Colaboración invitada. Por: Abel Pérez Zamorano. Como es de apreciación casi general, con el arribo de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos serias amenazas se ciernen sobre nuestro país. Al construir su famoso muro y reducir el flujo de inmigrantes o deportarlos en masa, causará un tremendo daño a la economía de millones de familias mexicanas que dependen de las remesas para subsistir. También provocará graves efectos negativos la reducción de las exportaciones, que en varios casos propiamente no lo son, como en la industria automotriz y en general la maquiladora, donde solo somos ensambladores de componentes que nos llegan de Estados Unidos, “importaciones temporales”, las llaman, para luego armarlos con nuestro trabajo barato (muy fructífero en ganancias empresariales) y regresar coches y aparatos diversos como flamantes “exportaciones”. ¿Conoce usted, estimado lector, una empresa de automóviles propiamente mexicana? De todas formas, el presidente electo ha amenazado con que, si los consorcios americanos trasladados a México no regresan, aplicará elevados aranceles, impuestos a la importación, por ejemplo en los automóviles 35 por ciento, para así obligarlos a reinstalarse en territorio americano. Trump se propone revisar el TLC porque según él es desventajoso para los intereses de Estados Unidos; esto significa que, sin adelantar vísperas y predeterminar en qué términos podría quedar, lo seguro, porque el señor lo está diciendo, es que se buscará reelaborar su clausulado de forma tal que proteja más la economía norteamericana, reduciendo, por ende, las relativas y muy limitadas ventajas que nos ofrece. Podría ser mediante la imposición de aranceles, algo ya anticipado por Trump; también introduciendo o endureciendo regulaciones no arancelarias, como las medidas fitosanitarias; por ejemplo, nuevas y más drásticas restricciones a la exportación de aguacate mexicano, aduciendo presencia de la mosca de la fruta o gusano barrenador de la semilla, como hizo Estados Unidos por décadas, acción proteccionista en un contexto supuestamente de libre mercado, implantada para proteger a los aguacateros de California; pueden alegar, en fin, salmonela en papaya para impedir su importación, como hicieron en 2011, o en mangos en 2013, y así sucesivamente. También podrán incorporar restricciones zoosanitarias adicionales a las exportaciones de carne o ganado en pie.
Pero el señor Trump soslaya en su diagnóstico y sus conclusiones proteccionistas una característica central, inmanente al capital, a saber: que este no tiene patria ni reconoce fidelidad a país alguno, aunque tenga en él su sede y de él se beneficie, ni distingue entre credos religiosos, o lealtad étnica o racial. Solo tiene una razón de ser: acumularse. Capital es valor que se valoriza, y de conseguirlo dependen todas las decisiones de los inversionistas. No permanece en un país porque convenga crear empleos nacionales o desarrollar la economía propia; no sabe de solidaridad social o compromisos con el desarrollo; solo entiende, insisto, que su necesidad esencial es crecer y crecer, con la mayor velocidad posible y al menor riesgo. Guiadas por ese afán, las inversiones van por el mundo, en pos de la mayor rentabilidad posible, como los gambusinos que deambulaban en busca de las mejores arenas en los ríos donde pudieran encontrar oro, o los mineros que buscan los filones más ricos y no van a perder tiempo ni recursos en vetas pobres. Por eso emigran las inversiones de un país a otro o de una región a otra, y los empresarios, sobre todo de corporativos transnacionales, desinvierten y abandonan países donde se habían instalado, y también, ante el temor de merma en sus ganancias salen a veces en estampida, como los famosos capitales golondrinos. En fin, por ello fortunas inmensas buscan refugio en los paraísos fiscales, evitando así pagar impuestos relativamente más altos en sus países de origen o salarios incosteables, escamoteando obligaciones onerosas establecidas en la legislación nacional. Así se explica igualmente que las navieras renten bandera panameña o liberiana, para minimizar sus obligaciones laborales, fiscales o salariales. En este contexto, México y sus trabajadores no somos culpables de que arriben capitales extranjeros: somos víctimas, instrumentos útiles a la acumulación. Trump quiere enfrentar esta tendencia consustancial al capital, y no está solo; buena parte del mundo capitalista está transitando hacia una nueva era de proteccionismo, empujado por una crisis, la de 2008, que hasta hoy no da muestras de recuperación sostenida.
