El actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), recibió un duro golpe del Departamento de Justicia del gobierno de Estados Unidos recientemente, el cual reveló que el Cártel de Sinaloa aportó entre dos y cuatro millones de dólares (mdd) para su campaña político-electoral de 2006, cuando contendió como candidato a la Presidencia de la República.
Si es cierta esta investigación, ese dinero fue aportado por el narcotraficante Arturo Beltrán Leyva a su equipo de campaña, entre quienes figuraba su inseparable chofer, Nico; ese grupo criminal tendría hoy protección gubernamental (incluso del Procurador General de la República) si hubiera ganado AMLO esa elección, a pesar del financiamiento ilícito.
Pero más allá de las “denuncias públicas” que incriminan al mandatario morenista, quien obviamente las “desmintió” a través de los medios de prensa nacionales e internacionales, sería conveniente investigar cuántos y qué gobiernos federales anteriores de nuestro país han recibido apoyo financiero de los grupos criminales, en particular de las poderosas mafias dedicadas al narcotráfico.
Resulta significativa la denuncia porque surge en un periodo político-electoral hipersensible; AMLO no será “un ave que cruza el pantano sin mancharse”; y lo más probable es que la versión del financiamiento ilícito a su campaña de hace dieciocho años termine por manchar a su partido, Morena, y a su candidata, Claudia Sheinbaum Pardo.
Las investigaciones de la Deutsche Welle de Alemania y del Centro de Estudios InSight Crime revelan que narcotraficantes, convertidos en testigos protegidos, informaron a la DEA (el Departamento Antidrogas de Estados Unidos) que el cártel de los hermanos Beltrán Leyva aportó dos millones de dólares a la campaña electoral de AMLO en 2006. Estas denuncias públicas no pueden borrarse de un plumazo ni ignorarse simplemente con declarar que las agencias de espionaje gringas son “inmorales”.
“No hay ninguna prueba. Son unos viles calumniadores”, aseveró AMLO en una de sus conferencias matutinas más recientes mientras, por cierto, en los primeros tres años de su “gobierno” emitió 67 mil mentiras y en un lustro incurrió en más de 100 mil falacias y ocurrencias de merolico placero.
Sin embargo, después de la reunión oficial, que en principio se supuso ríspida porque AMLO había dicho que no recibiría personalmente a la señora Sherwood, concluyó con una declaración pública oficial del Gobierno mexicano, en la que reconoció que la presunta asociación delictiva de AMLO era un asunto “cerrado” para el gobierno de Estados Unidos.
Pero las dudas flotan en el aire: ¿Qué motivó la publicación de la denuncia de que AMLO tuvo vínculos con los narcos? ¿Qué prometió AMLO al vecino país a cambio de su posición personal y política de cara a las próximas presidenciales en México y en la del país vecino? Todo pudo ser un “calambrito político” al hombre fuerte de Palacio Nacional.
Lo cierto es que, al margen de que el periodicazo gringo esté fundamentado o no, su efecto político inmediato se reflejará en la proyección del gobierno de AMLO hacia los intereses políticos de Washington, un impacto negativo que el propio mandatario y su gabinete hábilmente intentaron revertir con el envío de 20 iniciativas de reforma legal, de las que dieciocho son de nivel constitucional y la oposición no dejará pasar.
Los proyectos de reforma de AMLO sirvieron como cortina de humo para ocultar sus obligadas “disculpas” ante el gobierno de Estados Unidos por su presunta relación con los narcos, pero también para relanzar la retahíla de mentiras en el sentido de que su gobierno es democrático y favorece “primero a los pobres”.
En los días posteriores al 5 de febrero, los analistas especializados en derecho y economía aseguraron que la reforma a las pensiones laborales es inviable y que en caso de aprobarse, no beneficiaría a la mayoría de los trabajadores mexicanos; además, buena parte de las otras propuestas de reforma constitucional se irán al bote de la basura porque no cuentan con los votos necesarios y porque, además, su objetivo político tiene un claro tinte electorero y no social.
AMLO sabe que él es el “verdadero candidato” que jugará el 2 de junio, aunque su nombre no estará en las boletas. Sabe también que, en las recientes encuestas, su popularidad bajó porque pasó del 58 al 54 % de aceptación en cuatro meses, una disminución de cuatro puntos porcentuales. Por esta razón invertirá todos los recursos económicos y políticos del gobierno para influir en la votación, comprando conciencias y prometiendo algo que no podrá, ni pretende, cumplir: combatir realmente la pobreza, la marginación, la inseguridad pública generada por la violencia delictiva, como se evidencia en varias entidades de la república, entre ellas Guerrero, Chiapas, Michoacán, Zacatecas, Guanajuato, Sinaloa, Tamaulipas, Colima y Quintana Roo…
Pero hoy son descomunales las denuncias de apoyo a los grupos criminales, así como los recursos gubernamentales destinados por el Gobierno federal y los locales para los candidatos de Morena. Por el momento, querido lector, es todo.