir que con la pandemia nos iba a tocar ver iglesias que con su majestuosidad, iban a estar con sus puertas cerradas y sus celebraciones canceladas, o que cuando se raizaban se iban a volver un dolor de cabeza, como la del 28 de octubre por San Judas Tadeo, donde miles de feligreses acudieron al Templo de San Hipólito, pese a las recomendaciones de no hacerlo.
Quien nos iba a decir que los centros de trabajo, como las oficinas, iban a estar encerrados y que nos iba a tocar trabajar desde nuestras casas. Algo similar ocurrió con la escuela, y con su cierre se avizora una generación con niños que a edades tempranas comienzan a usar lentes por las horas que pasan frente al computador. Los planteles y sus alrededores, tan bulliciosos antes, ahora están vacíos, silenciosos y con cientos de hojas de árboles acumuladas alrededor.
Quien diría que se iban a suspender bodas y fiestas de quince años para preservar la salud y que eso pondría en jaque a la industria de organización de eventos. Quien iba a pensar que cuando se decretó la pandemia nos iba a tocar ver compras de pánico como si se fuer a acabar el mundo. Ver personas formadas con carros llenos de papel de baño, desinfectantes en aerosol, toallas desechables, sopas y que además se nos volvería obsesión limpiar cada cosa para evitar la entrada del maldito virus.
Quien podría prever que con la llegada del virus se expandiría la pandemia de la superstición, que el propio presidente Andrés Manuel López Obrador se jactaba de que con una figurita de un santo o con sus consejos de no ser corrupto, se podría conjurar al virus. El mismo fue víctima del virus.
Quien nos iba a decir que el uso de cubrebocas se volvería otro motivo de polarización y que incluso el subsecretario de Salud, Hugo López Gatell, a contracorriente de la OMS, nunca se mostró convencido de usarlo.
A las supercherías se sumaron las de aquellos que creen que es más efectivo el uso de hidroclorito que cuidarse o usar el cubrebocas; ni qué decir de aquellos que se niegan al derecho que tienen de recibir la vacuna contra la Covid-19.
Quien nos diría que la forma de cuidar a nuestros familiares iba a pasar por el doloroso proceso de dejar de verlos.
Pero incluso cuando ya teníamos a la mano evidencias de los efectos que puede llegar a tener el coronavirus en nuestro cuerpo, y de las miles de muertes acumuladas, nos tocó ver el delirio que también parecía contagioso, de celebrar reuniones familiares en diciembre, pese a las recomendaciones de no celebrarlas. Esa conducta arrastraría al país a una segunda ola de contagios cruel y casi incontrolable de casos que convirtió a las redes sociales en obituarios y a los tanques de oxígeno casi en artículos de primera necesidad.
También nos tocó ver los avances agigantados de la ciencia, que en menos de dos años, como estaba establecido como el tiempo para formular una vacuna, lograron obtener la luz de la esperanza para vencer a la Covid-19.
CONVIVIR CON EL CORONAVIRUS
Pensábamos que de esta salíamos en semanas, luego en meses, y ahora a un año, sabemos que saldremos en otros años más, pero también comenzamos a convivir con el coronavirus.
Comenzamos a salir a la calle, y a visitar tímidamente y aunque sea de lejos, pero no sólo por una pantalla de computadora a algunos familiares, eso sí, sin reuniones de más de 5. Porque algo que ha mostrado la pandemia es que nuestros seres queridos o nosotros podemos extinguirnos en cualquier momento.
También comenzamos a ver a los primeros vacunados, personas mayores de 60 años que con el peso de sus años y sus achaques a cuestas, han acudido a los centros de vacunación a hacer gala de vitalidad para vacunarse y reconocer, como chiquillos, el regocijo, la esperanza , el entusiasmo que sienten por recibir la vacuna y volver a lo que tanto nos gusta, a la época de los abrazos.
Ha pasado un año desde que la OMS marcó que la Covid-19 es una pandemia, un año de tropiezos pero donde ya tenemos la vacuna de la esperanza con la que esperamos derrotar al coronavirus, o por lo menos domarlo.