En mayo del 2021, la Federación de Rusia fue el único país del mundo que celebró como se merece, el triunfo de las fuerzas aliadas sobre la Alemania nazi. ¿Cómo se explica el curioso y universal silencio que guardó la mayoría de los países, en particular los que jugaron un papel activo en la Segunda Guerra Mundial? ¿Es que ya se les olvidó la magnitud de la tragedia y el tamaño del peligro que se cernió por un momento sobre la cabeza de todos los seres humanos?
En estos últimos años se habla cada vez más del propósito de revisar y reescribir la historia de los sucesos mundiales a partir del surgimiento del primer experimento socialista encabezado por Vladímir Ilich Lenin en octubre de 1917 (calendario bizantino), pero en particular la historia de la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué se esconde tras de este empeño de cambiar la historia de las dos tragedias mundiales? La respuesta es sencilla: la tenaz decisión de occidente de eliminar de raíz el socialismo, al que considera, desde el momento mismo de su aparición en 1917, como el enemigo más peligroso para el modelo capitalista de producción. Hay pruebas de eso. El 2 de diciembre de 1917, es decir, a menos de un mes del triunfo de la revolución rusa, el presidente norteamericano, Thomas Woodrow Wilson, al ser consultado por su secretario de Estado, Robert Lansing, sobre la posibilidad de reconocer al gobierno de Lenin, respondió: ¡Imposible! El régimen bolchevique es una conspiración demoniaca (…) es especialmente ofensiva su doctrina de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y su odio hacia la propiedad privada (Ronald E. Powaski, Historia de la guerra fría, p. 18. Powaski es historiador norteamericano).
Así pues, la lucha del imperialismo por erradicar de la faz de la tierra el experimento socialista, nunca fue una simple equivocación sino una decisión bien asentada en el conocimiento de los principios básicos de la doctrina socialista y de las medidas políticas que trata de poner en práctica al llegar al poder. De ahí que su propósito, independientemente de los distintos giros de estilo y de énfasis que le han impuesto las circunstancias, nunca fue otro que la eliminación total y definitiva del socialismo en todo el mundo. La posición de Wilson fue el punto de partida de la guerra de exterminio contra el gobierno de Lenin, ayudando con armas, dinero y asesoría a la contrarrevolución interna de los llamados “guardias blancos”; mediante el desembarco de tropas aliadas en el lejano noroeste y de los japoneses en el Lejano Oriente, para asesorar a la llamada “legión checoslovaca” en la conquista de Siberia. Esta política culminó con la sangrienta guerra civil de 1918-1920, armada y financiada desde el exterior por los aliados, que fue finalmente aplastada por el Ejército Rojo, entonces en formación, a un alto costo en vidas y recursos.
Pero con esa derrota, la guerra de exterminio no hizo más que cambiar de forma, echando mano de nuevos recursos como el bloqueo financiero, tecnológico y comercial a la URSS para aislarla y hundirla en una grave crisis económica. Sin embargo, la recién terminada Primera Guerra Mundial (1914-1918) había dejado un panorama peor en Occidente: enormes masas de trabajadores hambrientos y desempleados, sin vivienda, sin servicios, sin medicinas y sin ayuda oficial de ningún tipo. Por todo eso, crecía por momentos la inclinación hacia un cambio revolucionario semejante al llevado a cabo por los obreros y campesinos de Rusia. Era urgente frenar este giro peligroso de la opinión de los maltratados por la guerra y atajar la “peste bolchevique” que cundía entre ellos.
Fue así como, entre otras medidas, nació la guerra ideológica sin cuartel para “denunciar” los horrores del socialismo y el carácter torvo y criminal de sus dirigentes. El propósito era vacunar a los hambrientos contra el “virus del comunismo”, y para eso se tornó indispensable crear una nueva narrativa de la Primera Guerra Mundial y de los sucesos ocurridos desde 1917, es decir, se hizo necesario “reescribir” la historia, tal como está ocurriendo ahora.
