¿Es el hombre el lobo del hombre? ¿Nacemos buenos o nacemos malos? ¿Es la moral un problema de la naturaleza o de la sociedad? Estas fueron las preguntas que la filosofía política de los siglos XVII y XVIII se planteó y que en nuestros días continúan resonando en las cátedras de psicología y por las que se emplean ríos de tinta en cientos de libros. La política no está exenta de estas interrogantes. ¿Cómo es posible que entre los pobres haya diferencias, peleas y discusiones para saber a qué rico o representante de rico dejarán en el poder? ¿Cómo explicar psicológicamente no el robo, sino el hecho de que el hambriento prefiera morir de hambre antes que robar? Finalmente ¿Por qué es precisamente entre los que sufren y padecen las mismas dolencias donde el odio se encuentra más enconado y hacen de su semejante un enemigo?
La respuesta a estas preguntas no se encuentra completa en las obras de Locke, que aseguraba que el hombre es bueno por naturaleza; tampoco en las disertaciones de Maquiavelo a quien erróneamente se ha interpretado como el adalid de la maldad innata del hombre; o en Hobbes, que en su Leviatán, una justificación racional de la existencia del Estado burgués, asegura que el estado de naturaleza del hombre es un: bellum omnimum contra omnes (guerra de todos contra todos). Mucho menos podemos encontrar la solución a las irracionales actitudes humanas en los recientes estudios “científicos” que aseguran, como producto de “nuevas investigaciones” en animales, que hay hombres buenos y malos por naturaleza. Todas estas absurdas disquisiciones no hacen más que obviar e ignorar la realidad y las causas últimas de la irracionalidad humana instigada por el mundo capitalista.
De lo que se trata es de no buscar el misterio del egoísmo y la división, entre seres de la misma clase, a través de sus expresiones ideológicas; sino de buscarlo en el hombre real, en sus concretas relaciones sociales. No se trata esencialmente de un problema psicológico sino de un problema económico. El capitalismo, desde su aparición, decretó la existencia de una doble vida para todo ser: la vida del hombre público y la vida del hombre privado, «una vida celestial y otra terrenal». En la vida pública, celestial, el hombre adquirió todas las facultades que existen potencialmente en él: se le otorgó una imaginaria libertad con la que puede hacer lo que quiera, siempre y cuando respete la libertad de otros; se decretó en ella la igualdad entre todos los hombres y apareció una comunidad, un mundo donde todos tenemos los mismos derechos y obligaciones; la justicia en este mundo celestial recobra la vista y mide con la misma vara a todos sin importar su origen o condición económica. En fin, en esta vida celestial, política, el hombre puede alcanzar la felicidad.
En la vida privada, en la vida terrenal, las cosas no sólo son diferentes, sino contrarias, opuestas, al papel mojado, a la letra muerta de la vida política. La vida privada del hombre no es más que un efecto de sus relaciones económicas de producción. Es “privada” porque se ocultan las relaciones que hacen del hombre un ser social. Se obliga a los trabajadores a pelear entre ellos por un trabajo miserable; la competencia económica premia sólo a los “ganadores” en esta “batalla de todos contra todos” y, por lo tanto, se exige del hombre vivir siempre con la espada desenvainada. El otro es un simple medio para alcanzar mis fines particulares de tal manera que, “si es necesario”, lo “aplastaré sin miramientos”. Se infunde el egoísmo como única forma de existencia y el interés privado como único Dios.
De estas relaciones económicas en las que, en efecto, el “hombre es el lobo del hombre”, porque así lo requiere el sistema, se desprenden todas las formas de enajenación social y política. Las clases se disgrega, se separa a través de intereses artificiales en los que la política presenta a partidos y candidatos como representantes de un “sector” de la clase, lo que no significa más que trasladar la división económica, en la que se enfrenta al trabajador contra el trabajador, a la palestra política. Si en la vida cotidiana el trabajador ve al “patrón” como aquél al que debe su felicidad, como quien le hace un favor al darle empleo, y no lo considera como quien le roba su trabajo, lo emplea como un medio para multiplicar sus ganancias y lo enemista artificialmente con sus hermanos de clase, es lógico entonces que en la “vida política” no busque el trabajador imponer sus propios intereses sino los intereses del patrón.
En última instancia, si los hombres están dispuestos a matarse o dejarse morir por hacer valer los intereses de su enemigo de clase es precisamente porque la separación entre la vida política y la privada es absoluta. Mientras sea así, su felicidad será siempre ilusoria; el egoísmo sustituirá a la comunidad, la competencia al trabajo común, el interés privado al interés social, la “maldad” a la “bondad”, etc. En todo caso, todos los debates modernos sobre la moral humana deben comprender esto: el hombre es por naturaleza un ser social, un ser que debe y requiere vivir en comunidad. La comunidad, el apoyo mutuo y común entre todos ha sido destruido artificialmente por el capitalismo. La división del trabajo demanda la separación, la desigualdad, el egoísmo y, en última instancia, al individuo, para continuar con su existencia. La sociedad en la que vivimos está atomizada, fragmentada y dividida por necesidad. En todo caso el debate hasta ahora sostenido sobre la moral humana, sobre la bondad y la maldad, sobre el egoísmo y la empatía deberá trasladarse, si quiere comprenderse realmente, al terreno económico. No es la naturaleza la que hace al ser de una u otra forma de manera invariable; es el sistema económico y las relaciones sociales establecidas en él las que deforman y falsean la esencia humana. Al desaparecer las relaciones de enajenación y competencia entre los trabajadores veremos desaparecer ese “egoísmo” incomprensible hasta entonces, así como sus manifestaciones sociales y políticas. Mientras tanto, sólo la comprensión de estas divisiones mecánicas y artificiales, y la organización consciente de los trabajadores en torno a un partido de clase podrán hacer frente a una realidad que se sostiene precisamente a través de ilusiones, y que hace de la comunidad sólo una unión de individuos aislados y enemigos entre sí. En esto radica el secreto de toda la psicología y ética modernas.