(Primera de tres partes: ¿Qué es una revolución?)
Abentofail Pérez Orona
El concepto de revolución es, a partir del triunfo de la Revolución Francesa de 1789, uno de los conceptos más manoseados y tergiversados. Se pretende justificar con su nombre cualquier acontecimiento de corto alcance que, al agregarle el calificativo de «revolucionario», cobra dimensiones colosales frente a quien lo escucha o lo ve. Así, y haciendo uso de la herramienta más poderosa del capital, que consiste en mercantilizar absolutamente todo, incluidos los conceptos y las ideas, aparecieron revoluciones en cualquier lado y por cualquier motivo. A cada paso y en cada esquina asomaba una revolución según el instinto del capitalismo. De esta manera tuvimos: “revoluciones en la moda” cuando apareció un nuevo corte de pantalón; “revoluciones en el cine”, cuando se estrenó una película insípida pero taquillera; “revolución automovilística”, al aparecer un nuevo modelo de auto, éste, ¡con portavasos incluido!, etc. Las más peligrosas de estas pretendidas revoluciones no eran las que a todas luces buscaban vender más, despojando al concepto de su verdadero significado, sino aquellas que realmente creían ser revoluciones; movimientos políticos que se daban en el cuerpo social y que en su gran mayoría se atribuían este calificativo. Así, cada tres o seis años se presentaba un nuevo partido o candidato que iba a «revolucionar» la política; se organizaba una asamblea de estudiantes universitarios que, revisando sesudamente el concepto hegeliano de “Weltanschaung” (contemplación del mundo), revolucionaría, desde las ideas encerradas en un salón del tercer piso de la facultad, la forma de vivir de toda la sociedad; o, como sucede normalmente cuando la clase en el poder se encuentra en un callejón sin salida: se cree en el milagro y se nombra a un taumaturgo que bajará, a nombre de la «revolución», a arreglar el desastre al que él mismo le debe la vida.
La revolución, siendo concretos, no es otra cosa que el cambio de la estructura de cualquier fenómeno o, en otras palabras, el salto cualitativo que se produce en la esencia de un fenómeno. Existe este momento en la naturaleza, en la vida individual y la vida social del hombre, en el universo en general; se presente normalmente sin que se alcance a percibir hasta que ha cumplido ya su labor. En términos sociales, que es el terreno que nos ocupa, una revolución solo puede ocurrir, siguiendo a Lenin, cuando se produce “el paso de poder de una clase a otra”. Sin esta condición, no existe revolución. Al mismo tiempo, y siguiendo las leyes de la historia, que operan también como en cualquier fenómeno natural, las revoluciones se presentan independientemente de las intenciones del individuo. Son producto de cambios moleculares que se van gestando en el cuerpo social y que, llegado el momento, estallan, destruyendo, desde su base, la estructura sobre el que éste se apoyaba. No significa esto que el factor subjetivo, el factor humano, no influya en estos importantes procesos; lo hace, sin lugar a duda, pero sólo en la medida en que comprende el proceso en su totalidad, ese proceso en el que está inmerso y cuya tarea consiste en desarrollarlo y encausarlo para lograr la transformación deseada. Muchas, la gran mayoría de las revoluciones, se quedan en el estallido, en el momento de la explosión, y sólo dejan caer sus ruinas sobre las manos de los hombres que las llevaron a cabo. El papel subjetivo, humano, consiste en orientar el cambio de tal manera que supere su fase destructiva y alcance su fase edificadora, tarea todavía mucho más difícil en la que, muchas de las veces, se pierden los frutos que la revolución prometía. De tal manera que podemos entender la revolución social como el paso del poder de una clase a otra, como efecto de las contradicciones sociales y económicas que, al agotarse, hacen necesario el advenimiento de una nueva sociedad. Con la condición sine qua non de que la clase en el poder esté capacitada y organizada para encausar este proceso, evitando que se convierta solamente en un acto de barbarie.
Cabe agregar un último componente, obvio al parecer, pero necesario de resaltar, dado que algunos, por su misma obviedad, se olvidan de advertirlo al escribir la historia. Las revoluciones sociales, siempre, en toda circunstancia, e independientemente de sus consecuencias, surgen de abajo hacia arriba. Es el pueblo el que las hace, el pueblo el que las organiza, y el pueblo el que se sacrifica por ellas. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos, no es él quien las dirige. El fruto regado muchas veces con sangre y con el sacrificio de miles de vidas, cae, como por gracia divina, en el regazo de aquellos que observaron desde sus ventanas los acontecimientos y que, en nombre de la civilización y el progreso, salen a la calle y mandan a guardarse a los “andrajosos revoltosos” que han cumplido ya su misión, pero que tienen que dejar el poder en manos de quienes “saben administrarlo”. No sólo en nuestro país, sino en el mundo entero, este fenómeno se repite hasta nuestros días con la misma precisión con la que se mueven las manecillas de un reloj. El pueblo sale a la calle cansado de la vida que hasta entonces ha llevado, se le usa como bala de cañón para destruir al poder establecido hasta entonces y, una vez hecha esta “denigrante” labor, se le regresa a su miseria habitual con la promesa de que los nuevos dueños del poder le harán llegar pronto el fruto de su sacrificio, y así queda, espera, espera, y espera, hasta que la esperanza muere con él. Esa es la tradición de la gran mayoría de las revoluciones de la historia, con sus excepciones, mismas que en este país nuestro no existen.
Bajo este concepto debemos entonces orientarnos al estudiar nuestra sociedad, la sociedad mexicana que, a diferencia de lo que la historia ha demostrado a lo largo del tiempo, tiene la peculiaridad de parir revolucionarios cada tres años, con la única diferencia de que estos se autoproclaman solos y se rinden honores con su propia mano. Realmente en México se han llevado a cabo únicamente tres revoluciones, a pesar de las innumerables insurrecciones, levantamientos, invasiones o complots que en la historia se registran. Todos ellos pueden ser parte de una revolución, pero no se constituyen como tal hasta cumplir con las condiciones antes mencionadas. El inicio de la primera revolución, que no terminaría su consolidación hasta cien años después, lo encontramos en 1810, año en el que se abre la primera hendidura en un sistema que respiraría por la herida abierta durante un siglo, herida que, para no abusar de la paciencia del lector, terminaremos por estudiar en la siguiente parte de esta crítica.