“No en nuestro nombre” es el grito de judíos en Israel y en el mundo. No masacrar niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos sin armas en sus casas, escuelas y hospitales, con el absurdo pretexto de proteger a los judíos de Israel y el mundo. Ese mundo que se estremeció con las matanzas de judíos por las hordas de Adolfo Hitler, hoy contempla aterrado como los gobernantes de Israel aprovechan en su beneficio y en el de sus amos de Estados Unidos, el sufrimiento de su pueblo para justificar la mayor matanza de civiles inermes que ha padecido el mundo, precisamente, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial.
Quizá nunca se llegue a saber con exactitud el número de asesinatos de civiles en la invasión armada que perpetra el Ejército de Israel en la Franja de Gaza, pero, cálculos de observadores internacionales, denuncian que ya pasan de 11 mil ejecuciones sin acusación, sin juicio y sin importar sexo ni edad. La última acción heroica de la soldadesca israelí (sólo hasta hoy) es esta: “En las primeras horas de esta mañana, las fuerzas ocupantes de Israel asaltaron el hospital de al-Shifa después de asediar sus cinco edificios por seis días consecutivos… En la madrugada de este miércoles, el ocupante irrumpió en el complejo con más de 30 tanques, vehículos y cientos de soldados que comenzaron a disparar dentro y fuera de las salas del hospital en un nuevo crimen de guerra que se adjunta al negro historial de Israel” (El Universal. 15 de noviembre).
Israel es un Estado ocupante. Está asentado violando leyes internacionales, ha sido instigado, financiado, armado y protegido mediáticamente por los plutócratas imperialistas más feroces del mundo y cuando sus gobernantes sionistas exigen el derecho de tener un Estado propio y vivir en paz, al mismo tiempo y con violencia salvaje, se lo niegan a los palestinos. El traslado de judíos de varias partes del mundo a tierras de Palestina, comenzó desde fines del siglo XIX y, el 2 de noviembre de 1917, alcanzó un punto destacado cuando el secretario de Relaciones Exteriores de Inglaterra, Arthur James Balfour, le dirigió al Barón Lionel Walter Rothschild, un riquísimo empresario judío con inversiones por todo el mundo, una carta hecha pública, en la cual, con zalamería extrema, le dijo:
“El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país”. Inglaterra, pues, como experimentado colonialista, ofrecía sin recato ni vergüenza, un territorio que no era suyo y prometía cínicamente “facilitar la realización de este objetivo”; en cuanto a la promesa de que no se perjudicarían los derechos de las comunidades palestinas ya existentes en esa zona, que eran absoluta y completamente mayoritarias, hoy podemos asegurar, con pruebas de sangre, que no valía ni el papel en el que estaba escrita la vergonzosamente célebre Declaración Balfour.
El traslado y la infiltración abierta y encubierta de judíos a tierras palestinas por parte de los países imperialistas encabezados por Gran Bretaña Y Estados Unidos, continuó durante los años del ascenso del nazismo en Europa y, terminada la guerra, los líderes judíos encabezados por David Ben-Gurión, declararon, por sí y ante sí, atropellando flagrantemente, no sólo los derechos de los habitantes seculares de esos territorios, sino el derecho internacional más fundamental, la fundación del Estado de Israel.
Es clave saber que hasta poco antes de la creación de Israel, en la primavera de 1948, nunca existió en esas tierras otra cosa que no fuera una inmensa mayoría árabe. En 1931, la población judía era de 174 mil 606 habitantes frente a un total de 1 millón 033 mil 314; en 1936, el número de judíos había aumentado a 384 mil 078 y la población total a 1 millón 366 mil 692 y, en 1946; había 608 mil 225 judíos en una población total de 1 millón 912 mil 112 habitantes.
No deben perderse ni olvidarse las confesiones de Moshé Dayán, quien fuera Ministro de Defensa y luego de Relaciones Exteriores del gobierno sionista de Israel, realizadas al periódico israelí Haaretz el 4 de abril de 1969: “Venimos a este país que ya estaba poblado por árabes, y aquí estamos estableciendo un Estado hebreo, es decir, judío. En considerables zonas del país [el área total era aproximadamente del 6 por ciento] les compramos las tierras a los árabes. Donde había pueblos árabes se construyeron pueblos judíos. Ustedes ni siquiera saben los nombres de aquellos pueblos árabes y no les culpo, puesto que aquellos libros de geografía ya no existen; no solo no existen los libros, sino que los pueblos árabes tampoco están allí. Nahalal [el propio pueblo de Dayán] surgió en lugar de Mahalul, Gevat en lugar de Jibta, [Kibutz] Sarid en lugar de Haneifs y Kefar Yehoshua en lugar de Tell Shaman. No hay ni un solo lugar construido en este país que no tuviera una antigua población árabe”. Y la sevicia continúa todavía hoy: “El Ejército israelí ordenó este miércoles por primera vez desde que comenzó la guerra, la evacuación de algunas comunidades del sur de la Franja de Gaza, después de haber forzado el desplazamiento de más de un millón de personas de la mitad norte del enclave hacia el sur” (El Universal. 15 de noviembre).
Pero en medio del espanto y la muerte, sigue viva la compasión humana. Los predicadores de la competencia, el egoísmo y la ambición feroz, no han ganado la partida. No la ganarán. Millones de seres humanos, verdaderamente humanos, hondamente lastimados, consternados y hasta con lágrimas en los ojos, aunque no sean ni palestinos ni árabes, han salido a la calle a manifestarse en favor de Palestina, en favor de la vida. En Washington, en Nueva York y en San Francisco , en las entrañas del monstruo, como diría José Martí, en Londres, la vieja metrópoli colonialista; en Toronto, Canadá, en donde cientos de obreros bloquearon la salida de componentes para armas que iban a Israel; en Viena, la capital del hoy extinto imperio Austrohúngaro; en Ciudad del Cabo, Sudáfrica; en Berlín, en Génova, en Tokio; en Damasco, Siria; en Yakarta; en Sydney, Australia; en Caracas; en Oslo; en Buenos Aires; en El Cairo; en Ankara, Turquía; en Moscú; en Bilbao, España; en Saná, Yemen; en Milán, Italia; en Santiago de Chile, en Amman, Jordania; en Puebla y en la Ciudad de México.
Pido disculpas por la enumeración, pero la lista es enorme y estoy seguro de que no está completa y en nuestro país debe conocerse la realidad más allá de la versión interesada de los medios dominantes. En todas esas ciudades y países, se yerguen los hombres y las mujeres buenas. Unos, plenamente conscientes del saqueo de tiempo de trabajo y recursos, otros, que sienten sus efectos y, algunos más, que sólo intuyen las causas profundas, pero, todos, todos, contra los crímenes de los más fuertes.
¿Qué pasará ahora con los dos millones doscientos mil seres humanos que han habitado acorralados la diminuta Franja de Gaza? ¿Dónde y cómo continuarán sus vidas y las de sus hijos los que logren sobrevivir a este abominable genocidio? ¿Son esos, los que los expulsan, los libertadores del mundo? ¿Son esos los que nos van a dictar el modelo de vida que deberemos de seguir todos los seres humanos? ¡Alto a la matanza en Gaza! Nunca se gritará suficientemente fuerte.