David Hume aseguraba que en cuestión de gustos siempre habrá polémica: todos pensamos que nuestros gustos son mejores que los de otros. La cuestión se aviva en el contexto del concierto del cantante Bad Bunny y su rotundo éxito taquillero en nuestro país. Se ha aprovechado la coyuntura para que varios “detractores” al género musical lo descalifiquen, muchas veces, con el no muy loable propósito de autocalificarse como intelectualmente superiores. Otros, menos viscerales, muestran preocupación por el periodo de decadencia que sufre la música en nuestros días.
Antes que todo, apuntemos que la música reguetonera es un fenómeno global; es decir, es una mercancía de la industria del entretenimiento globalizado en plataformas de internet, como Spotify (el 93% de las ganancias provienen de estas reproducciones desde la web). Es claro, por eso, que las cuantiosas inversiones de los capitalistas del espectáculo no surgen por la preocupación por combatir el aburrimiento de los radioescuchas juveniles, sino, simplemente, por el lucro. En este sentido, esta música al ser mercantilizada no busca otro objetivo que el de gustar masivamente; mucho menos, posee el compromiso de elevar artísticamente al público; vender es su única vocación. Podemos reprochar que los gustos masivos, bajo este esquema, no se elevan: lo que se le “exige” al oyente es mínimo, elemental. Una posible explicación es que, en relación a las expresiones populares culturales de antaño, las de hoy no son creadas en el seno del pueblo; no son resultado de la ejecución entre la comunidad, o producto de la inspiración popular (como los corridos de la época revolucionaria en México) como los bailes ideados entre las comunidades indígenas para celebraciones religiosas. Hoy somos más consumidores que productores artísticos. Y al no ser “creadores”, la pericia artística del pueblo disminuye y, con ella, la exigencia en calidad de los productos a consumir.
Las ideas y sentimientos que expresa la música popular aquí tratada, al ser controladas por el mainstream, no son otra cosa que el reflejo de las aspiraciones de las masas en el mundo capitalista y que, desde luego, por esta razón no podrán ser más que solapadoras del modo en que vive nuestra sociedad. La escritora Elizabeth Duval, en un artículo que publica la Radio y Televisión Nacional de España, refiere: “Una parte de las canciones del disco (de Bad Bunny) se centra en la narrativa de ascenso social, opulencia y placer derivado del estatus y del lujo. Bad Bunny ejerce como correa de transmisión del sueño americano de la meritocracia y del talento: todo le está permitido”. El cantante dice: «Tamo’bien… sobran los billetes de cien…el dinero me llueve…. En privado siempre vuelo… gasto, gasto y no me pelo…». La especialista colige que las aspiraciones del cantante son las de millones: una situación cuesta arriba, entre violencia, drogas, injusticia, pero que no rechazan, sino que admiten como males naturales que se pueden superar por la vía personal. A los cantantes del género no les molesta la injusticia social, les es natural. Duval asevera: “El objetivo no es la búsqueda del bienestar general, sino obtener el máximo de éxitos, el máximo de conquistas sexuales y el máximo de beneficios”.
A este respecto, la sexualidad expresada en los tracks lleva la impronta de toda la cultura capitalista contemporánea: el amor como el fin de las relaciones de pareja con proyectos a largo plazo, sustituidas por un mercado en el cual lo que se vende es el sexo y, muy concretamente, el sexo sin compromiso, como puro consumo de usar y tirar, en su sentido más desechable. Este rasgo de liberalidad sexual de nuestra época no significa mayor deleite, sino frustración. El cantante puertorriqueño asoma en varias letras esta sensación de vacío o insatisfacción. Las letras al ser autorreferenciales aluden a este sentimiento ambivalente: desear y repudiar la vida de éxito. La extravagancia como muestra del exceso y despilfarro es el complemento.
Estas consideraciones no son, como podría pensarse a primera vista, una condena a los escuchas reguetoneros; es para afirmar que los contenidos son los mismos que se encontrarían en cualquier otra expresión cultural de nuestra época. La misoginia en algunas letras es la misma que se halla en algunas religiones y hasta en el púlpito presidencial; la idolatría al consumismo es el mismo que se defiende en algunos canales de YouTube. La banalización del amor es idéntica a la que se expresa en los melodramas en Netflix; el fetichismo de las mercancías y al dinero es gemela al que se defiende en algunas aulas universitarias. Todo lo despreciable del reggaeton se halla en otras esferas del universo cultural contemporáneo. No hay novedad.
Siguiendo al marxismo: lo que piensa una sociedad es, en última instancia, el reflejo de lo que se halla en la base económica. Verbigracia, si para el capitalismo tener un mercado mundial omnipresente es vital, en el imaginario social gastar y comprar se posiciona como el ideal de la felicidad. La música de masas pocas veces puede escapar a este condicionamiento.
Por último, es evidente que en una sociedad inequitativa como las que genera el capitalismo, las llamadas Bellas Artes se hallen al margen del gran público; los bienes culturales y científicos no son masivos; la educación entre las clases trabajadores se orienta más a lo “práctico”. En mi opinión, la elevación cultural de las mayorías no se combate con la descalificación y la mofa de sus gustos; tan inútil es como escandalizarse solamente por los efectos nocivos de la superstición o el fanatismo religioso, sin el combate de las condiciones materiales deprimentes (deserción escolar, precariedad laboral, desempleo, etc.) sobre los cuales brotan indeseables efectos.