Aunque suene catastrófico, es la verdad. No hay esperanza de solucionar los terribles problemas que enfrentan los trabajadores del mundo mientras que el diseño y la ejecución de los planes para emanciparlos dependan casi exclusivamente de resoluciones de organismos internacionales y de otras clases sociales de sus respectivos países, muchas de ellas adversarias históricas de los obreros, sin que haya una gran movilización de trabajadores para hacer valer sus intereses formando una fuerza social organizada y enarbolando un programa de acción que los lleve al poder político y los tenga como principales protagonistas y beneficiarios de una nueva sociedad más equitativa. Así lo demuestra, una vez más, lo ocurrido en la recién clausurada Conferencia Internacional del Trabajo, realizada en Ginebra, Suiza, por la Organización Internacional del Trabajo, a la que asistieron 5 mil delegados, en representación de gobiernos, patrones y trabajadores de 187 países, pero sin que las grandes masas de trabajadores se enteraran de cómo se eligió a dichos “representantes” y mucho menos de lo que iban a decir y proponer a su nombre en dicha Conferencia mundial.
No me refiero a que sea totalmente inútil para los trabajadores conocer lo que se dice en tales encuentros. Al contrario, pueden encontrarse datos y diagnósticos que agitan al más apacible. Por ejemplo, en el documento presentado por el director de la OIT, Gilbert F. Houngbo, hay ideas que evidentemente sirven para dimensionar el drama al que se enfrentan millones de personas productoras de riqueza pero que no disponen de ella ni para resolver lo más elemental en la vida humana, lo cual les provoca infelicidad creciente y masiva: “Casi tres cuartas partes de las personas que respondieron a una encuesta mundial reciente declararon que están teniendo dificultades o sufriendo, mientras que solo algo más de una cuarta parte consideran que están prosperando. La percepción de que algo en la sociedad es profundamente injusto —y el malestar social que evoca— es una de las causas más importantes de la inestabilidad social en la actualidad”, escribió Houngbo.
¿Y que felicidad se puede encontrar en un mundo donde hay casi 700 millones de personas viviendo en pobreza extrema? Dice el señor Houngbo: “estas personas son incapaces de procurarse recursos suficientes para satisfacer sus necesidades básicas de agua potable salubre, alimentación, saneamiento, salud y vivienda. Estas carencias son una afrenta a la dignidad humana y, por lo general, están interrelacionadas con otras injusticias, como el trabajo infantil y el trabajo forzoso. Se calcula que, en todo el mundo, había 160 millones de niños afectados por el trabajo infantil en 2020 y cerca de 50 millones de personas viviendo en situación de esclavitud moderna en 2021”.
En vez de programas para entregar dádivas y “ apoyos”, como los que se entregan en México a cambio de votos, la OIT plantea que debe procurarse “empleo decente”, entendiéndose éste como un trabajo bien remunerado y realizado en condiciones dignas para el trabajador. “El empleo decente sigue siendo el principal medio para garantizar el bienestar material y la mejora del nivel de vida. Tener un trabajo decente permite a las personas trabajar con dignidad y fomenta la inclusión social. Sin embargo, se calcula que en 2022 había 207 millones de personas desempleadas en todo el mundo”… Incluso cuando se consigue empleo, la realidad es que la mayoría de la población mundial empleada —más del 60 por ciento— trabaja en la economía informal . Estos trabajadores tienen el doble de probabilidades de vivir en la pobreza que los de la economía formal”. Para la inmensa mayoría, tener “trabajo decente” es imposible en el capìtalismo.
El reporte abunda en datos sobre la exposición de los obreros a trabajos inseguros, lo que incluye los riesgos laborales adicionales provocados por el cambio climático; afirma que más de 4 mil millones de personas (la mitad de la población del mundo) carece de protección social e ingresos seguros para su vejez; los niveles salariales los aproximan a la miseria; son víctimas de la violencia y de muchas otras calamidades.
Tras una abundante batería de datos y argumentos que retratan el grave deterioro de las condiciones de vida de millones de trabajadores y lo lejos que se encuentra acceder al “trabajo decente”, la propia OIT expone donde están sus limitaciones: “La capacidad de la OIT para impulsar la justicia social está supeditada a que los Gobiernos y las organizaciones de empleadores y de trabajadores aúnen esfuerzos para definir las políticas y determinar las prioridades que enmarcarán la acción en los planos nacional y mundial”, lo cual significa en la mayoría de los casos poner la Iglesia en manos de Lutero, es decir, pretender que la eliminación de las desigualdades corra a cargo de fuerzas que en la inmensa mayoría de países son las beneficiarias de las desigualdades, del trabajo mal pagado, de los sistemas fiscales que no cobran impuestos a las grandes fortunas; que han desmantelado la seguridad social y someten a los trabajadores a una gigantesca manipulación haciéndoles creer que justicia social es recibir unos cuantos pesos en una tarjeta bancaria emitida por el gobierno en turno.
Podrá haber mil Conferencias mundiales sobre el trabajo y otros tantos diagnósticos que retraten la pobreza, la desesperanza y la explotación de quienes generan la riqueza, pero mientras los trabajadores no entiendan que su destino lo tienen que cambiar ellos mismos, organizados en un partido propio y luchando por el poder político que les permita condiciones dignas de trabajo y una distribución equitativa de la riqueza, seguirán en las mismas condiciones, esperando soluciones milagrosas de políticos demagogos disfrazados de defensores del pueblo. Seguirán, pues, en manos de esos demagogos que, dijo Lenin, son los peores enemigos de la clase obrera.