El día de mañana se cumple una semana de la desaparición del sumergible experimental Titán -propiedad de la empresa privada OceanGate Inc.-, cuya comunicación se perdió, dicen, a escasas dos horas de su descenso en las aguas del Atlántico con el fin de llegar hasta los restos del Titanic, que se encuentran a unos tres mil ochocientos metros de profundidad. El Titán llevaba un piloto y cuatro turistas, cuya riqueza es tan grande que ya no necesitaban trabajar para vivir y, aburridos de ya no saber en qué gastar tanta riqueza, habían decidido dedicar sus días a gozar de aventuras extremas; esta aventura, de la cual ya no volvieron, les costó a cada uno 250 mil dólares, es decir, poco más de cuatro millones de pesos mexicanos por cabeza. El señor Stockton Rush -quien además de ser quien piloteaba el sumergible, era dueño de la empresa y dirigió la construcción del mismo-, ya había sido señalado antes por no respetar las reglas en su construcción. El caso es que el Titán implosionó, o sea, se rompió en pedazos, precisamente porque el casco era de fibra de carbono, material que ante la enorme presión del agua se comprime y por ello las normas internacionales no lo recomiendan para ese tipo de sumergibles.
Las noticias acerca de ese hecho han sido bastante prolijas, los recursos oficiales invertidos en su búsqueda y rescate, tanto del gobierno de Estados Unidos como el de Canadá, no han parado de fluir (Guardia Costera, helicópteros, aviones, drones y robots submarinos) prácticamente desde que se perdió la comunicación; millones de dólares invertidos ¿para qué?, ¿en qué beneficia eso a la humanidad, o por lo menos, a los estadounidenses y canadienses empobrecidos? En nada. Comparemos este suceso con lo acontecido, por ejemplo, durante la pandemia de Covid-19; fue en los EE. UU. donde murió la mayor cantidad de personas que en cualquier otro país del mundo, y en su inmensa mayoría se trató de los más débiles y desamparados por el sistema y su Estado. ¿Cuánto se invirtió, por ejemplo, para construir más morgues?, seguramente nada, pues el mundo entero fue testigo de que una vez rebasadas las que había, los cadáveres se apilaban dentro de camiones frigoríficos y permanecían ahí por meses, mientras sus familiares conseguían recursos para poder enterrarlos o incinerarlos, pues el Estado no los ayudó. ¿Cuánto gastó en repatriar a quienes tenían a sus familias a cientos o miles de kilómetros?, que se sepa, ni un dólar. He ahí la diferencia entre el trato que se les da a quienes han amasado grandes fortunas a costa, precisamente, de la plusvalía que han arrancado a los trabajadores, y el trato que se les da a quienes producen la riqueza. El paraíso terrenal para un puñado de ricos, el infierno terrenal para las grandes masas de empobrecidos.
Comparémoslo también con el caso de los mexicanos que van a trabajar como jornaleros a Canadá. Apenas hace unos días, recibí el reportaje “De los que se van”, que relata el viaje -desde la salida del aeropuerto internacional Benito Juárez de la Ciudad de México hasta la llegada a una ciudad situada a 40 minutos de Montreal-, de un grupo de los 26 mil jornaleros que viajarán este año a aquel país como parte del programa de trabajadores agrícolas temporales, cifra récord desde 1974. La reportera Ivette Solórzano, de N+Media (autora del reportaje), realizó el viaje junto con ellos, varios de los cuales lo han hecho varias veces en su vida, como el señor Efraín Rodríguez, de 53 años de edad y originario del estado de Tlaxcala, quien ya conoce la rutina pues la mitad de su vida, 18 temporadas, la ha pasado trabajando como jornalero en ese campo. Un autobús escolar pasa por ellos al aeropuerto de Montreal y los lleva hasta el lugar en donde trabajarán; antes de instalarse en los galerones donde vivirán, se les entrega un bono por 200 dólares canadienses, cantidad que el patrón les presta para que compren algo de despensa, pues van sin un peso en la bolsa; a tal préstamo, hay que sumar el dinero que, antes de comenzar a trabajar, ya adeudan por concepto del 50 por ciento del boleto de avión. Trabajarán en una granja privada de poco más de mil 200 hectáreas, a la que llegan cerca de 200 jornaleros mexicanos.
El empleador debe ofrecerles un mínimo de 240 horas de trabajo al mes, pero el máximo de horas lo fija el propio trabajador pues depende de su experiencia, destreza y edad. Así por ejemplo, José Luis Cruz, de 27 años de edad y originario del Estado de México, trabaja 14 horas al día (de 6 de la mañana a 8 de la noche); por hora trabajada a todos se les paga 15 dólares con 25 centavos. En una temporada de trabajo de seis meses ganan entre 25 mil y 35 mil dólares canadienses (entre 324 mil y 454 mil pesos mexicanos), pues no todos cuentan con las caracteristicas de José Luis. La diferencia entre el mínimo que puede llegar a ganar un jornalero en seis meses realizando un trabajo en extremo agotador, contra lo que pagaron los turistas del Titán es, por decir lo menos, insultante: los señores pagaron ¡diez veces más! por gozar de una aventura extrema -si así se le puede llamar a sumergirse en el mar para ir a mirar los restos de un enorme y lujoso trasatlántico que naufragó en 1912- que nunca llegaron a completar.
¡Abramos los ojos! Ahora que los candidatos de Morena a la presidencia de la república continuan en campaña -pues como a todos consta ya habían empezado campañas, disfrazadas de cursos, conferencias, pláticas no oficiales- y que el presidente López Obrador pretende que dicho partido siga detentando el poder, en vez de dejarnos envolver por distractores, reflexionemos sobre la sangría humana que significa para nuestro país el hecho de que los campesinos sigan viéndose obligados a trabajar en los EE. UU. o en Canadá, para poder sostenerse ellos y sus familias. ¿Cuánta inversión privada ha logrado atraer el presidente durante su sexenio? ¿Cuánta y sobre qué bases atraerá quien resulte ser el candidato? ¿Cuántos empleos formales se han creado durante la administración de AMLO y cuántos y sobre qué bases creará quien resulte ser el candidato?