Pero esta primera versión de la “guerra fría” siguió un camino distinto al de su versión clásica. En su discurso del 9 de mayo, una pieza sobria, mesurada y breve pero apegada a la verdad histórica, el presidente ruso Vladímir Putin dijo algo muy revelador a este respecto: “Han pasado casi 100 años desde la época en que la abominable bestia nazi estaba ganando insolencia y fuerza depredadora en Europa Central. Las consignas de supremacía racial y étnica, antisemitismo y rusofobia eran cada vez más cínicas. Los acuerdos diseñados para detener el deslizamiento de tierra hacia una guerra mundial se rompieron fácilmente. (subrayado de ACM). En mi opinión, el presidente Putin alude a la conducta cómplice de las potencias imperialistas vencedoras en la primera guerra, que no solo permitieron la libre actividad propagandística de los nazis, sino que ayudaron activamente a Hitler a crecer y fortalecerse con el propósito de prepararlo para desencadenar la Segunda Guerra Mundial.
Está suficientemente probado que el periodo entre las dos guerras puede definirse como el periodo del olvido y la traición al Tratado de Versalles, firmado por las potencias vencedoras y Alemania para poner fin a la primera contienda. Ese tratado imponía a los alemanes condiciones severas sobre expansión territorial, número y armamento de sus tropas, prohibición de reconstruir su fuerza naval y una pesada indemnización de guerra a pagar puntualmente a los vencedores firmantes del Tratado. Tales cláusulas tenían el propósito de impedir el expansionismo y el rearme de Alemania o, lo que es lo mismo, evitar una nueva guerra, como dice Putin. ¿Por qué no dieron el resultado esperado? ¿Qué fue lo que falló? Simplemente, que los encargados de hacer cumplir el Tratado rápidamente lo olvidaron en aras de permitir a Hitler hacer exactamente lo que ese documento le prohibía expresamente, incluido renunciar al pago de las indemnizaciones de guerra a ellos mismos.
Los hechos hablan. La primera violación al Tratado de Versalles fue el Tratado de Locarno, el primer acuerdo internacional de las potencias vencedoras con Alemania después de Versalles, firmado en 1925. Según este acuerdo, Alemania, Francia y Bélgica se comprometían a garantizar la inviolabilidad de las fronteras germano-francesa y germano-belga trazadas en Versalles; Inglaterra e Italia firmaron como garantes del pacto. Mucho se puede decir sobre la legitimación de Alemania en este pacto, pero el verdadero fondo de la maniobra consistió en que no se extendió la misma garantía fronteriza a los vecinos orientales de Alemania, es decir, a Polonia y Checoslovaquia, con lo cual se le dejó abierta la puerta para una futura invasión, como finalmente ocurrió. Con esto, las potencias imperialistas buscaban impulsar el renacimiento y la fortaleza de Alemania a costa de sus vecinos orientales y alejarla de la tentación de lanzarse sobre occidente.
Las consecuencias del pacto no se apreciaron de inmediato; hubo que esperar al arribo de Hitler al poder, en febrero de 1933, para conocer sus frutos envenenados. En 1936, violando abiertamente el Pacto de Locarno, Hitler invadió la zona desmilitarizada de la Renania Francesa, sin que ninguno de los firmantes moviera un dedo para impedirlo; mediante un “plebiscito” recuperó la cuenca del Ruhr, en posesión de Francia para resarcirse de la falta del pago de las reparaciones de guerra; inició la reconstrucción acelerada de su ejército y la modernización de su armamento; declaró públicamente su retirada de la Sociedad de Naciones, lo que le dejaba manos libres para llevar a cabo sus planes. Nada de esto inmutó a los aliados.
En el terreno de la moral y los derechos humanos, comenzó asesinando a sus rivales políticos a sangre fría; ordenó el incendio del parlamente para poder perseguir a los comunistas y otras minorías políticas y raciales; expulsó a los judíos del ejército y los cargos públicos; multiplicó los pogromos (matanzas y despojos masivos) en su contra; les prohibió el ejercicio de muchas profesiones e incluso su ingreso a las Universidades; hizo más riguroso su confinamiento en ghetos; dispuso la esterilización forzosa de discapacitados, deformes, retrasados y enfermos incurables; organizó las matanzas conocidas como la “noche de los cuchillos largos” y la “noche de los cristales rotos”; ordenó la quema de los libros prohibidos y la expulsión de científicos, intelectuales y artistas, judíos o no de pura sangre aria, como Einstein, Thomas Mann y Bertolt Brecht. Esta escalofriante aunque cronológicamente desordenada enumeración de abusos y crímenes, fue bien conocida en Europa y en el mundo, particularmente por las clases gobernantes y ricas, y dice mucho de su contubernio con Hitler el que no se conozca una sola denuncia o una sola condena de su parte.
