Cuando su padre perdió su empleo el año pasado, Togi, que entonces tenía 16 años, no dudó en buscar trabajo para ayudar a su familia a pesar del miedo al Covid.
La escuela ha sido virtual prácticamente durante más de un año en Estados Unidos y algunos jóvenes no han tenido más remedio que hacer malabarismos entre las clases y un trabajo remunerado.
En el mejor de los casos, estos adolescentes encadenaron horas de clases en línea y trabajos ocasionales en restaurantes de comida rápida, aferrándose a la idea de un futuro mejor.
Pero en muchos otros, han desaparecido de los radares de los profesores sin la certeza de que volverán el próximo año escolar.
«Es agotador», relata Togi, describiendo días interminables que dejan poco espacio para el ocio con amigos.
Trabaja en un restaurante de comida rápida en un centro comercial en Arlington, Virginia.
Sus padres son originarios de Mongolia, pero la mayoría de los estudiantes de secundaria que trabajan son chicos negros o hispanos, dice Elmer Roldan, director en Los Ángeles de Communities in School (CIS), una organización que ayuda a los estudiantes y sus familias.
Estas minorías «han sido las más afectadas por el Covid-19, tanto en términos de contagios y muertes» como de pérdida de puestos de trabajo.
Algunos padres sin papeles no pudieron recibir las ayudas del gobierno, poniendo «bajo presión» a sus hijos, nacidos en Estados Unidos y por ende en una situación regular, para comenzar a trabajar, explica.
«Estos chicos no trabajan porque les divierte o porque están ganando mucho dinero», dice Hailly Korman, experta de Bellwether Education Partners, una institución que lleva a cabo estudios para mejorar la calidad de la educación en el país.
«Trabajan porque tienen que cubrir necesidades financieras. Y si hay que elegir entre ir a trabajar o quedarte con tu familia en la calle, esa no es una elección en absoluto», añadió.
Hasta el momento, no existen estadísticas oficiales sobre este fenómeno.
Pero en el terreno, educadores y profesionales de la red CIS hacen la misma observación: el número de estudiantes de secundaria que trabajan creció considerablemente durante la pandemia; y los que ya trabajaban antes de la crisis aumentaron el número de horas, hasta 35 horas semanales, volviendo incompatible el trabajo con las clases.
«Legalmente no pueden trabajar más de 20 horas a la semana (…) pero es muy difícil vigilar lo que está pasando bajo cuerda», subraya Elmer Roldan.
Johanna, de 17 años, estudiante de secundaria en Los Ángeles (California) y empleada de un restaurante de comida rápida en la ciudad, está libre los miércoles y sábados.
El resto de los días, gracias a la opción que le da la escuela virtual, la joven puede tomar clases y trabajar hasta la medianoche por «unos 450 dólares semanales» para llevar a su casa, donde vive con su madre y su hermanito.
Ahora que muchos centros educativos están anunciando el regreso de la presencialidad al comienzo del próximo año escolar, a Elmer Roldan le preocupa que los estudiantes de secundaria se vean ahora obligados a elegir entre el instituto y el trabajo.
«Uno de mis estudiantes ya se ha rendido» y encima, «con la vergüenza de haber fracasado», cuenta bajo condición de anonimato una profesora de inglés en una secundaria del noreste de Washington, a la que asisten sobre todo migrantes.
«Lo que hemos hecho es crear un entorno en el que la decisión de dejar la escuela para trabajar se siente aún más fácil», lamenta Hailly Korman. En particular para aquellos con dificultades académicas y entre quienes la virtualidad ha acelerado la deserción.
Desde el momento en que la secundaria deja de ser una opción atractiva porque sin apoyo condena al fracaso, estos chicos se alejan «más de las oportunidades educativas», razona Korman.
Togi y Johanna son buenos estudiantes. Así que resisten contra viento y marea.
«Sé que si dejo el bachillerato, acabaré en el fast-food«, dice Johanna, que sueña con convertirse en musicoterapeuta.
«Este trabajo finalmente me hizo darme cuenta de la importancia de los estudios», dice Togi. El joven se las ha arreglado para encajar milimétricamente varias actividades en su vida, incluido el entrenamiento de baloncesto, su pasión.
«Cuando veo a algunos de mis colegas de 30 o 40 años haciendo este trabajo una y otra vez, sé que eso no es lo que quiero», dice convencido.
Por supuesto, los 300 o 350 dólares por semana son una fuerte motivación para seguir y tener con qué comprar lo que él y su hermano de 13 años necesitan, reconoce, y explica que la ayuda alimentaria que reciben no es suficiente para satisfacer sus apetitos.
Pero al igual que a Johanna, la voluntad de triunfar y ofrecer a sus padres un futuro mejor le da fuerzas.
Y para eso cuenta con Zoe Marcuse, facilitadora del CIS en Arlington, que le brinda una ayuda invaluable para diseñar su futuro.
Korman, por su parte, invita a repensar la secundaria para estos adolescentes trabajadores ofreciéndoles más flexibilidad.