Si los gobiernos no están con el pueblo, el pueblo debe hacerse gobierno. Dejemos de esperar que los dioses provean, que las clases acomodadas velen por nuestro bienestar
Libia Carvajal
En los últimos meses, los medios locales, nacionales e internacionales se han llenado con notas de los países latinoamericanos en donde los diversos problemas sociales y la cada vez más honda brecha entre las dos clases sociales predominantes (pocos ricos muy ricos y muchos pobres muy pobres) han alcanzado ya su punto más álgido y los ciudadanos manifiestan su hartazgo en forma de rebeldía, ira y repudio generalizado contra los gobiernos actuales. Baste con citar los casos más emblemáticos.
Chile: Las manifestaciones de finales de 2019 comenzaron con un rechazo al aumento del precio al transporte público, y aunque el gobierno de Sebastián Piñera echó para atrás la reforma, la olla de presión ya había estallado. Las manifestaciones exigiendo mejores condiciones económicas y sociales para todos los chilenos no cesaron, lo que orilló al Estado a utilizar a los carabineros contra ciudadanos indefensos. El saldo: al menos 27 personas muertas documentadas; tres mil 649 heridos, 405 de ellos con lesiones en ojos; y 194 casos de violencia sexual al momento de la detención.
Las protestas no han cesado desde entonces, pues, aunque se les ha prometido la creación de una Convención Constituyente para modificar la Carta Magna (redactada en tiempos del dictador chileno Pinochet), ésta aún no se ha constituido y los chilenos siguen demandando, desde las calles, ese cambio.
Brasil: En 2019, luego de una difícil elección, los brasileños pusieron en el poder ejecutivo a un militar ultraderechista visceral: Jair Bolsonaro. Desde entonces, su pesadilla no ha parado: la represión a los derechos humanos y a la libertad de expresión han llevado al encarcelamiento de políticos, líderes populares, ciudadanos de a pie y medios de comunicación que han osado manifestarse en contra del actual presidente. Además, yendo en contra de las advertencias mundiales para el cuidado del medio ambiente, Bolsonaro no ha desistido en impulsar proyectos que incentiven la expansión de las compañías mineras, principalmente, en la Amazonia, permitiendo la deforestación de “los pulmones del mundo”.
No obstante, lo más grave ha sido el muy mal manejo de la pandemia por parte del gobierno brasileño, colocando al país como el segundo en número de muertes (401 mil 417 muertos), tan sólo detrás de Estados Unidos. Con su “algunos van a morir, lo siento, pero así es la vida”, ha condenado a los brasileños a resistir y protegerse contra el virus usando sus propios recursos, dejando claro que el gobierno no los apoyará. Tal desastre sanitario ha encendido las protestas en diversas zonas del país, las cuales exigen la renuncia del presidente y un mejor control de la pandemia y sus estragos.
Colombia: Uno de los casos más recientes. En medio de los terribles estragos económicos, sociales y de salud que dejó la crisis por la COVID-19, el presidente Iván Duque presentó ante el Parlamento colombiano una reforma tributaria que proponía recaudar 23.4 billones de pesos colombianos gravando con impuestos a las clases medias y bajas, pues pretendía cobrar un Impuesto sobre la Renta (ISR) a personas que ganaran un sueldo mensual de más de US$663 pesos (en un país donde el salario mínimo es de US$234) e imponer el cobro del Impuesto del Valor Agregado (IVA) a productos de consumo básico como los servicios públicos (agua, luz y gas), servicios funerarios, objetos electrónicos como computadores y otros rubros que hasta entonces permanecían exentos.
En un país donde 2.3 millones de familias no pueden, a veces, ni hacer dos comidas al día; donde los índices de desempleo aumentaron y miles de empresas se fueron a la quiebra debido a la pandemia; y, finalmente, donde la COVID-19 deja, con cada día que pasa, más muertos y más infectados sin que haya medidas que la contengan, tal reforma vino a encender la mecha del descontento social irrefrenable. Los colombianos salieron a las calles por miles exigiendo la desaprobación de una reforma que los colocaría en una situación aún más precaria y el presidente, movido por la presión social, puso en reversa la reforma. No obstante, al igual que en Chile, la llama ya había sido encendida y era ya incontenible: las protestas continúan hasta el día de hoy y los enfrentamientos entre los ciudadanos y la policía han dejado el saldo de 19 muertos, más de 480 heridos, 431 detenciones y 87 personas desaparecidas.
México: Nuestro país había vivido, hasta antes de 2018, un crecimiento económico sostenido y, como resultado, aumento constante de la riqueza social; sin embargo, unido a tal crecimiento se desarrollaba el siguiente fenómeno: la concentración de esa riqueza social en unos cuantos mexicanos y, en contrapartida, el cada vez más rápido aumento del número de depauperados, de mexicanos con malos salarios, sin empleo, sin servicios básicos, sin servicios de salud y educación, etcétera.