Así, llegamos al año 1938, el año en que la Segunda Guerra Mundial entró en la recta final. El 13 de marzo, Hitler se anexó Austria alegando que la mayoría de sus habitantes eran de raza alemana; Chamberlain, primer ministro británico, justificó su inacción diciendo que ningún inglés estaría dispuesto a dar la vida porque dos pueblos alemanes desearan reunificarse. El 24 de septiembre, Hitler lanzó un ultimátum contra Checoslovaquia exigiendo la entrega de los Sudetes, la zona limítrofe con Alemania. Los checoslovacos se resistieron y Gran Bretaña intervino en el conflicto. Luego de varias entrevistas secretas con Hitler y de varios chalaneos con Francia, el 30 de septiembre se firmó el pacto de Múnich por el cual Chamberlain y Daladier cedían los Sudetes a Hitler, sin el consentimiento y sin la participación de Checoslovaquia. A cambio, Hitler prometió no reclamar un centímetro más de tierra. Daladier en Francia y Chamberlain en Inglaterra fueron recibidos como héroes “por haber salvado la paz de Europa”. El 15 de marzo de 1939, Hitler invadía y se anexaba Checoslovaquia completa.
A esta conducta de las potencias imperialistas los historiadores de Occidente la denominan “política de apaciguamiento”. El nombre proviene de la explicación que el Primer Ministro británico dio a su país y al mundo: su objetivo, que no podía ser más noble ni más justificado, era “apaciguar” a Hitler saciando su apetito territorial para calmar sus ansias de conquista por medio de las armas, todo para salvar al mundo de una guerra de proporciones apocalípticas. Pero el argumento se viene abajo no solo por su monumental fracaso, pues la guerra de todos modos ocurrió, sino también porque la política de apaciguamiento continuó incluso después de iniciada la guerra. Está demostrado que el gobierno británico siguió buscando el entendimiento con Hitler en pleno desarrollo del conflicto, ahora para proponerle repartirse el mundo entre ambas potencias, manos libres en todo el territorio de Europa Oriental, incluida Polonia con quien acababa de firmar un pacto de defensa mutua.
También queda totalmente desvirtuado el argumento por lo que los mismos historiadores llaman “la extraña guerra”. Después de la invasión de Polonia el 1º de septiembre de 1939, Gran Bretaña se vio forzada a declarar la guerra a Alemania para evitar el ridículo mundial, lo que hizo dos días después, el 3 de septiembre de 1939. Lo “extraño” consiste en que, después de la declaración, no paso nada más: no hubo ningún preparativo, ningún reclutamiento de emergencia, ningún desplazamiento de tropas. ¡Nada! Parecía que la declaración misma había dejado exhausta, o satisfecha a Gran Bretaña. Mientras, las élites pro fascistas de Francia e Inglaterra exigían negociaciones urgentes al mismo tiempo que llamaban a la población a oponerse a un enfrentamiento con Alemania. Todos estos hechos refuerzan la explicación de que la verdadera causa de la conducta de los imperialistas no se explica por el deseo de defender la paz mundial, sino por su intención de usar a Alemania como ariete contra la Unión Soviética y su experimento socialista.
Adornos teóricos aparte, no hay duda de que la Primera Guerra Mundial fue una guerra entre las naciones imperialistas por la hegemonía mundial. Ya en esa guerra, el factor desencadenante fue Alemania que, con su vigoroso desarrollo económico e industrial a partir de su unificación en 1871, irrumpió en un mundo ya repartido entre las potencias con un desarrollo más antiguo exigiendo un nuevo reparto del planeta. Como sabemos, Alemania perdió la guerra pero eso no resolvió su necesidad de mercado para su producción. Las duras condiciones que le fueron impuestas por los vencedores en Versalles, le sirvieron de acicate para una acelerada reconstrucción y para armarse mejor con vistas a una nueva guerra. Esta vez ya no sería por un nuevo reparto, sino por el dominio total del mundo.