Pero si Trump restringe las exportaciones mexicanas y, de allá para acá las inversiones, ciertamente, causará un gran daño inmediato a México al limitar nuestro acceso al mercado americano; un golpe tremendo, pues Estados Unidos compra arriba del 80 por ciento de lo que exportamos, y encontrar de inmediato otros mercados será sumamente difícil y provocará una contracción en el crecimiento de México, más desempleo y reducción de impuestos, entre otras consecuencias. Pero si la necesidad nos obliga, deberemos buscar otros países a donde exportar, so pena de una drástica caída en nuestra producción, pues dependemos en alto grado de las exportaciones. La nuestra es una economía, como se dice, volcada al exterior, donde el crecimiento y la creación de empleos dependen fuertemente de las exportaciones. En 1960 estas representaban solo el 8.5 por ciento del Producto Interno Bruto, y para 2015, el 35.4, porcentaje muy elevado en el contexto mundial; por ejemplo, en Estados Unidos pasó de 5.0 a 12.6; en toda América Latina y el Caribe, de 11.8 a 20.5, y en los 35 países de la OCDE, de 11.8 a 28.5. En casos destacados, en China las exportaciones representan el 22.1 del PIB, en el Reino Unido el 27.2, en Japón 17.9, India 19.9, Argentina 11.1, Brasil 13, Colombia 14.7 (Banco Mundial, Exportaciones de bienes y servicios como porcentaje del Producto Interno Bruto, período 1960-2015). Es decir, buena parte de lo que producimos se exporta, y precisamente a Estados Unidos.
Ante ello, una primera solución es diversificar el mercado externo con otros países y regiones del mundo, concretamente con Latinoamérica; también con Rusia y China, entre otros, pero a la par, es de urgente necesidad fortalecer el mercado interno, lo que se ofrece y se compra dentro del territorio nacional. Así, en lugar de enviar al exterior una proporción tan alta de la riqueza creada, deberá incrementarse la parte destinada a cubrir las necesidades de los mexicanos. Solo para ilustrar la idea: el año pasado nuestro país exportó 1 millón 99,000 cabezas de ganado, un aumento anual de 13% en volumen y de 20.6 en valor. En alimentos de origen vegetal, entre los años 2000 y 2013, el valor de las exportaciones de tomate se duplicó; el del azúcar se multiplicó por 7.5, y, en volumen, las de aguacate crecieron en 13 veces. Es decir, estamos enviando al extranjero, sobre todo a Estados Unidos, grandes cantidades de alimentos que necesitan los millones de mexicanos pobres, que por sus bajos ingresos no pueden adquirir ni consumir; son demanda solamente potencial.
Podrá objetarse que desarrollar el mercado interno y darle más peso como factor de crecimiento económico no es fácil, y así es. Pero la necesidad obliga, por razones humanas, pues debe atenderse las necesidades de toda la población, hoy sumida mayoritariamente en la marginación, y también por necesidades económicas y más específicamente comerciales. Y para lograrlo deben cubrirse algunas condiciones ineludibles. Primera, del lado de la oferta, fortalecer la productividad y la competitividad, para que los consumidores encuentren productos mexicanos baratos y de buena calidad, y que su demanda dinamice la producción local. De lo contrario, aunque caras, encontrarán más atractivas las mercancías extranjeras. Segunda, desde la demanda, aumentar el ingreso de las familias de los sectores más pobres, y revertir la acelerada tendencia al empobrecimiento: según INEGI, dos millones de personas de clase media cayeron en pobreza entre 2012 y 2014, un millón cada año. Y es claro que entre más se extienda y ahonde la pobreza, más se reduce la demanda agregada; así pues, no basta producir más si no hay consumidores solventes, capaces de comprar; por tal razón es ineludible la necesidad de una política redistributiva, generando más empleos, elevando salarios y aplicando un esquema fiscal progresivo donde paguen más quienes más ganan, y donde se oriente el gasto público principalmente en pro de los sectores más débiles. Y en estos puntos radica la dificultad mayor, mas no insalvable.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT), dependencia de la ONU, en su Informe mundial sobre salarios, 2014-2015, refiriéndose a las llamadas Economías emergentes y en desarrollo más grandes, muestra la evolución de los salarios en los años 2012 y 2013; el mínimo real creció así: en Ucrania 14.4 y 8.2, respectivamente; en China, 9 y 7.3 por ciento; Rusia 8.5 y 5.4; Brasil 4.1 y 1.8; en México, el salario real se redujo en 0.5 y 0.6 por ciento en esos años, a pesar de que la propia OIT admite que la productividad ha crecido a mayor velocidad que el salario, refutando así las usuales e interesadas objeciones al aumento de este; es decir, hay de dónde incrementarlo. Y es que en México el salario mínimo ha sido tremendamente castigado, como parte del modelo económico y su estrategia de competitividad. Un estudio de la UNAM (Escuela Nacional de Estudios Superiores), indica que: “En 25 años, el poder adquisitivo del salario perdió 76.3 por ciento […] Entre 2010 y 2011, el porcentaje de los asalariados que perciben hasta tres mínimos pasó de 57.6 a 66.4 del total de personas asalariadas […] En tres décadas, con un salario mínimo se dejaron de adquirir 45.7 menos kilogramos de tortilla que entonces con la misma percepción; 243.3 menos piezas de pan; 5.6 kilogramos menos de huevo y 9.5 menos kilogramos de frijol: CAM de la Facultad de Economía […] En el año 2010, según el documento, el 49 por ciento de la población ocupada se encontraba dentro del rango de entre cero y dos salarios mínimos diarios” (UNAM-ENES). Debe revertirse esta tendencia para consolidar nuestro mercado interno y dar a la población mayor capacidad de compra.