La situación de México dio un giro terrible en 2018: la llegada al poder de un gobierno que atacaba por igual a la empresa privada y a la clase media, liderado además por un hombre que siempre se había dicho defensor de la gente, le dio un rayo de esperanza a los pobres, que creyeron que Andrés Manuel López Obrador sería la solución a los graves problemas sociales del país. Nada más distinto. Tan presto llegó al poder, el presidente mostró su verdadero rostro. Con tintes autoritarios y dictatoriales, impuso reformas y leyes lesivas para todos los ciudadanos; atacó a la prensa calificándola de vendida y fifí; a los empresarios no los bajó de neoliberalistas; eliminó viejos programas sociales cuya eficacia estaba probada sólo por ser “del viejo régimen”, dejando a la gente en el desamparo; y, finalmente, comenzó a cercar a los organismos autónomos para que se pusieran a su servicio.
Las consecuencias de esas políticas de gobierno no se hicieron esperar: la economía mexicana comenzó a decrecer, mostrando en 2019 la caída más grave: -8.2 por ciento; la inversión privada huyó del país; los mexicanos comenzaron a ver coartadas sus libertades humanas y de expresión; la polarización social se hizo más visible y sensible; el número de pobres creció y aquellos que ya lo eran se empobrecieron aún más por falta de empleos y de salarios bien remunerados. Y la pandemia vino a abonar a la descomposición social: nulas políticas de contención del virus, desestimación de la peligrosidad del mismo y ningún tipo de apoyo para ciudadanos y empresas para sobrevivir al encierro. El hartazgo comenzaba a ser visible.
No obstante, lo más terrible estaba por venir. El 3 de mayo se quedará marcado en la memoria colectiva como un día trágico: el lunes por la noche se derrumbó la viga de un puente de la línea 12 del Metro de la Ciudad de México, a la altura de la estación Olivos, llevándose consigo al vagón que transitaba en ese momento con pasajeros que iban de regreso a sus hogares. Ésta fue la tragedia que quebró a la clase trabajadora mexicana. No fue un accidente, fueron la negligencia y la austeridad los que provocaron la muerte de 25 personas y más de 70 heridos. Fue la negligencia de los gobiernos de la Ciudad de México que tenían la tarea de construir una línea del metro que cumpliera con todos los requisitos mínimos de seguridad; fue la negligencia de Marcelo Ebrard, entonces jefe de gobierno, y de Mario Delgado, secretario de Finanzas. Y fue la política de austeridad impulsada por AMLO, y que respetó Claudia Sheinbaum como letra de Biblia, que eliminó, desde 2018, el presupuesto destinado a las reparaciones de las fallas de la línea 12.
Sin embargo, lo que realmente ha despertado la molestia de todos los mexicanos es la posición tan aguada –como se dice popularmente– del presidente de la República y sus funcionarios, dado que son ellos los principales responsables de la tragedia del lunes. El presidente, contrario a sus posturas más radicales cuando de tragedias se trata (los 43 de Ayotzinapa y la guardería ABC), se limitó a expresar condolencias y decir que se investigaría, obviando el hecho de que sus funcionarios están directamente relacionados con el caso. Los responsables, por otro lado, amparados en el cobijo del presidente, tuvieron el descaro de decir que “se llegaría hasta las últimas consecuencias para dar con los responsables”.
La crisis económica, social y política en México, pues, se está agudizando hasta un punto de no retorno. El sistema mexicano, visto como un organismo vivo, está trabajando como respiración asistida, está al borde del colapso total. ¿Cuánto más aguantará el pueblo de México antes de la llama sea incontenible? Espero, sinceramente, que no lleguemos a ese punto.
Conocidos los grandes problemas por los que atraviesa hoy Latinoamérica, podemos ver que el común denominador es que los gobiernos elegidos no han respondido, ni responderán, a los grandes y graves problemas que tienen los pueblos, porque no es su prioridad lograr el bienestar social ni alcanzar una vida digna para todos sus ciudadanos, sino solamente la de servir a los poderosos potentados y los grandes consorcios empresariales y, en algunos casos (como en México), servirse a sí mismos del poder.
Por eso, si los gobiernos no están con el pueblo, el pueblo debe hacerse gobierno. Dejemos de esperar que los dioses provean, que las clases acomodadas velen por nuestro bienestar; nosotros, los de abajo, tomemos el poder en nuestras manos para servir con él a nuestros hermanos de clase. Ésa es la única solución para apagar el incendio en que se encuentra América Latina. México podrá dar sus primeros pasos en las elecciones del próximo 6 de junio al apoyar a los candidatos verdaderamente reconocidos con el pueblo, independiente de los colores que lleven en la contienda. La patria nos lo demanda, allá nosotros si hacemos caso omiso.