La Primera Guerra Mundial, además, aceleró la maduración de las condiciones para que el proletariado y el campesinado de los países beligerantes, incluida la Rusia de los zares, sintieran la necesidad y adquirieran la capacidad de tomar el poder para construir una sociedad radicalmente nueva, que garantizara la libertad y el bienestar de las mayorías. Esto fue la Revolución de Octubre en Rusia. A partir de esa revolución proletaria, la pugna interimperialista por la supremacía mundial se hizo más compleja: ahora había un tercer concursante, un enemigo más peligroso que cualquiera de los anteriores. Ya hemos visto que los líderes principales del llamado “mundo libre” tuvieron claro el problema desde el primer momento y que a tiempo decidieron que la dirección principal de su lucha tendría que ser en contra de este nuevo enemigo con el fin de destruirlo por completo. Y eso fue lo que hicieron en el periodo de entreguerras, como acabamos de ver. Así, y no de otra manera, se explican sus ayudas y complicidades con Hitler y su silencio de tumbas ante sus crímenes y atrocidades.
Ya vimos como Chamberlain y su gobierno siguieron buscando canales secretos para negociar con Hitler después de estallar la guerra. Pero hay más. Al mismo tiempo que cortejaban a Hitler, rechazaban una y otra vez la oferta de Stalin de una alianza para hacer frente al peligro nazi. “En septiembre de 1934, la Unión Soviética pasó a formar parte de la Sociedad de Naciones (…) durante los siguientes cuatro años, Stalin trató de crear una alianza con Gran Bretaña y Francia, sin éxito. Los gobiernos derechistas británicos de Baldwin y Chamberlain mostraron una actitud marcadamente anticomunista y se negaron a aceptar las garantías personales de Stalin conforme él no tenía interés en prestar apoyo a las revoluciones de Europa ni en ningún otro lugar (Chris Bambery, Historia marxista de la Segunda Guerra mundial. Bambery es un historiador británico).
Stalin persistió en su oferta hasta el último momento. Muy poco antes de la invasión de Polonia y el inicio formal de la guerra, una delegación franco-británica arribó a Moscú con la aparente misión de concluir un pacto de defensa mutua. La primera sesión tuvo lugar el 12 de agosto de 1939. Pero durante el desarrollo de las pláticas, fue quedando claro que no había verdadera intención de llegar a un acuerdo; se trataba solo de la prolongar la negociación para obtener la mayor información posible. La delegación soviética decidió plantear la cuestión esencial: ¿estaban los aliados dispuestos a obligar a Rumania y Polonia a permitir el paso por su territorio del Ejército Rojo con destino a Alemania? De ello dependía toda la negociación, dijeron. Tras muchas evasivas, la respuesta final fue no y los soviéticos pusieron fin a la farsa el 22 de agosto de 1939, es decir, nueve días antes de la invasión a Polonia y doce antes de la declaración oficial de guerra por parte de Gran Bretaña.
La conducta de los aliados ha sido totalmente esclarecida por la investigación histórica: “Inglaterra, a espaldas de la URSS, efectuaba negociaciones secretas con el Reich fascista”; en el curso de las conversaciones “hizo propuestas de largo alcance acerca de la colaboración anglo alemana y la firma de un acuerdo de no agresión, no intervención y reparto de las esferas de influencia entre los dos países (…) los círculos gubernamentales ingleses prometían a los hitlerianos suspender las conversaciones con la URSS y negar a Polonia las garantías que había firmado poco tiempo antes”, es decir, ofrecían a Hitler, sin ningún escrúpulo la cabeza de Polonia (ver Oleg A Rzheshevski, La Segunda Guerra mundial. Mito y realidad; Ed. progreso. pp 84-85).
Rotas las negociaciones, la URSS se halló literalmente entre la espada y la pared. Estaba claro que Occidente había decidido aliarse con Hitler para un ataque conjunto en su contra y, por otro lado, no había duda de que los japoneses estaban decididos a apoderarse de los territorios rusos en el Lejano Oriente. No hacía mucho que habían sido frenados en Mongolia gracias al arrojo del Ejército Rojo y a la dirección acertada del futuro mariscal soviético Gueorgui Zhúkov, héroe de la batalla de Jaljin-Gol. No quedaba más opción que aceptar la oferta de Hitler de un tratado de paz y cooperación mutua entre ambos países, por muy repugnante y deshonrosa que pudiera ser. Aliarse con Hitler era asirse a un clavo al rojo vivo, pero la realidad no dejaba otro camino: había que ganar tiempo para salvar al país y a la revolución.
No es difícil explicar por qué Hitler rechazó la oferta británica y prefirió la alianza con Stalin. Ya dije antes que el verdadero propósito de Hitler no era ya un nuevo reparto del mundo sino su dominio completo, pasando por encima de todos y de todo, incluidos el imperio británico y el emergente imperialismo norteamericano. Por esa razón, el Führer no quería paz sino guerra, guerra sin cuartel y sin fin hasta consumar su ambicioso proyecto o perecer en el intento. Por eso no le interesó en lo más mínimo la oferta de Chamberlain.
