El problema no es quitar a López Obrador del poder, sino terminar con su errada y dañina política económica mediante un nuevo y revolucionario proyecto de país
Aquiles Córdova Morán
Creo que no soy el único que piensa que el verdadero problema de quienes diferimos de la política del presidente López Obrador no es quitarlo a él para colocar a otro igualmente improvisado. El verdadero reto es sustituir el proyecto de país que hoy se nos impone a la fuerza por otro que nos asegure el bienestar económico, la superación científica, cultural y espiritual y plenas libertades civiles, sociales y políticas para todos los mexicanos. Cumplir este reto exige una crítica a fondo y sin concesiones de la personalidad y de la política del Presidente actual, pero al mismo tiempo, honradez y serenidad, un apego estricto a sus hechos y planteamientos. Hay que evitar la tentación de fabricarnos un enemigo a modo, una caricatura hecha a la medida de nuestros rencores y deseos, para luego derrotarla con la mayor facilidad.
Considero que tal crítica rigurosa es indispensable porque entre las ideas y proyectos que vierte a raudales el Presidente, hay algunas verdades, algunas denuncias irrefutables de la difícil situación que vive el país, particularmente las grandes mayorías, que es necesario rescatar e incorporar al nuevo proyecto de país de que acabo de hablar. No haberlas reconocido y combatido antes, fue la causa de la derrota y del triunfo aplastante de López Obrador en 2018. Pero es peor aún no reconocerlas ahora, a pesar de que algunas de esas carencias están provocando una crisis de dimensiones planetarias, como nos lo acaba de recordar el presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial de Davos, Suiza. Eso nos puede costar una derrota mayor.
López Obrador tiene razón al decir que la inmensa mayoría de los mexicanos se debate en la pobreza extrema o de carencia de uno o varios de los factores del bienestar material y, por tanto, cuando decide prestar ayuda inmediata a toda esa gente. Acierta cuando señala el pésimo estado del sistema público de salud y la necesidad de contar con otro de calidad mundial; cuando afirma que México se ha convertido en tierra de conquista para los grandes capitales extranjeros (aunque mete la pata hasta la rodilla al culpar a tal o cual empresario en lo individual por no entender que es la consecuencia del libre mercado y de la globalización, impulsados, no por los españoles, sino por el imperialismo norteamericano, con el que acaba de firmar el T-MEC, otro instrumento de la globalización).
Acierta al decir que problemas como la injusta distribución del ingreso y la desigualdad y la pobreza que derivan de ella, se explican en parte por la total ausencia del Estado en el manejo de la economía, aunque se equivoca peligrosamente al definir dónde y cómo hace falta esa intervención. Finalmente, y sin pretender ser exhaustivo, dice verdad cuando denuncia la corrupción e insiste en la necesidad de erradicarla, aunque vuelve a equivocarse al responsabilizarla de todos los males y al pensar que su extirpación bastará para resolverlos de un golpe. Por todo esto y más, creo necesario recoger tales señalamientos y enderezarlos enérgicamente para incorporarlos al nuevo proyecto de país.
Por estos planteamientos y denuncias, le han colgado a López Obrador el sambenito de populista, calificativo con el que no estoy de acuerdo porque veo en él un truco verbal para descalificar, no al personaje, sino sus puntos de vista. Creo que detrás de tal invectiva se agazapan los defensores de la tesis, ya probadamente falsa y reaccionaria, de que progreso y crecimiento económico tienen siempre un costo que debe pagarse con desigualdad y pobreza de las mayorías, de donde deducen que tales flagelos no tienen remedio. Solo queda aliviarlos un poco mediante la famosa teoría del “goteo”, tesis que la práctica misma ha refutado sin remedio y que hoy se halla totalmente desacreditada. Creo que no está por aquí el lado flaco de la 4ªT.
