Desde hace varias semanas, si no es que desde los primeros días de enero, se ha le visto al presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) muy enojado, neurasténico, medio paranoico y actuando como un «bombero” que quiere apagar los fuegos que él mismo encendió, en vez de actuar como un mandatario que esté atento a resolver los graves problemas sociales que afectan a gran parte de los mexicanos. Este comportamiento del Presidente se debe, sin duda, a las serias críticas que su gobierno ha recibido debido al fuerte aumento en la inseguridad pública; a la acumulación de más de 180 mil homicidios dolosos cometidos durante sexenio; al asesinato de más de una decena de políticos que aspiraban a puestos gubernamentales o de representación popular en las elecciones generales de junio; a la falta de agua, a la sequía extrema y, por supuesto, a los recientes testimonios periodísticos en torno a que recibió dinero del narcotráfico en las campañas presidenciales de 2006 y 2018.
Por lo visto, el Presidente pensó que las propuestas de reforma constitucional anunciadas el cinco de febrero serían objeto de enardecidos debates públicos con la oposición y la prensa; pero las revelaciones acerca de supuestos sobornos lo sacaron de esa agenda política, de sus casillas, y lo llevaron a asumir actitudes agresivas y hacer afirmaciones falaces. Tal fue el caso, por ejemplo, de la respuesta que en una de sus mañaneras dio a un reportaje del diario estadounidense The New York Times, en la que además incurrió en un grave error que le generó severas críticas; o la declaración absurda y megalómana de que su «autoridad moral está por encima de la ley» ¡Nomás eso le faltaba para colocarse al lado de don Antonio López de Santa Anna y don Porfirio Díaz Mori!
El caso es que hoy AMLO no sale de una encrucijada cuando de pronto ya anda metido en otra. Muchos comentaristas aseguran que su estrategia de comunicación consiste en ser objeto de la atención cotidiana de los medios de prensa, cueste lo que cueste, y que incluso llega al grado de aferrarse a sus propias mentiras para mantenerse en la línea del combate discursivo. Pero ahora, todo parece indicar que su vocinglería tartaja ya llegó al fondo, como se evidenció cuando, en una mañanera, reveló el número telefónico privado de Natalie Kitroeff, la jefa de la corresponsalía de The New York Times, actitud que su propio cuerpo de asesores evaluó como error porque violó la ley de privacidad y puso en riesgo la seguridad física de la periodista estadounidense.
Pero lo más interesante de esta maraña de sucesos anecdóticos ?al margen de que pudieran ser una cortina de humo o el inicio de una crisis de credibilidad popular para AMLO, como lo sugiere su actual tarea de «apagafuegos»? es el fondo de la declaración que, el jueves 22, efectuó cuando rechazó haberse equivocado al revelar el número del teléfono de la periodista Kitroeff: «No, por encima de esa ley está la autoridad moral, la autoridad política».
¿Qué quiso decir con la invocación de esta falacia? ¿Habrá sido solo un disparate, como muchos de los que dice o comete a diario? ¿Realmente lo golpeó tanto la revelación del The New York Times de que recibió dinero ilícito del narco, consciente de que el reportaje de este diario se sustenta en información confidencial del gobierno de Estados Unidos? ¿Es que ahora sí ya se decidió a sacar su verdadero rostro de lobo dictador y a reconocer que en el México de hoy existe un «narco-estado», como lo sugieren la relación directa de su gobierno con las mafias criminales y su política de seguridad “abrazos, no balazos” que acomoda muy bien a los intereses del crimen organizado?
No hay duda de que la investigación periodística de The New York Times le dolió a AMLO; y que a dos meses de la recta final de su mandato tal revelación, a pesar de lo que difunden los analistas afines a su gobierno, explica por qué la falta de una política de seguridad pública en el país está provocando derramas sangre en entidades como Zacatecas, Guerrero, Michoacán, Jalisco, Colima, Sinaloa, Baja California, Sonora… No hay duda, por último, de que cuando AMLO habla de moral, lo hace invocando a la moral burguesa, la moral del poder político burgués, la moral que controla la economía y las leyes, y no a la moral humanitaria de las clases trabajadoras del pueblo mexicano.
Si AMLO ahora quiere hablar de que su autoridad moral y política está por encima de la ley, es porque se está quitando la mascara de falso cordero y enseñando, como lo explique líneas arriba, su verdadero rostro de lobo dictador. Los mexicanos tenemos hoy una tarea vital: evitar que logre su objetivo un mandatario que se proclama representante de los pobres, pero que en realidad aspira a imponer en el país un régimen autoritario. ¡Alto al aprendiz de dictador! ¡Alto a AMLO con sus pretensión de estar por encima de la ley!. Por el momento, querido lector, es todo.