Durante la pandemia, muchos empleados fueron obligados a trabajar en condiciones donde no se les garantizaba protegerlos del contagio
Marco Antonio Rivera
La filantropía es la acción voluntaria de unas personas -sobre todo de ricos- para socorrer temporalmente a otros -casi siempre los más pobres. La filantropía entre farándula es propia de millonarios, está enmarcada siempre entre el espectáculo y la fanfarria sentimentaloide. Aparentemente, se presenta como un esfuerzo para involucrar a toda la población en el auxilio de los necesitados, pero quien encabeza dicha “proeza humanista” es el empresario, representado por su marca.
No se equivocan quienes afirman que los actos filantrópicos -Juguetón, Teletón, etc.- no son más que una estrategia comercial para colocar sus marcas de productos y servicios en el gusto del público. Bajo el eslogan: “si compras tanta cantidad de productos, mi empresa donará tanta cantidad”, surge una pregunta evidente: ¿por qué la ayuda no se da sin mi compra? Y es razonable: los dueños de esos emporios empresariales gozan de mayores recursos para apoyar que el ciudadano promedio.
Siendo más estrictos, la filantropía sería innecesaria si el Estado recibiera de esos “filántropos” la contribución fiscal requerida. Es común, sin embargo, la actitud evasiva de los empresarios para cumplir con sus obligaciones fiscales. Ricardo Salinas Pliego es prueba de ello: cada año promueve “el Juguetón” para obsequiar juguetes a niños pobres, pero, al mismo tiempo, se niega a saldar sus deudas con Hacienda. A finales de enero de 2021, la titular de la dependencia, Raquel Buenrostro, indicó que la deuda del empresario ascendería a más de 40 mil millones de pesos. Salinas Pliego reviró retadoramente: “No pienso pagar ni un rábano”. Esta arrogancia es consecuencia del acuerdo político que tuvo este empresario y su círculo más cercano con el presidente López Obrador, en su momento. Algunos sostienen que el acuerdo ya terminó; con todo, la actitud del gobierno federal de no generar una política fiscal más equitativa, donde los ricos paguen más impuestos, se sostiene.
Así pues, los actos de caridad de los empresarios no son congruentes con su responsabilidad ante el Estado. Son publicidad y estafa. Generan la ilusión de que existe armonía entre los ricos y los trabajadores; que la riqueza de los primeros no tiene que ver con la miseria de los segundos; cuando ocurre justamente lo contrario. Si no, ¿cómo se explica que ante la crisis económica un puñado de multimillonarios hayan incrementado su riqueza mientras la mayoría hayan sufrido desempleo y carencia de servicios sociales?
Ahora bien, esta caridad también contrasta con el trato laboral que le dan los dueños de las empresas a sus empleados. Los ricos pueden regalar juguetes en eventos televisados y al mismo tiempo tener un trato hostil a sus trabajadores. Durante la pandemia, muchos empleados fueron obligados a trabajar en condiciones donde no se les garantizaba protegerlos del contagio. No sólo eso, sino que el salario digno (con su poder real de adquisición) está lejos de lograrse. Aunque existen incrementos nominales, es decir solamente en el nombre, su poder de compra sigue siendo muy limitado. La falta de un salario digno hace que los trabajadores sean dependientes de la dádiva de los pudientes.
Este acto caritativo trae como consecuencia la domesticación del espíritu combativo de la clase trabajadora. Al recibir una limosna, el trabajador debe sentir agradecimiento y, por tanto, sumisión. El trabajador admite que para poder obtener beneficios debe lisonjear al patrón, granjearse su simpatía.
Esta filantropía empresarial se ha convertido en forma de gobierno. La administración lopezobradorista ha tomado como eje el reparto de dádivas monetarias. Con plena conciencia de que esta limosna no significa una lucha auténtica contra la miseria. De que este cuantioso reparto también implica un reajuste -por no decir recorte- del presupuesto en otras instituciones. Por ejemplo, hasta noviembre del año pasado se registró un subejercicio (esto es un gasto no ejercido) en el sector salud de hasta un 49% en inversión de infraestructura física, o sea se dejaron de hacer remodelaciones y construcciones de unidades hospitalarias o de clínicas.
Esta cruenta austeridad que ha afectado a otras instituciones educativas públicas pasará desapercibida para los beneficiarios del programa obradorista. Porque el efecto de recibir un apoyo, cuando se tiene una situación precaria y baja educación política, obnubila la perspectiva de los beneficiarios. Los vuelve dependientes de esa “ayuda” y en seguidores fieles de los que la reparten.
Esto no implica, desde luego, que nos opongamos a la orientación del gasto público a la población más vulnerable, la crítica reside en que este reparto se haga a costa de adelgazar el presupuesto de otras instituciones. Advertimos, además, que la sumisión -traducida en inmovilización política- de las mayorías para exigir una transformación profunda del modelo económico, por uno que realmente procure generar justicia social y no impedirla, es la consecuencia más grave. Que conste.