Una tercera condición es elevar el ahorro interno y la reinversión de utilidades, que son muy bajos y aumentan la dependencia de la inversión externa, como se vio desde la privatización de la banca, que al final ha quedado en 83 por ciento bajo control de inversionistas extranjeros. Nuestro ahorro bruto, como porcentaje del PIB, es bajo: el promedio mundial es de 25 por ciento y México tiene el 22, inferior también a economías emergentes como India (32) y China (49). Los empresarios reinvierten una proporción baja de sus utilidades, convirtiéndonos así en dependientes de la inversión extranjera, directa o de cartera. Obviamente, para que haya ahorro e inversión – volvemos a lo anterior – debe elevarse el ingreso de las familias, pues actualmente, por elemental sobrevivencia casi todo se destina al consumo. Indispensables también para activar la economía serían los enormes recursos sustraídos a la nación y guardados por los empresarios en los paraísos fiscales, según estimaciones de especialistas, 417 mil millones de dólares, 2.2 veces las reservas del Banco de México (Tax Justice Network, ONG, Londres); con esta cifra sería factible financiar grandes inversiones productivas, para educación, tecnología e infraestructura. La presencia preponderante de inversión extranjera, reforzada en los últimos tiempos, pone a nuestro sistema empresarial en manos de capitales foráneos, que obviamente repatriarán sus utilidades.
Podría aducirse que fortalecer el mercado interno es una utopía, que estamos condenados a ser apéndices de la economía norteamericana; sin embargo, la experiencia de otros países rechaza tal afirmación. China es un caso paradigmático, y vale la pena aprender de él en todo lo que tenga de aplicable a nuestra circunstancia. China mantiene tasas de crecimiento entre las más elevadas del mundo, superiores al 7 por ciento, salvo el año pasado, y aunque es potencia comercial, depende fundamentalmente de su mercado interno, en un 78 por ciento; es decir, solo 22 por ciento va a las exportaciones (Banco Mundial). Ha sabido fortalecer su mercado interno elevando salarios y sacando de la pobreza a grandes sectores de población: allá no aumenta el número de pobres, se reduce. “China por sí sola experimentó la mayor caída en los niveles de pobreza extrema en los últimos 30 años. Entre 1981 y 2011, 753 millones de personas lograron superar el umbral de US$1,90 al día” (Banco Mundial, 7 de octubre de 2015). De esa forma el gigante asiático es un excelente productor de mercancías, pero también generador de consumidores de las mismas.
Así pues, estos son los retos de México frente a la embestida proteccionista de Donald Trump, pero entre las adversidades viene también, paradójicamente, la posibilidad de reactivar nuestra economía, pero ahora sobre otras bases: más que a las exportaciones, orientada fundamentalmente a atender las necesidades de la población mexicana; se abre un escenario donde parece posible encausar la producción principalmente a cubrir las carencias de los más débiles, obviamente, atendiendo a la par la búsqueda de nuevos mercados en nuestra región y con las naciones dispuestas a tratar con nosotros en términos de igualdad y respeto. Naturalmente, para lograr estos cambios, que no son opcionales, sino impuestos por la dura realidad, se requiere en primerísimo lugar de la voluntad del gobierno; mas no basta: hace falta el respaldo del pueblo a medidas nacionalistas y populares que por fin le beneficien a él. Ambas condiciones son también imprescindibles para que el gobierno mexicano sea capaz de responder con la debida dignidad y energía a las acciones del norteamericano, adoptando igualmente las correspondientes medidas de tipo diplomático y comercial.