Se ha normalizado y asimilado a tal grado la precariedad del trabajo y el pauperismo que acarrea consigo, que la resistencia y la lucha por recuperar la dignidad humana que el trabajo otorga pareciera anacrónica y absurda. Lejos estamos de aquellos días en los que el primero de mayo significaba la unión política y consciente de las masas trabajadoras, que abarrotaban las plazas y las calles para honrar su posición en la infatigable lucha entre trabajo y capital. Los sindicatos, que en algún momento fueran la punta de lanza en la defensa de los trabajadores, hoy se han convertido en herramientas de control por parte del capital; sus líderes, en esbirros al servicio del poder que a la menor intrusión en su pequeño feudo, no dudan en mostrar su vileza y descaro ante quienes se atreven a insuflar en el espíritu de los trabajadores el recuerdo cada vez más difuso del poder colectivo.
La realidad de la clase trabajadora en el mundo entero es crítica y empeora aceleradamente conforme el capital busca elevar su tasa de ganancia. A raíz de la crisis provocada por la pandemia del Covid-19 –que antecedía a la ya esperada crisis económica que el movimiento del capital trae consigo y de la que hoy apenas vemos los primeros síntomas con la quiebra y rescate de algunos “pequeños” bancos en EE. UU.– la degradación y el deterioro de las condiciones de trabajo, así como el decrecimiento de la oferta laboral, avivaron un mal que se observa ya irremediable. Según datos de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) «se prevé que el desempleo a escala mundial aumente en unos tres millones» (sumándose a los 208 millones de desempleados existentes); al mismo tiempo que advierte el hecho de que ante esta contracción, los empleos ya existentes serán peor pagados y de menor calidad. Así pues, la perspectiva para los trabajadores del mundo, particularmente para los millones de hombres y mujeres en África, Asia y América es cada día más calamitosa.
La realidad de los mexicanos no sólo no difiere, sino que confirma esta trágica perspectiva. Nuestro país, históricamente fuente de mano de obra barata para los grandes capitales en el mundo por su cercanía con los Estados Unidos, ha dejado de significar la “oportunidad” que los gobiernos vieron y ven para los millones de desempleados en México. La pérdida de capacidad productiva de los EUA, aunada a la proliferación de zonas con más bajos costes de producción, principalmente en Asia, recrudecerán la difícil realidad de los mexicanos. «En las maquiladoras que balizan la frontera norte de México –apunta David Harvey– se han perdido durante los últimos dos años cerca de 200.000 puestos de trabajo, y todos ellos han sido absorbidos por China». Hoy son más de 32 millones los que viven en el empleo informal, es decir, 55% de los trabajadores en edad de laborar. A esto hay que añadir el hecho de que es México el país de la OCDE en el que más se trabaja: 2,225 horas al año frente a las 1,363 de Alemania, país que ocupa el último puesto en este rubro. Estas cifras que evidencian las condiciones más degradantes de empleo, ausencia de seguridad social y cualquier protección y garantía de vida, aumentarán y constituirán el modus vivendi de toda una nación. En otras palabras, estamos, en términos cuantitativos, ante la puerta de la más absoluta pobreza y pauperización que jamás la historia nacional haya conocido.
¿No es este escalofriante escenario un acicate que debiera hacer hervir la sangre e instigar el orgullo de los miles de millones de hombres en el mundo que viven esta tragedia? Lo es, pero la relación entre el trabajo y el capital es más compleja, y queda encubierta a los ojos de los trabajadores. La razón radica, fundamentalmente, en el desconocimiento de esta realidad, a pesar de sufrirla; en la inconsciencia del papel que el trabajo desempeña en la vida humana y social y, en última instancia, en la ignorancia de las posibilidades que existen para transformarla.
