El estudio teórico de los problemas sociales es una condición necesaria para la transformación de la realidad. El arma de la crítica se revela indispensable si se pretende echar luz sobre fenómenos que, a no ser por ella, permanecerían fuera de nuestra comprensión. El divorcio artificial que se pretende hacer de la teoría y de la práctica vuelve obsoletos a quienes se coloquen en cualquiera de estos dos extremos. Esta relación dialéctica exige que la teoría se vuelva radical si se reconoce como arma de transformación; y sólo puede volverse radical en cuanto ataca la raíz de las cosas, es decir, sólo en la medida en que es “la realización de las necesidades” de un pueblo. Una interpretación, estudio o crítica que se aleje de estas “necesidades” podrá servir para regodeo de los intelectuales, para afectar superioridad sobre las masas o para regocijo personal, sin embargo, y, a pesar de la fatuidad que reporte a sus autores, tendrá la misma utilidad que un fósforo para un topo. La teoría como arma tendrá su realización en cuanto reconozca la realidad tal y como es, y para ello tendrá que ir al núcleo generador de ésta, es decir, a su fundamento económico.
De esta manera nos adentramos en el estudio de uno de los procesos más significativos para la consolidación de la nación mexicana: la Guerra de Independencia. Las interpretaciones al respecto podrían llenar bodegas, pero son pocas las que se centran en lo fundamental; es decir, son escasos los estudios que resultan útiles en aras de una transformación, que no son análisis puramente recreativos, sino que sirven como arma para la revolución. Ir a lo fundamental, en historia, es ir a las raíces económicas, aquellas que crean las condiciones materiales de existencia a las que después se enfrenta el hombre y con las que tendrá que lidiar. No significa esto que la potencia humana, la voluntad y la consciencia del hombre sean irrelevantes en un proceso histórico, únicamente partimos de que son determinadas por las condiciones materiales o, en otras palabras, es la historia la que crea a sus hacedores. Dejaremos fuera para este análisis las interpretaciones puramente subjetivas y maniqueas de la historia y nos centraremos en el estudio de la Independencia de México a partir del único método verdaderamente científico de los procesos económico-sociales: el materialismo histórico.
Las raíces de la independencia se encuentran en el período colonial de más de trescientos años que le precedió. Durante estos tres siglos se fueron forjando los elementos que harían necesaria una guerra como la que en 1810 estalló en el seno de la Nueva España. Una vez consolidado el poder español después de la caída de Tenochtitlán, la situación de los indígenas se volvió catastrófica. Durante los siglos XVI y XVII desapareció casi el 60% de la población indígena, siendo la razón principal la explotación despiadada que los peninsulares hicieron de la mano de obra nativa. Según el último cálculo de Cook y Borah, cálculo que el historiador Friedrich Katz considera el más justo, “el número de habitantes antes de la conquista era de 25 millones de personas; en 1532 había cerca de 16 millones 800 mil; en 1568, 2 millones 600 mil; en 1580, 1 millón 900 mil; en 1595, un millón 375 mil.” Debido al exterminio indígena producto de las epidemias, pero principalmente debido a los métodos de explotación inhumanos y sanguinarios, la mano de obra comenzó a escasear y se hizo necesaria la importación de esclavos que alcanzó los 35 mil a mediados del siglo XVIII. Según datos del Barón de Humboldt y Lucas Alamán, los peninsulares a principios del siglo XIX llegaban a los 15 mil; los criollos (españoles nacidos en México) a un millón cien mil, y los mestizos, el grueso de la población, a los dos millones 400 mil habitantes.
A esta limitada y poco preparada fuerza de trabajo habría que agregar, como elemento crucial de la realidad colonial, el escaso desarrollo de las fuerzas productivas, consecuencia precisamente del estatus de colonia en el que se encontraba la Nueva España y a la puesta en práctica del mercantilismo, como forma económica, implementado por la península. Estaba prohibido el comercio con el exterior y entre colonias, así como el cultivo de productos que se daban en España, tales como la uva y el olivo. El objetivo de la metrópoli era mantener el monopolio de todos los productos y obligar a las colonias a ser sus compradores cautivos, compradores de mercancías por lo demás extremadamente caras y de muy mala calidad, considerando el desarrollo de la industria española que por entonces iba ya muy a la zaga de la inglesa. “Los monopolios estatales sobre la venta de la sal, sobre las bebidas alcohólicas, sobre las cartas de juego, sobre el papel sellado, el tabaco y otros productos, impedían el desarrollo del comercio interno” (Alperovich). A este debilitamiento premeditado de las colonias españolas, hay que agregar las innumerables cargas impositivas existentes. El pago del diezmo, del quinto real y de la alcabala dejaban a la población novohispana con un nulo poder adquisitivo. La pobreza, el hambre y la enfermedad, los tres monstruos de la miseria, gobernaban la vida de millones de seres.