Para la invasión segura de Polonia, Hitler necesitaba asegurar su frente oriental y evitar así el riesgo de una lucha en dos frentes, el occidental, que podía verse reforzado por las tropas británicas y francesas, y el oriental, que dependía enteramente de la URSS. Su plan de invadir Francia al año siguiente y a la propia URSS en 1941, le exigía, además, asegurarse la provisión de materias primas como el petróleo, y el acopio de granos y otros alimentos, de todo lo cual Rusia se ofrecía como una fuente segura y suficiente. Estas fueron las razones que inclinaron al jefe nazi a sellar el pacto de no agresión con la URSS, el llamado pacto Ribbentrop-Molotov firmado el 23 de agosto, es decir, al día siguiente de la ruptura definitiva de las negociaciones con occidente.
La proximidad de ambas fechas sirve de argumento a muchos para acusar a Stalin de un doble juego. Sobran las fuentes para demostrar que esto no es cierto, pero su exposición detallada cae fuera de los límites de este trabajo. Es verdad, en cambio, que el pacto reportó a la URSS la ventaja esencial de recuperar su frontera occidental de antes de la Primera Guerra Mundial; pero no se trataba, como dicen sus críticos, de un expansionismo y de un despojo a sus vecinos que lo igualaban con los nazis, sino de la necesidad estratégica de recuperar sus antiguas fronteras, que perdió en Versalles, para contar con una línea occidental más segura y más fácil de fortificar en prevención de un futuro ataque alemán. Esta pretensión legítima fue comunicada en su momento a los aliados occidentales, y fue una de las razones de éstos para rechazar la alianza que les proponía Stalin: no querían ayudar a defenderse a su peor enemigo. Hitler, más astuto y pérfido, aceptó la demanda pensando en recuperarlo todo más tarde.
La verdadera Segunda Guerra Mundial no comenzó con la declaración formal de Gran Bretaña del 3 de septiembre de 1939, sino con la invasión de Francia en mayo de 1940 y el escape apresurado de los ejércitos británicos ante el empuje arrollador de Alemania. Los británicos y norteamericanos no se decidieron a luchar en serio contra Hitler sino cuando quedó claro que este iría contra ellos tarde o temprano para hacerse con el control mundial. A pesar de eso, salvo los bombardeos ineficaces de Hitler a Londres, la participación de ambas potencias puede calificarse de marginal. Desde la rendición de Francia el 25 de junio de 1940, británicos y norteamericanos se constriñeron a la guerra en el norte de África contra las tropas de Rommel, con el único objetivo de defender los intereses del Imperio británico en el Magreb y para mantener funcionando el canal de Suez, por donde circulaban las mercancías y las materias primas de y hacia las islas británicas. Nunca tuvieron un verdadero cuerpo a cuerpo con las fuerzas de Hitler. Esto le permitió al Führer concentrar el 75% de sus efectivos terrestres y aéreos en el ataque a la URSS.
Mucho se ha alegado que el rápido avance alemán de las primeras semanas y el enorme costo en vidas y recursos de todo tipo que tuvo que pagar la Unión Soviética, fueron responsabilidad de la confianza ciega de Stalin en la palabra y la firma de Hitler. Su ejército y su armamento, dicen, eran una verdadera ruina comparados con las modernas tropas de Hitler. También esto es falso, aunque tampoco puedo entrar en los detalles. Me limitaré a tres argumentos de carácter general, pero absolutamente evidentes: 1) El propio pacto Ribbentrop-Molotov, cuyo objetivo principal era ganar fronteras seguras en previsión de un ataque proveniente de Alemania. 2) El triunfo aplastante de la URSS. Salvo que se crea en los milagros, resulta punto menos que imposible imaginar cómo en tan poco tiempo y bajo el nutrido fuego alemán, se pudo remontar el desastre que dicen hasta convertirlo en una resonante victoria. 3) La situación material de Rusia en el momento del ataque. Sus críticos olvidan que el país de los soviets venía a) de la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, que fue un costoso desastre, en particular para sus fuerzas navales; b) de la primera revolución de 1905-1907, que cobró cientos de vidas e ingentes recursos para aplastar a los trabajadores; c) de los terribles daños de la Primera Guerra Mundial que, además de los miles de muertos en el frente, desorganizó su economía, dislocó el transporte y redujo drásticamente la producción de alimentos, ya que el 80% del ejército eran campesinos uniformados que dejaron el arado para empuñar el fusil. Y a esto hay que añadir la sangrienta guerra civil de 1918-1920 y la feroz lucha ideológica contra Trotski y Bujarin, que duró desde la muerte de Lenin hasta el congreso del partido en 1927. Rusia, pues, no pudo retomar el crecimiento sino a partir del primer plan quinquenal, que comenzó a aplicarse en 1928. Cuando Hitler inició el ataque, el 22 de junio de 1941, iban escasamente poco más de dos planes quinquenales y medio.