Opino que la crítica leal y certera puede lograrse a partir de diferenciar claramente intenciones y resultados en López Obrador. Estoy convencido de que sus pésimos resultados se originan y se explican por su formación científica y económica absolutamente deficiente, confusa, contradictoria y carente de coherencia y profundidad. Esto lo incapacita para enfrentar como ineludible el dilema fundamental de su gobierno: o capitalismo o socialismo. ¿Sabe y acepta que en México hay capitalismo, es decir, un sistema que se funda en la inversión privada, en el libre mercado y en el trabajo asalariado, con el fin de obtener la máxima utilidad posible? ¿Sabe por tanto que su obligación como jefe de Estado y de Gobierno es garantizar que este sistema funcione, y funcione bien, puesto que de él vivimos todos de una u otra manera? ¿Lo sabe pero no lo acepta y su proyecto es acabar de raíz con él? ¿O, finalmente, ignora en esencia qué país y qué sistema económico gobierna? El resultado de esta indefinición política es el que estamos viendo y viviendo hoy los mexicanos. Así lo creo.
Las políticas de López Obrador fracasan, no por las necesidades que las motivan ni por los objetivos que persiguen, sino porque no sabe bien cómo beneficiar a unos a costa de restarle bienestar a otros. Esto, junto con el propósito básico que las orienta (el combate a la corrupción), lo lleva a tomar medidas que no benefician a nadie, o, lo que es lo mismo, que perjudican a todos. Y si no, que se lo pregunte a las madres trabajadoras sin guarderías; a quienes se quedaron sin seguro popular y sin INSABI; a quienes se quedaron sin despensas y sin comedores comunitarios; a todos aquellos a quienes rebajó el sueldo “por razones morales” (¡¡); a los padres de hijos con cáncer y sin la medicina que los salve; a las madres sin la inmunización universal para sus bebés; a los diabéticos sin hemodiálisis; a los que viven con SIDA; etc. Y, por supuesto, que se lo pregunte también a empresarios e inversionistas.
Quedan a salvo las transferencias monetarias a los más necesitados. Estas “ayudas” monetarias, justas y necesarias por demás, son la base, según las mejores casas encuestadoras, de la amplia y sostenida popularidad del presidente, a pesar de las terribles pifias mencionadas. Y esta popularidad, lo reafirma en la idea de que va por el camino correcto. No advierte que su popularidad solo interesa, realmente, a su afán de conservar el poder a como dé lugar y al clan político que lo acompaña, pero que no es la meta ni el interés de los mexicanos, de México entero.
La sociedad mexicana, como toda sociedad, es un organismo vivo, y como tal no acepta que uno de sus organismos se desarrolle en exceso a expensas de los otros porque, a la larga, moriría el conjunto. López Obrador está gastando cantidades ingentes de dinero para ayudar a los más necesitados, pero, con ello, está dejando sin presupuesto a otros organismos del Estado que tienen a su cargo funciones igualmente importantes y decisivas para todos. Es decir, está hipertrofiando uno de los órganos del sistema (la Secretaría del Bienestar), con lo cual acabará matando al organismo social completo si no lo detenemos a tiempo. El dinero que gasta el gobierno sale, esencialmente, del bolsillo de los ciudadanos en forma de impuestos, y ese dinero aumenta cuando aumenta el número de contribuyentes o cuando cada uno de ellos paga más porque gana más. Ambas cosas ocurren solo cuando crecen la economía y el empleo. Un gobierno responsable, por eso, tiene que ocuparse seriamente (y con sabiduría) del crecimiento suficiente y sostenido de su economía; y esto incluye, desde luego, a las empresas y a las inversiones, trátese de capitalismo o socialismo. En México, hace tiempo que venimos arrastrando un crecimiento mediocre; y hoy, a causa del mal manejo económico de López Obrador, en 2019 decrecimos -0.1%, y en 2020, ayudado por la pandemia, logró hundir el PIB hasta un -8.4%. Crece enormemente el gasto por los programas sociales mientras la recaudación se encoge por el decrecimiento de la economía. ¿Cuánto tiempo más podremos aguantar así?
He oído decir que hay quienes califican esta política de keynesianismo o neokeynesianismo, y lo explican por las ingentes cantidades de dinero que se están inyectando a la gente de menores ingresos, con lo cual se busca provocar un fuerte incremento de la demanda de bienes de consumo masivo y, por esa vía, presionar a los industriales a invertir más para producir más, con lo cual se recuperará el crecimiento económico. Pero, independientemente de quien lo sostenga, el argumento es falso, incluso en el marco de la teoría de Keynes. Su obra principal, recordemos, apareció en plena crisis del “Crack” de 1929, y su propósito declarado era lograr el pleno empleo como el mejor remedio para salir de dicha crisis. Según Keynes, oferta y demanda son independientes entre sí, pero ambas mantienen una relación directamente proporcional con el nivel del empleo y de los ingresos, es decir, a mayor empleo mayor demanda y mayor oferta, y viceversa.