El resultado necesario de esta situación fue la aparición en casi todo el país de rebeliones y revueltas a lo largo de tres centurias, siendo los siglos XVII y XVIII principalmente fecundos en levantamientos populares. Destacan por su importancia y por su carácter masivo, “la rebelión de los tepehuanos de Durango en 1616; la de los tarahumaras en Chihuahua (1648,1650,1652); los indígenas de Oaxaca (1660); Nuevo México (1680-1696); los indígenas de Chiapas (1695,1712); las tribus yaquis de Sonora (1740); los indígenas de California (1743), de Yucatán (1761), de Michoacán (1767).” (Ibíd.) y las rebeliones de esclavos negros, entre las que destaca la del negro Yanga en Veracruz. El descontento y la inconformidad con el orden social existente eran la raíz de todas estas rebeliones.
La realidad económico-social novohispana imposibilitaba el desarrollo del capitalismo en todas las colonias, y la naciente burguesía se veía imposibilitada a representar el papel revolucionario que le correspondía debido al control absoluto de la metrópoli. Las relaciones feudales impedían cualquier forma de progreso, y los impuestos y las alcabalas hacían imposible el comercio interno y el fortalecimiento de un mercado nacional. No fue sino hasta 1774 que se permitió a las colonias comerciar entre sí, y ya en los últimos años del siglo XVIII se observó un crecimiento considerable de la industria y la manufactura. Como suele suceder en todas las grandes transformaciones, las ideas llegan siempre antes de que los hechos las reclamen, de tal manera que en la Nueva España comenzaron a permear las ideas que la Ilustración, la independencia de las 13 colonias y la Revolución Francesa traían consigo. La burguesía novohispana, una clase en gestación, se apropió de estas ideas que no tardaron en manifestarse prácticamente en rebeliones y protestas en el ocaso del siglo XVIII y en los albores del XIX. Antes del estallido revolucionario de 1810 diversos levantamientos hicieron manifiesta la necesidad de una revolución económica que había tardado siglos en llegar y que la realidad reclamaba a gritos: la conspiración de Juan Guerrero en 1794; el levantamiento encabezado por Pedro de la Portilla en 1799 conocido como “la conspiración de los sables”; el levantamiento de indígenas en Tepic y, finalmente, los dos grandes preludios de la revolución: el desconocimiento de Fernando VII por parte del virrey Iturrigary, auspiciado por el ayuntamiento de la Ciudad de México a cuya cabeza se encontraban Primo de Verdad y Juan Francisco Azcárate, y la conspiración de Valladolid de 1809 encabezada por José María Obeso. El primer intento de autonomía terminó con un golpe de Estado orquestado por los peninsulares, que dejó en el poder a Francisco Venegas, y la conspiración fue descubierta a mediados de diciembre, una semana antes del plazo señalado para el levantamiento.
Todos estos movimientos políticos, muchas veces olvidados por la historia, revelaban el sentir de la sociedad novohispana. Las circunstancias reclamaban un cambio de régimen; el sistema feudal impuesto por España no podía continuar cuando el capitalismo reclamaba a gritos su aparición y la historia no podía obviar estos gritos de protesta, de tal manera que la guerra civil era inevitable. La invasión napoleónica a España fue el último golpe dado al viejo régimen, aunque de ninguna manera puede considerarse como la causa de la Independencia; fue a lo sumo el detonante que permitió el estallido. Es en este contexto que hacen su aparición Miguel Hidalgo y los insurgentes, respondiendo a la exigencia de las circunstancias. Más allá de interpretaciones románticas y subjetivas, debe entenderse el levantamiento insurgente como una necesidad, un momento inevitable cuyas raíces estaban mucho más allá de las motivaciones personales de los iniciadores; ellos eran la encarnación de la idea que la realidad reclamaba.