Más allá de explicaciones morales y teológicas sobre la realidad, el estudio y conocimiento de la misma ha demostrado que el fundamento de toda actividad humana es el trabajo. La actividad esencial del hombre es precisamente aquella que hoy es un fardo y un castigo. No existe humanidad “al margen del trabajo, en el ocio”, decía Hegel. El filósofo alemán demostró que la única manera que tiene el hombre de ser, de realizarse, es creando; reflejando su esencia humana en un objeto, sea este de las características que fuese: artístico, político, industrial, pedagógico, social, etc. A este proceso de la actividad humana creadora, es decir, al trabajo, a la producción, el idealismo alemán lo definirá como objetivación, concepto que no quiere decir más que transformar en objeto la idea o materializar la voluntad. Sin embargo, Hegel y sus seguidores solo reconocieron el lado positivo del trabajo, el lado creador. Paso necesario pero insuficiente. Necesario por el hecho mismo de que entrevieron que la idea por sí misma no crea, que la consciencia no puede existir aislada del mundo terrenal y que la voluntad requiere condiciones materiales para ser y realizarse. Fue Balzac quien en dos de sus estudios filosóficos: Gambara y La obra maestra desconocida, demostrara con mayor belleza y maestría la imposibilidad de que la idea viva en la idea, la luz en la luz. Para ser, había que crear, que objetivarse.
Fue el mejor discípulo de Hegel, aquél que terminaría por superarlo y volverlo coherente, quien apuntó precisamente el lado negativo y social del trabajo. Marx reconoció la objetivación, es decir, el hacer la voluntad objeto, pero entrevió que esa objetivación no implicaba crecimiento o expansión humana. A diferencia de su maestro, Marx emprendió el vuelo de la tierra al cielo y no a la inversa. Estudió la realidad y demostró que si bien es cierto que es el trabajo el que define la esencia humana, en las relaciones sociales de producción existentes el hombre no es más que una herramienta destinada a producir mercancías, lo que implica que el producto de su trabajo no sólo no le pertenece sino que se le muestra ajeno, es él también una mercancía que se vende independientemente de su voluntad. Esta objetivación enajenante es la que priva en todas las relaciones humanas en las que la clase trabajadora, desde el esclavismo hasta el capitalismo, pierde su razón de ser en el proceso de producción que le exprime hasta la última gota de sudor y de energía a cambio de un salario de hambre que lo mantiene con vida sólo para seguir produciendo. De tal manera que, siguiendo la lógica del razonamiento, si el trabajo es la actividad humana por definición, el hecho de trabajar, crear y producir objetos que no le pertenecen al productor tiene como consecuencia que la vida invierta su sentido y sea el trabajo una manera de extraer al hombre su vitalidad y de reducir la capacidad creadora a una forma esclavizante y destructiva de todas las capacidades humanas. El trabajo en el capitalismo ya no libera, somete y destruye al hombre.
Una vez se ha tomado conciencia de este fenómeno, el trabajador se enfrenta a su realidad con rebeldía, despojándose de la sumisión a la que esas “leyes eternas” le tienen subordinado; se entiende como la parte de la sociedad cuyo destino queda disminuido y atrofiado por los intereses de quienes le explotan con afán de enriquecerse y a quienes les hace entrega de la vida misma, lo que lo unifica con todos los seres víctimas de este fatal destino, lo hermana con sus hermanos en desgracia y lo constituye, en definitiva como una clase social.
La imperiosa necesidad de nuestro tiempo consiste en inculcar a los trabajadores de México y el mundo esa conciencia de clase, la idea clara de que el trabajo que hoy nos somete y enajena y al que incluso hemos perdido todo derecho y que mendigamos a cambio de un pedazo de pan, puede y debe invertir su relación. Exijamos que sea una fuente de crecimiento y dignidad en la que se retribuya al hombre lo que por justicia y derecho le corresponde. Hagámonos eco de las palabras que Lenin, el gran bolchevique, dirigiera a los trabajadores en un lejano pero extraordinariamente actual primero de mayo: «Trabajemos para desterrar esa máxima maldita de “cada uno para sí y Dios para todos”, para desterrar la costumbre de considerar el trabajo únicamente como una prestación y considerar justo tan solo el trabajo retribuido de acuerdo con ciertas normas. Trabajaremos para inculcar en la conciencia, en los hábitos y en las costumbres de cada día de las masas la regla de «todos para uno y uno para todos», la regla de “cada cual según su capacidad y a cada cual según sus necesidades”».