La debilidad económica y militar de Rusia, en la medida en que realmente existían en el momento del ataque alemán, nacen de aquí y no de la falta de visión estratégica ni de la ciega confianza de Stalin en la palabra de Hitler. Y a pesar de esas debilidades, la URSS se rehízo rápidamente, superó los daños profundos de la primera embestida y derrotó a la Wehrmacht y a la Luftwaffe de Hitler, con todo y su fama de imbatibles. Y todavía hay quien dice que la Revolución de Octubre fue un error y un horror que la humanidad no debe volver a repetir. Por todo lo dicho hasta aquí y teniendo en cuenta la peligrosidad del enemigo, los 26 millones de muertos, las 1,500 ciudades arrasadas y las más de cien mil aldeas desaparecidas, los miles de aviones destruidos en tierra, las decenas de grandes fábricas derribadas y saqueadas y las miles de hectáreas de cultivos destruidos, junto con la participación marginal de los aliados, me parece que no hay duda de que fue la URSS quien ganó la Segunda Guerra Mundial.
Curiosamente, en los días posteriores a la derrota de Hitler, nadie ponía en duda esta verdad elemental. Es muy conocido el mensaje que Churchill envió a Stalin el 8 de mayo de 1945, el mismo día en que Alemania firmó su rendición: “Las generaciones futuras reconocerán su deuda con el Ejército Rojo en una forma tan franca como lo hacemos nosotros que hemos vivido para presenciar estas pujantes hazañas”. ¿Qué sucedió después? ¿Por qué cambió tan radicalmente el punto de vista de Churchill? La explicación consiste en que, tanto Churchill como sus aliados consideraban que la URSS debía darse por satisfecha con tales elogios y que debía regresar a casa tranquila y satisfecha pero con las manos vacías. Y no fue así. La Europa Oriental liberada por el Ejército Rojo optó por organizarse como repúblicas populares o socialistas y unirse a la Unión Soviética para construir juntos un mundo mejor. Hitler y las potencias occidentales fraguaron y pusieron en ejecución una guerra mundial devastadora para acabar de raíz con el socialismo, pero lo que obtuvieron fue exactamente lo contrario: un bloque de naciones socialistas que representaba una fuerza mucho mayor y más invencible que la antigua URSS en solitario.
Esto redobló la decisión de acabar también con tal enemigo empleando cualquier medio lícito o ilícito. Se reactivó e intensificó como nunca antes la “guerra fría”, ahora con nombre y apellido creados por el periodista norteamericano Walter Lippman, pero que, en los hechos, venía operando desde los días de Wilson, como ya vimos. El objetivo era dar un giro de 180 grados a la imagen que el mundo tenía de la nación vencedora de la “bestia nazi”; había que transformar al héroe en villano y al amigo de antes en el enemigo de hoy. Para eso se valieron de todo tipo de infundios y calumnias contra la URSS y el socialismo; les negaron hasta el más pequeño mérito y resaltaron y exageraron hasta la caricatura sus defectos y errores. Así nació la arbitraria y falsa equiparación de Stalin con Hitler, y de la URSS con la Alemania nazi, y así nació también el combate contra el “mito” de que la URSS ganó la guerra.