El empleo puede crecer siempre que la demanda sea mayor que la oferta, hasta el momento en que la brecha entre ambas se cierre, es decir, cuando oferta y demanda sean iguales. En este punto, la demanda se llama demanda efectiva, según Keynes, o demanda solvente según los economistas modernos. El empleo, pues, puede hacer que la demanda crezca hasta igualarse con la oferta, pero ¿cómo y en qué medida lo hace? ¿Por qué no se logra automáticamente ese empate en condiciones de pleno empleo? Keynes distingue dos fracciones distintas de la demanda: la demanda de bienes de consumo y la demanda de inversión, válgase decir, la demanda de capitales. El incremento de la demanda de bienes de consumo, la propensión al consumo, depende de factores de orden subjetivo que cambian poco o nada a lo largo del tiempo, por lo que dicha propensión casi no crece. Lo que más la impulsa es el nivel del empleo, o, lo que es lo mismo, el nivel de ingresos de la sociedad, pero aquí entra en juego la “ley psicológica fundamental” de Keynes, según la cual, al crecer el ingreso crece la propensión al consumo, pero a una tasa menor que el ingreso. O sea que a medida que la gente tiene más dinero, aumenta más su deseo de ahorrar que su deseo de consumir. Por eso, según Keynes, la demanda de bienes de consumo, que es la que impulsan los programas sociales de López Obrador, influye poco, y solo temporalmente, en el crecimiento de la economía. El keynesianismo de López Obrador es falso o se aplica mal, que para el caso es lo mismo.
Keynes concluye que el crecimiento de la economía depende, en realidad, de la demanda de inversión, y es aquí y por esto que defiende y justifica la intervención del Estado. El Estado puede y debe intervenir en la economía de manera que potencie el “factor de multiplicación” de la inversión. Aconseja inversiones “estériles” (infraestructura, fundamentalmente), es decir, inversiones que no incrementen la oferta de productos, porque, si lo hace, incrementará la oferta y bajará la utilidad marginal, con lo cual desalentará la inversión privada. Es más, tampoco debe invertir tomando del presupuesto público, porque esa no es más inversión, sino un quid pro quo: más inversión pública por menos inversión privada. Debe echar mano de la capacidad de endeudamiento del Estado. La prosperidad resultante le permitirá amortizar en tiempo y forma esa deuda.
Como vemos, la verdadera opinión de Keynes no solo difiere de la de López Obrador, sino que se contrapone a ella directa y frontalmente. López Obrador considera el cero endeudamiento como su logro económico más grande; Keynes lo descalifica por contraproducente; López Obrador pide aplausos y votos por gastarse el dinero ayudando a los pobres mientras reduce a cero la inversión pública; Keynes dice que eso es un auténtico disparate. Se debe ayudar a los pobres, sí, pero en la medida en que lo permita la inversión pública en las áreas que la necesitan.
López Obrador cree que el Estado debe nacionalizar los recursos naturales del país, como petróleo y electricidad. Confunde nacionalizar con socializar porque olvida que un monopolio estatal tendrá que seguir abasteciendo a la empresa privada, a menos que expropie y socialice la economía completa. Además, olvida que la principal justificación de las “nacionalizaciones” ha sido siempre que permiten renunciar al afán de lucro propio de la empresa privada, y ofrecer al pueblo productos baratos. Pero los precios los fija el mercado y no cada empresa en particular, de modo que ese abaratamiento a fortiori acabará necesariamente en quiebra, quiebra que el pueblo terminará pagando. Tampoco es cierto que las nacionalizaciones sean una forma de rescatar la soberanía nacional, porque ésta es una e indivisible y no se puede “rescatar” por pedacitos. O todo o nada. Por todo esto creo que el problema no es quitar a López Obrador del poder, sino terminar con su errada y dañina política económica mediante un nuevo y revolucionario proyecto de país, que yo no veo todavía por ningún lado. Vale.