Es inherente al desarrollo capitalista el constante cambio tecnológico. En cualquier momento, en algún lugar del mundo se inventa alguna innovación, algún material, dispositivos tecnológicos; avanzan la sofisticación y potencia de las máquinas que realizan el trabajo de ejércitos de personas, más rápido y preciso, durante las 24 horas del día, sin cansarse ni protestar. De inmediato las innovaciones se generalizan: la automatización de los procesos productivos se abre paso, acicateada por el loco afán de maximizar la ganancia. Y es que el desarrollo tecnológico y la productividad abaratan la fuerza de trabajo y aumentan así la plusvalía.
Dicen quienes pretenden refutar a Marx, que los puestos de trabajo perdidos en un sector económico por efecto de nuevas tecnologías podrán recuperarse en otros, de forma que siempre habrá una oferta constante, y, hasta creciente, de empleos; lo real es que el avance tecnológico ocurre en todos los sectores (cierto, a diferente velocidad), y de todos va expulsando trabajadores “sobrantes”. No van quedando rincones a donde no lleguen la mecanización y sus consecuencias. “Más del 50% de los empleos mexicanos podrían estar en riesgo por la automatización, según un modelo con un enfoque basado en ocupaciones que reveló este lunes un informe del Banco Mundial (BM)” (Forbes, 28 de septiembre de 2020).
Haciendo su tarea, los economistas al servicio del capital teorizan esta tendencia y argumentan la necesidad de maximizar la ganancia, así sea por la vía de reducir el llamado “costo laboral”, despidiendo trabajadores; los “recortes” de personal son consustanciales al desarrollo capitalista, insensible a la suerte de los millones de trabajadores arrojados a la calle, sacrificados al dios capital que, cual moderno e insaciable Moloch reclama vidas en sacrificio. A esa masa de desocupados que necesariamente genera el capital, Marx la denominó ejército industrial de reserva.
Constituye una tragedia para los trabajadores, pero, contradictoriamente, juega un triple papel económico favorable para el capital: 1) reduce los costos laborales al introducir máquinas; 2) cuando el ciclo económico se reactiva, reinician los pedidos de mercancías y hay que producir más, las empresas tienen a la mano un contingente seguro de trabajadores, presto a entrar en acción en cuanto son requeridos (por eso son ejército de reserva); 3) al competir desde afuera con los trabajadores en activo, presionan a la baja los salarios y, en general, contribuyen a la precarización de los empleos de quienes (todavía) los tienen: así los desocupados son usados contra los ocupados.
Pero, como sabemos, nada surge de la nada y nada se convierte en nada. ¿A dónde va ese ejército de desempleados a buscar el sustento? Tiene tres destinos posibles. Primero, el sector informal, donde se hallan arriba de 32 millones de personas, más de la mitad del total de personas ocupadas en México; en actividades de sobrevivencia, frecuentemente improductivas y en la peor incertidumbre, pues el día que el trabajador no puede laborar, no habrá pan para los suyos; sin derechos laborales, seguridad social ni pensiones, y sin estabilidad en el empleo. Se despilfarra así la mayor fuerza productiva que posee la sociedad: sus trabajadores, que se ven subutilizados o desperdiciados en actividades de poco impacto en creación de riqueza.
La segunda salida es la emigración. En EE. UU. viven cerca de doce millones de mexicanos, más o menos la mitad de ellos indocumentados, estos últimos en la mayor indefensión, pues para las leyes americanas sencillamente no existen. Carecen de todo derecho. Trabajan en condiciones de semiesclavitud, con permanente riesgo de ser deportados. La emigración implica para el pueblo una enorme cuota de dolor: familias desechas en este lado, hijos que han quedado sin padres, o que prácticamente no los conocen (por cierto, el presidente López Obrador presenta esto como un gran éxito de su gobierno, por el aumento en las remesas, cuando en realidad constituye una desgracia social). Y de ellos depende en buena medida esta economía enferma, tan dependiente de las remesas.
Finalmente, la tercera opción es enrolarse en la delincuencia, como han hecho decenas de miles, sobre todo jóvenes, que buscan por la vía ilegal lo que la sociedad les arrebata o niega dentro de la ley. Esto ha sumido al país en un mar de sangre. A partir del 2 de diciembre de 2018 en que llegó al poder López Obrador, y hasta el 24 de mayo pasado, habían ocurrido 156,136 asesinatos, un promedio diario de 95.6, cuatro cada hora, uno cada quince minutos. Estas macabras estadísticas revelan indudablemente el fracaso de la política de seguridad actual, y, más en lo profundo, el fracaso del ya obsoleto modelo neoliberal acumulador y empobrecedor.
Y es que la delincuencia encuentra su fermento social y económico en la pobreza. “Según la CEPAL, en 2018, en México había 52 millones de pobres […] Para este 2022, la misma institución calcula que […] serán 58.1 millones, o sea, 2 y medio millones más que hace dos años y 6.1 más que al principio del mandato de AMLO” (DW, 18 de agosto de 2022). Según el Coneval, en los dos primeros años del actual sexenio la pobreza extrema aumentó en 2.1 millones de personas. Obviamente, las tarjetitas no han abatido la pobreza; sencillamente no sirven para eso. Y es que repartir dinero no es lo mismo que repartir riqueza; hay ahí un quid pro quo, un monumental engaño a la sociedad.
En fin, desempleo y pobreza seguirán aumentando necesariamente con el desarrollo tecnológico, mientras exista el capital, y particularmente el neoliberalismo, y la máxima ganancia constituya el motivo económico determinante, y para obtenerla sea preciso despedir trabajadores y sustituirlos por máquinas; y ¿qué será de las familias que pierdan su fuente de ingreso? Eso al capital le tiene sin cuidado. Es el reino del dios de la ganancia, del becerro de oro.
El despido creciente, en lo inmediato beneficia a los capitalistas y priva de empleo a los trabajadores, aunque este último efecto no es consecuencia de la mecanización per se, como creían los luditas, sino de las relaciones capitalistas en que se emplean las máquinas y la nueva tecnología; de la propiedad privada y del régimen de trabajo asalariado. En un futuro, como efecto acumulado y en otras relaciones de producción, el desarrollo tecnológico y la mecanización crecientes beneficiarán a la clase obrera haciendo más llevadero su trabajo, elevando la producción para generar abundancia, indispensable para construir una sociedad justa, y contribuirán a construir una base económica basada en gigantescos complejos productivos, cuya operación (y propiedad) será posible solo por grandes colectivos de trabajadores.