Después de la caída del bloque socialista en 1991, la guerra fría amainó: el enemigo había sido vencido y ahora era considerado por Occidente como una nueva y vasta colonia, lista para ser explotada por sus capitales. Pero la dialéctica del desarrollo les tenía una nueva sorpresa: sin saber cómo ni cómo no, de pronto se encontraron con que las “nuevas colonias” se habían vuelto a transformar en potencias mundiales que cuestionaban, ahora con nuevas armas y con nuevos recursos, su hegemonía mundial. Esto reavivó con más fuerza la guerra fría. El portal español MUNDO OBRERO relata con elocuencia en qué consiste, antes y ahora, esta guerra ideológica:
“Pero para darle la vuelta a la realidad y que 80 años después la mayoría de los europeos piensen que los norteamericanos derrotaron a Hitler (…) pusieron en marcha un plan sistemático de adoctrinamiento secreto que ha estado funcionando como mínimo hasta los años setenta. En la construcción de “la Gran Mentira” (…) movilizaron la práctica totalidad de la poderosísima industria cultural: cine, medios de comunicación, universidades, teatro, música culta y popular. Contaron con dinero a espuertas (…) utilizaron hasta 164 fundaciones para canalizar los fondos reservados, algunas creadas por la CIA y otras tan conocidas como la Fundación Rockefeller, la Carnegie o la Ford. Tiene su gracia macabra que la Fundación Ford estuviese propagando la afinidad entre Stalin y Hitler, cuando era conocida la mutua admiración que se profesaban Henry Ford y Adolf Hitler. El único cuadro que adornaba la oficina nazi del Führer en Viena era un retrato de Ford. Entre 1963 y 1966, casi la mitad de las donaciones que recibieron esas 164 fundaciones procedían de los fondos de la CIA”.
Es en este contexto que aparece y se explica la aparentemente extemporánea pregunta de ¿quién ganó la Segunda Guerra Mundial?, así como los intentos, absurdos a primera vista, de reescribir la historia. Es la nueva guerra fría que busca distorsionar la imagen de China y Rusia con miras a someterlas o exterminarlas, como el único obstáculo serio que se opone al proyecto imperialista de dominación mundial. Y así se explican también la solitaria celebración de la victoria por la Federación de Rusia y el silencio sepulcral de Occidente.
El presidente de Rusia dice verdad cuando afirma “La guerra la ganamos nosotros”. Y también cuando remacha dirigiéndose a los veteranos: “Ustedes salieron vencedores absolutos en la batalla contra el nazismo y eternizaron la memoria del 9 de mayo de 1945. Siempre recordaremos que fue el pueblo soviético (subrayado de ACM) quien demostró el máximo heroísmo (…); durante los tiempos más duros de la guerra, durante las batallas cruciales (…) contra el nazismo, nuestra nación estaba sola en el camino penoso, heroico y abnegado hacia la victoria”. ¿Alguna duda, señores que hoy se cuelgan con todo cinismo la medalla del triunfo? Y Putin actualiza su mensaje: “Desafortunadamente, se intenta desplegar una gran parte de la ideología nazi (Ucrania y sus protectores y aliados, ACM) y las ideas de aquellos que estaban obsesionados con la teoría delirante de su propia supremacía (como hoy Estados Unidos, ACM). Y advierte: “Aquellos que están tramando nuevas agresiones no pueden ser perdonados ni justificados”. Como dice nuestro pueblo: bajo advertencia no hay engaño.
Sin embargo, pienso que Rusia no debería olvidar que la guerra fría, la guerra sucia de desprestigio y calumnias sin nombre contra el heroico pueblo soviético, recibió una ayuda invaluable de la denuncia, unilateral y artificialmente inflada, de los “crímenes de Stalin” por parte de Nikita S. Jruschov (ucraniano por cierto), en el XX Congreso del PCUS. Esa soga en el cuello acabó ahogando, junto con otros factores negativos, a la URSS, y es la misma que hoy no deja moverse con libertad y orgullo a la Rusia actual. No puede emprender ni decir nada radical y decisivo para la humanidad sin que de inmediato surjan “los crímenes” del feroz “dictador soviético” para acallar su voz. Ya es hora de que Rusia y los rusos se sacudan de encima este sambenito, documentando y publicando un estudio completo, detallado y preciso sobre quién fue realmente Stalin, qué fue lo que hizo bien y qué lo que hizo mal y por qué. No olvidemos que, al final del día, fue él quien condujo a la URSS a la victoria sobre los nazis de que se enorgullecen con razón las nuevas generaciones de rusos. Hay que dar la cara al mundo con la verdad en la mano para que Rusia sea libre de hablar y actuar sin que le saquen los cadáveres del clóset. Tal vez esa es la señal que la juventud rusa espera para volver a hacer de su país una verdadera potencia socialista al lado de China.